miércoles, 29 de octubre de 2014

LOS RELÁMPAGOS

Una pareja de la guardia civil escoltaba a Félix a las afueras del pueblo. El sargento Ochoa caminaba mirando de reojo a los nubarrones que se aproximaban, mientras que López, el otro guardia, empujaba la silla de ruedas donde iba sentado Félix. Éste último no paraba de insultarles con su voz gangosa:
-        Cabron…es, hijos de pu…ta. Que no t…enéis cora…zón.
Félix era paralítico de cintura para abajo. Tres rayos lo habían dejado así. El primero le alcanzó con catorce años. Por entonces era pastor. Un día que las ovejas pastaban en el monte se levantó una gran tormenta. Estaba reuniendo al rebaño cuando le impactó el primer rayo. Sobrevivió, pero desde aquel día le costaba articular las palabras y a todas les daba un tono gangoso y entrecortado. El segundo le pilló a la salida de la iglesia. Fue un domingo por la mañana. Félix ya era un mozo y había sido llamado a filas junto con otros cuatro jóvenes de la comarca. En unos pocos días debían partir hacia tierras extrañas para cumplir con el servicio militar. Ese domingo se ofreció una misa a los quintos. Félix estrenó traje para la ocasión. Se sentía entusiasmado porque, al fin, iba a poder salir del pueblo y visitar el mundo. Cuando terminó la misa los mozos se reagruparon en la plaza. Fue entonces cuando el cielo lanzó la fatal descarga. Félix sobrevivió una vez más. Aunque sufrió graves quemaduras que lo tuvieron hospitalizado durante meses. Por desgracia sus cuatro compañeros quedaron totalmente calcinados. Desde entonces los vecinos del pueblo empezaron a desconfiar de Félix. Algunos le culpaban de la muerte de sus compañeros. Decían que estaba maldito y que era el mismísimo Satanás. Otros justificaban la tragedia alegando que solo había sido una racha de mala suerte. El tercer rayo fue el que lo dejó sentado para siempre en la silla de ruedas. Ocurrió dos años después de los funerales de los quintos. Por aquel entonces, Félix tenía problemas para encontrar trabajo. Casi nadie en el pueblo lo quería cerca. La mayoría le tenían miedo. Nicolás fue de los pocos que no hizo caso de las habladurías y le contrataba de vez en cuando para que lo ayudase con algunas tareas. El bueno de Nicolás siempre fue una persona generosa y de buen corazón. Aquel nefasto día Félix estaba en el prado ayudando a Nicolás a ordeñar las vacas. Esta vez el rayo impactó de lleno contra ellos. La electricidad recorrió la columna vertebral de Félix, destrozándosela, y dejándole paralítico de cintura para abajo. Lo peor de todo fue la terrible muerte de Nicolás. Los vecinos que hasta entonces defendían a Félix se unieron al grupo de los que creían que estaba maldito y convocaron un pleno en el ayuntamiento para tomar medidas de cara a futuros incidentes. Después de mucho discutir llegaron a un acuerdo. Cuando el cielo viniese negro, una pareja de la guardia civil se encargaría de escoltar a Félix a las afueras del pueblo y dejarlo allí hasta que escampase. A tal efecto levantaron una caseta con tejavana que sirviera de protección al tullido, si no de los rayos, al menos de la lluvia y el frío.
La tempestad se aproximaba. El sargento Ochoa ordenó a López acelerar el paso. No tuvo que insistir. López sentía una aversión exagerada a las tormentas. Quizá porque años atrás fue testigo directo de la fatídica descarga a la salida de la iglesia. Él vio en primera línea como se freían los mozos. Félix lloraba de impotencia. Meneaba los brazos con movimientos torpes. Como las aspas de un viejo molino que desencajadas de sus ejes eran incapaces de girar formando un círculo perfecto. Llegaron a la caseta y metieron a Félix dentro. Cerraron con un candado y reemprendieron el camino de regreso. Mientras se alejaban oyeron los gritos del infeliz. Les suplicaba que tuviesen piedad y no lo dejasen allí. Un par de gotas se estrellaron en la cara del sargento. Aceleraron el paso. El cielo estaba cada vez más negro. La llovizna dio paso a una borrasca intensa.
-        Esta va a ser de las gordas – presagió López.
-        Corre que nos vamos a calar – ordenó el sargento echando a correr.

De pronto un trueno retumbó por todo el valle. La tormenta había llegado.

pepe pereza

martes, 28 de octubre de 2014

PRÓXIMAMENTE "ROSTROS, AMORES, MALDICIONES - MOHAMED CHUKRI (CABARET VOLTAIRE)

Mohamed Chukri
(Beni Chiker, 1935 - Rabat, 2003)
Mohamed Chukri nació en 1935 en Beni Chiker, un pueblo marroquí del Rif. Educado en una familia pobre, la violencia de su padre le obligó a huir y, con tan sólo once años, vivir en las calles de Tánger rodeado de miseria, violencia, prostitución y drogas. A los veinte años, todavía analfabeto, se marchó a Larache a estudiar. Durante esta etapa de formación entró en contacto con la literatura. En la década de los sesenta, Chukri regresó a Tánger, donde siguió frecuentando bares y burdeles, y donde empezó a escribir sus experiencias personales. Su primer relato, Violencia en la playa, apareció en la revista Al-Adab en 1966. Sus inquietudes literarias le llevaron a codearse con escritores consagrados como Paul Bowles, Jean Genet y Tennessee Williams, encuentros que quedaron recogidos en sus memorias (Paul Bowles, el recluso de Tánger y Jean Genet y Tennessee Williams en Tánger). Además de su producción literaria, también tradujo al árabe poemas de Machado, Aleixandre y Lorca, entre otros. Chukri conoció el éxito internacional gracias a su novela autobiográfica El pan a secas (1973); censurada por escandalosa en los países árabes, no fue publicada definitivamente en Marruecos hasta el año 2000. Tiempo de errores (1992) y Rostros, amores, maldiciones (1996), son las otras dos novelas que conforman la trilogía de su vida. Mohamed Chukri murió en Rabat en 2003.



MÁS LIBROS DE MOHAMED CHUKRI





ANA PATRICIA MOYA - RELATO

Ana Patricia Moya (Córdoba, 1982). Estudió Relaciones Laborales y es Licenciada en Humanidades por la Universidad de Córdoba. Ha trabajado como arqueóloga, documentalista, bibliotecaria, correctora, etc. Actualmente, es culpable \ editora de Editorial Groenlandia (proyecto cultural sin ánimo de lucro especializado en publicaciones digitales). Ha publicado “Bocaditos de realidad”, “Material de desecho”, “Píldoras de papel” (poemarios) y “Cuentos de la carne” (relatos). Sus textos aparecen en distintas publicaciones digitales e impresas, de Europa e Hispanoamérica, así como en antologías literarias (“Heterogéneos”, Editorial Escalera, 2011; “Poetrastros: por favor, tratad con cariño”, LVR Ediciones, 2011); “La vida por delante: antología de jóvenes poetas andaluces”, Ediciones en Huida, 2012; “En legítima defensa: poetas en tiempos de crisis”, Bartebly, 2014, etc). Por sus despropósitos lírico-narrativos ha obtenido alguna que otra mención. Ha sido traducida parcialmente a seis idiomas.

NECESIDAD
El pequeño Ramón apuró, con trocitos de pan, la poca salsa que quedaba en el plato, llevándoselos a la boca con ansía, chupeteándose los dedos, complacido: el estofado estaba delicioso. Doña Rosa se entristeció cuando el niño exclamó que seguía teniendo hambre: ésta le enseñó la olla vacía, y el chiquillo se resignó, acostumbrado a la escasez, y prefirió pasar al postre con un yogurt de frutas caducado. La señora felicitó al que preparó el suculento almuerzo, su esposo, don Gustavo, que desde el sillón de la salita, con su cerveza en la mano, observaba a su familia, en silencio. Por suerte, otro día más habían podido probar bocado, otro día más que evitarían la visita al comedor social, último recurso tal y como reclamaba doña Rosa si las circunstancias se torcían pero que no aprobaba el orgullo del padre. Éste no había querido acompañar a su esposa y a Ramón por falta de apetito. La mujer, mientras recogía la cocina, le regañó porque no quería que acudiera borracho al trabajillo, que si continuaba bebiendo, se pondría malo. Él la ignoró, con los ojos fijos en la pantalla del televisor; molesta, la mujer le arrebató la lata, ya calentorra, increpándole, de nuevo, por abusar del alcohol. Él refunfuñó por lo bajo, sin mirarla a la cara, frunció el ceño, cruzó los brazos y siguió embobado con las noticias deportivas. Doña Rosa acostó al chiquillo en su camita; éste se emperró para que le contara su cuento favorito, y la madre no se pudo negar: sacó un libro y empezó a leer, esperando a que se le cerraran los ojitos. Cuando se quedó profundamente dormido, lo cubrió con el edredón, y arrepentida por su actitud con el buenazo de Gustavo - el hombre con el que había compartido más de quince años de su vida, el que cumplía con su papel de padre de familia a la perfección -, le buscó para disculparse. Y allí seguía, en la salita, con un vaso de whisky barato en la mano. Doña Rosa fue cariñosa: le besó en la frente, le acarició el rostro; su marido padecía una depresión severa que, con suerte, podían tratar gracias a la caridad de los seres queridos, al tanto de su estado de salud y de la precaria situación que atravesaban; él se dejaba llevar por los mimos, hasta que rompió a llorar. Agradeció a doña Rosa su paciencia infinita; escupió, decaído, que estaba hasta los cojones del desempleo, de la medicación de genéricos y sus nulos efectos, de sentirse un fracasado por no conseguir lo suficiente para que su hijo pudiera repetir las veces que le apeteciera. Ella lo abrazó, comprensiva, aunque le disgustaba el carácter derrotista de Gustavo: le tranquilizó confesándole que se sentía muy orgullosa de él, que era un hombre honrado y trabajador, un ejemplo a seguir para el niño, que no era ningún inútil porque le ayudaba mucho con las tareas domésticas, e incluso bromeó con que gracias al paro se descubrió a un genial cocinero en la casa. Don Gustavo, muy serio, enmudeció, pero doña Rosa, más optimista, seguía apoyándolo. Era cierto que el misérrimo subsidio del paro se agotó hacia meses, pero que confiaba ciegamente en él pues porque era un buscavidas que hacía de todo, un auténtico manitas que con chapuzas eventuales conseguían reunir lo necesario para sobrevivir, y que, realmente, eran unos afortunados porque siempre había algo para llenar el estómago. El pobre hombre, agobiado, se escapó de los brazos de su mujer; de un trago, acabó con el whisky; sacó del frigorífico una botella de vino, se sentó en un destartalado taburete y allí se quedó, bebiendo a morro, con la mirada perdida. Doña Rosa desistió de seguir animándolo: no valía la pena hablar con una pared. Muy cortante, le comunicó a su marido que antes de visitar a los abuelos se echaría una larga siesta. La mujer se encerró en el cuarto de matrimonio,  y don Gustavo se quedó a solas con sus pensamientos en la cocina.

Transcurrieron las horas: doña Rosa se había marchado al asilo y el muchacho se fue a jugar a casa de uno de sus amiguitos del colegio. Nada más concluir la limpieza del comedor y los cuartos de baño, don Gustavo cogió la bufanda y el abrigo del perchero y se preparó para ir al trabajillo. Recorrió la ciudad hasta llegar a las afueras; penetró por una de las callejuelas estrechas y se aproximó a un muro pintorreado por horribles grafitis; detrás de unos cubos de basura, una cartera de cuero negro; en su interior, piedras, bolsas de basura, trapos, una petaca, distintos tipos de cuchillos de carnicero; se metió, en uno de los bolsillos, un pedrusco grande, y en el otro, la petaca; en el cinturón, un puñal afilado. Cargó a la espalda la cartera y vagabundeó por aquellos barrios, con todos sus sentidos alerta. Al rato, atisbó, entre las sombras, movimiento: un gato. Se escondió detrás de unos contenedores, acechando al animal que, distraído, merodeaba unos restos de comida desperdigados por el suelo. Sigiloso, apretó los dientes, empuñó el mango del arma blanca, y en un movimiento ágil, el hombre atrapó al animal que, asustado, empezó a dar arañazos y mordiscos al aire en un intento desesperado por zafarse. Un alarido que hizo eco en el callejón marcó el final de la lucha: un corte preciso, rápido y limpio en el cuello del felino. Naturalmente, don Gustavo iba perfeccionando en su trabajo secreto como cazador, y cada vez era más fácil capturar a sus presas. El hombre abrazó, apenado, al pobre gato, y le pidió perdón, pidió perdón para sus adentros, pidió perdón por ser un cabrón, un ser humano abominable que acuchillaba animales abandonados para alimentar a su familia. Colocó el cadáver sobre un trapo, y se concienció de que disponía del tiempo justo para despedazar y guisar al bicho. Apurado y tenso, agarró uno de los cuchillos especiales para cortar huesos que estaba en la cartera de cuero, pero aquella noche él no se encontraba en condiciones: sintió arcadas y tuvo que incorporarse para vomitar en un rincón. Y allí, de pie, sacó la petaca del abrigo: necesitaba un trago para distraer a la  repugnancia que le suponía cortar en pedazos a una bestia. Era carne, necesaria carne, con nutrientes y proteínas para evitar que la anemia se cebara con su hijo, para que no enfermara su mujer. Alzó la vista al cielo: empezaban a caer las primeras nieves del invierno. Tembló de frío. De puro miedo. Y no pudo remediarlo: estalló. Y gritó. Gritó a pleno pulmón, con las manos llenas de lágrimas y sangre; se cagó en el puto país, en la puta crisis, en los putos políticos, en el puto paro, en los putos empresarios que le rechazaban, o bien por su edad, o por su ridículo currículum. Todo por la puta subsistencia. Todo por Rosa y Ramón, su amada esposa e hijo, que llevaban meses ignorando que consumían carne de animales callejeros y que él mismo cocinaba con asco y amor.

sábado, 25 de octubre de 2014

FILAMENTOS DE LUZ


 Alguien llama a la puerta. Me quedo paralizado. No me atrevo ni a respirar. Entre los breves intervalos que el timbre deja de sonar oigo los latidos acelerados y punzantes de mi corazón. Paranoia, pálpito en las venas, vacío, vértigo. Me pregunto quién llama con tanta insistencia. Seguramente sea un representante o algún testigo de Jehová. Sea quien sea no voy a abrir. RRRRRRRRRIIIIIIIIINNGGGGG, RRRRRRRRRRRRIIIIIIINNNGGGG, RRRRRRRRRIIIIIIIINNNNGGGG. La resonancia del timbre entra por mis tímpanos igual que una descarga eléctrica. Un rayo destructor que quema y abrasa todo cuanto hay entre el espacio que separa mis orejas. ¿Por qué insisten? ¿Qué quieren de mí? No voy a abrir. Sé que si permanezco quieto y callado tarde o temprano terminarán yéndose. Es cuestión de esperar, de tener paciencia, de no hacer ruido. Que no se sepan que estoy aquí, que crean que he salido fuera. Oigo pasos que se alejan escaleras abajo. Parece se van. Me acerco hasta la puerta caminando de puntillas, cerciorándome de esquivar las baldosas que están sueltas. Acerco el ojo a la mirilla. Nadie a la vista. Antes de volver al salón me aseguro de que la persona que llamaba se ha marchado definitivamente.
Echo parte de la papela encima de la mesa y preparo dos rayas. Una larga y ancha, la otra más pequeña y estrecha. Ésta última para fumármela en un pitillo. Esnifo la grande y disfruto de ese breve momento en que los alcaloides de la cocaína llegan al cerebro. Un instante mágico donde todo cobra sentido y las endorfinas circulan por las venas a su libre albedrío. Aun me tiemblan las manos. Todavía tengo el miedo metido en el cuerpo. Últimamente siento miedo por todo. Miedo a despertar por la mañana, al agua que gotea del grifo, a la mosca que vuela por encima de la cabeza, al retroceso de mis encías, a abrir los ojos, a cerrarlos. Miedo a estar vivo, a respirar. Cualquier sonido me asusta. El otro día me llevé un susto de muerte. De pronto escuché un ruido muy cerca de mí. Me dio la impresión que alguien estaba masticando al lado de mi oído. Tardé unos segundos en darme cuenta que el ruido que escuchaba lo hacía yo mismo al rechinar los dientes. Ahora me rio al recordarlo pero en su momento me sentí un verdadero idiota. También temo a los sonidos que llegan de la calle. Un frenazo, el pitido de un claxon, la sirena de una ambulancia… Cualquiera de ellos me pone los pelos de punta. Me aterra sobretodo la presencia de la gente. Eso sí que no lo soporto. He tapado las ventanas con papel de aluminio para evitar las miradas indiscretas de los que viven enfrente. He perforado las láminas para que pueda pasar algo de luz. Cuando el sol pega de lleno unos filamentos luminiscentes pasan a través del aluminio y atraviesan la estancia en diagonal. Hebras descendiendo en paralelo y formando una telaraña de luz. Docenas de ellas retozando con tirabuzones de humo y motas de polvo que flotan en el ambiente. Enciendo el cigarro impregnado de droga y me lleno los pulmones con su esencia. Me gustaría poner algo de jazz, pero temo que la persona que ha estado llamando regrese y escuche la música. Seguiré fumando en silencio. Me parece oír algo que viene del rellano de la escalera. Juraría que son pasos. Salgo del salón de puntillas, procurando no hacer ruido. Me sé el recorrido de memoria y podría hacerlo con los ojos cerrados sin pisar una sola de las baldosas que están sueltas. Llego a la puerta y pego el ojo a la mirilla. Trato de abarcar todos los ángulos posibles cambiando de posición. No veo a nadie, aun así no me quedo tranquilo. De vuelta en el salón preparo otro tirito. Nunca es suficiente. Por un momento evalúo el tamaño de la raya e incomprensiblemente se produce un desdoblamiento en mi personalidad.
-       Echa más- me digo.
-       Así es suficiente- me contesto.
-       Venga, mamón, no seas rácano contigo mismo.
Este último argumento termina por convencer a la parte más conservadora de mi cerebro. Justo entonces: PIRIBIRIBI, PIRIBIRIBIRI, PIRIBIRIBIRI… La llamada de teléfono me pilla por sorpresa. El susto ha puesto en funcionamiento las glándulas suprarrenales de mis riñones, en consecuencia la adrenalina segregada da rienda suelta a la mala leche. Descuelgo el auricular y grito:
-       DEJADME EN PAZ DE UNA PUTA VEZ.
Después de colgar me siento mejor, como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Es más, me siento tan bien que pongo música y subo el volumen a tope. El tiro de coca aguarda pacientemente sobre la mesa. No me hago esperar. Esnifo. De inmediato el cuerpo se llena de energía y el alma de esperanza. El día acaba. La luz de la tarde se cuela a través de los agujeros practicados en el papel de aluminio. Llevo más de una semana encerrado en casa. No es que me esconda de nadie, tan solo me he tomado unas vacaciones del mundo. Por eso estoy aquí, esnifando y fumando cocaína. Esnifo y fumo. De esta forma paso las horas. Días enteros con sus noches enteras. Caminando por esa desdibujada línea que separa la cordura del abismo. Renegando del planeta y de todo cuanto hay en él. 

pepe pereza

lunes, 20 de octubre de 2014

VINALIA TRIPPERS - PORTADA DEL Nº 13 "DUELO AL SOL"

Ya estamos llegando, un mes y el nuevo Vinalia está en la calle,
faltan unas correcciones, prueba de imprenta y demás detalles tontos...
para ir calentando motores acá está la portada...
Gracias a todos los que participaron con los textos e ilustraciones!
Aúpa, arriba las pistolas... en breve brindaremos en los bares!!!

ESTAMOS LLEGANDO

PUBLICADO POR MOTORGRAFICO EN

ECONOMÍA DE GUERRA - ANA PÉREZ CAÑAMARES - EDICIONES LUPERCALIA

YA EN PRE-VENTA!!

Ana Pérez Cañamares (1968) nació en Santa Cruz de Tenerife y vive en Madrid. Ha participado en numerosas antologías de relato y poesía. Entre otras: Por favor sea breve; Beatitud. Visiones de la Beat Generation; Resaca/Hank Over. Un homenaje a Charles Bukowski;  23 Pandoras. Poesía alternativa española; La manera de recogerse el pelo. Generación Bloguer y Tiros libres. Relatos de baloncesto. Ha publicado los siguientes libros: La alambrada de mi boca, En días idénticos a nubes, Alfabeto de cicatrices, Entre paréntesis (casi cien haikus) y Las sumas y los restos (V Premio de Poesía Blas de Otero-Villa de Bilbao 2012). Algunos de sus poemas han sido traducidos al griego, portugués, inglés, croata y polaco.

14 x 21 cm.
Nº de páginas: 136
GÉNERO: Poesía
Editorial: LUPERCALIA EDITORIAL
Lengua: ESPAÑOL
Encuadernación: Rústica con solapas
ISBN: 9788494261671
Año edición: 2014
Plaza de edición: LA ROMANA


lunes, 13 de octubre de 2014

CARTA ABIERTA A LA OPERACIÓN ARAÑA – GABI OCA FIDALGO


No le puedes llamar sinvergüenza a alguien que no tiene vergüenza..... es tan cansino como barrer hojas en medio de una ventisca. No puedes esperar que tenga pudor alguien que carece del mínimo sentido del ridículo. Es absurdo, es tiempo perdido..... hace tiempo que España perdió la poca vergüenza que le quedaba, de su sentido del ridículo podría hacerse un tratado. 
Todo está dicho, no hay nada que rebatir: Estamos en manos de los grandes defensores de la patria, paladines de las buenas formas y el decoro, que son faro de nuestras raíces y abolengo, patriotas de catecismo y opusdei, de tortilla y pandereta, que ponen coto al aborto cual obispo misógino, mientras escuchan sin rubor cómo tildan de puta arrastrada a su patria desde Alemania. 
Esto pinta mal, muy mal. Y conste que me importa tres cojones como tilden a España los teutones, verdes las siegan, en ese aspecto..... y desde hace siglos, verdes al menos después de fundir los ahorros poniendo picas en Flandes, y eso encima para apostar por Torquemada pasando un mazo de Lutero.
Pero qué les vamos a contar, si hace tanto tiempo que España perdió su capacidad de gobernarse que ya ni lo recuerdo...... 
Lo que me enerva, lo que me quita el sueño, por lo que entro a pegar voces en este chiringuito vigilado, es por este GRAN HERMANO que nos van colando por la cara. Quiero decir que me voy a cagar hasta en los muertos del Rey Borbón para que sepan bien de lo que hablo, o de Gallardón, o de Botín, o de la santa Infanta y su consorte, o de ese Golum que tenemos en hacienda y que sigue empeñado en buscar en las arcas su tesoro, en esa hacienda que es de todos…. La lista es tan larga como el memorial de sus delitos. 
Así que sí, voy a cagarme en sus muertos más recientes, y a seguir deseando que los MATEN A TODOS. Porque parece ser que la cuestión está ahí, en lo que quieres o anhelas: que uno ya no puede desear la muerte a nadie, y menos por escrito, ¡y mucho más si el escrito es difundido!, y no porque no se cumpla si lo expresas, como cuando tiras la moneda al pozo y pides el deseo. No no no, ¡es que resulta que ahora es enaltecimiento del terrorismo!, fíjese usted…. Desear la muerte a un payo, algo tan sano, tan cristiano, algo tan español desde siempre, de toda la puta vida, pues sí, desearle la muerte a un cerdo ahora es enaltecimiento del terrorismo. Y si encima lo rimas y la peña te sigue, ¡entonces ni te cuento!
Pero vamos a dejar de bromear, vamos a desear que los maten a todos de verdad. Vamos a recordar que llevo dos días detrás de esto, con la idea en la cabeza, sin tiempo para ponerme a ello, y que al final me he decidido. Mayormente porque sí, sólo por ver si mañana vienen a detenerme a mi, si vienen a juzgarme a mí también.... juzgarme por enaltecimiento del terrorismo, ¡que ya es que sería para troncharse de la risa! A mí, yonqui fino desde crió, hasta que largué la mala vida en una curva para preocuparme sólo por los libros. 
Y es que ahí está el quite, canallas: que aunque no tenga ideología sí que tengo biblioteca. Y así es que puedo decir y asegurar que tenemos un rey rastrero y majara, un regente del que toda persona medianamente ilustrada, y que no se deje adocenar por la telemierda, sospechará seriamente que mató a su hermano para quedarse con el juguete más preciado, y que no fue otro que el trono de España servido en bandeja por un caudillo que le dejaba bien marcado el plan de vuelo. Sólo así se puede entender que jamás se juzgase a los subordinados del generalísimo, a la turba de verdugos que sembraron de cadáveres las cunetas del pueblo; sólo así se puede entender que se nieguen sistemáticamente a esclarecer los hechos, a enterrar decentemente esos restos despojados; sólo así se puede llegar a asimilar que llamaran ejemplar transición a un trasvase de poderes vergonzoso y solapado; sólo así se puede entender que llamen democracia al mantenimiento de un régimen que sólo se lavó la cara en la pila del agua bendita, que se adecentó para mostrar las urnas en el escaparate de Europa mientras las mismas momias milenarias seguían aferradas a sus sillas… y así así, per secula seculorum…
Quiero decir con esto que sé muy bien de lo que hablo, que sé muy bien lo que es el terror y el terrorismo, como cualquier hijo de vecino. Que reconozco el enaltecimiento del terrorismo porque lo llevo viendo toda la vida, porque lo mantienen en el aire como las esporas de un virus. Pero es que de un tiempo a esta parte me lo están metiendo por la boca como un purgante o lavativa. 
Y eso es lo que no voy a permitir, o dejar pasar sin abrir la boca, que es mayormente por lo que al fin me he decidido: no voy a permitir que os escaqueéis, hijos de puta. Vamos a dejar claro que aquí los únicos que promueven el terror sois vosotros, ¡marranos! Vamos a gritar bien alto que ¡terrorismo es lo vuestro, asquerosos! Terrorismo es mantener a una iglesia asesina, una iglesia ladrona, una iglesia cobarde, Terrorismo es dar el dinero de nuestros impuestos a esos pederastas mientras la peña no cubre sus necesidades básicas; terrorismo es tiranizar los medios de comunicación en un país al borde del colapso; terrorismo es llamarnos pueblo soberano durante dos meses y reírse de nosotros durante cuatro años, y eso mientras fundís las arcas del estado como si fuese la bodega de vuestro cortijo; terrorismo es asesinar la mínima esperanza: dejar a la gente sin trabajo, sin vivienda, sin dignidad; terrorismo es exprimir el presente hipotecando el futuro para repartirlo entre los colegas de compadreo; terrorismo es cercenar de cuajo la educación para ponerla en manos del señorito, accesible tan sólo a su poder adquisitivo, condenar a ser un mozo de almacén a la gente sin posibles aunque valga y darle carrete al dueño del cortijo aunque tenga acémilas por hijos.
Y en fin, con punto y aparte para acabar de enumerar, terrorismo y sin perdón, es desmantelar una sanidad que era ejemplo en el mundo para convertirla en una clínica privada del estupro y la desvergüenza, punto cero de vuestros compadreos infames y de vuestra educación jesuita. Y esto por dejar tranquilas a las putas madres que os parieron, que aunque sean unas santas como madres, no dejan de merecer la horca por haber parido a semejante atajo de carroñeros.
Y así podría seguir hasta la nausea... Esa nausea que me da veros en el rastro fugaz entre peli y película, esa vergüenza ajena al contemplar la desfachatez enquistada, el vocabulario polvoriento, los modales, la hipocresía.... Esa nave podrida por la carcoma que es España y que zigzaguea a la deriva mientras el capitán y los marinos se reparten el botín en la sentina.
¡Y vosotros!, ¡vosotros!, ¡perros rastreros!,.. ¿os atrevéis a llamar a un poeta terrorista? 
No.... Terrorismo es lo vuestro, ¡asquerosos! Terrorismo es tangar a la gente y decirla que han vivido por encima de sus posibilidades, ofrecerles el ful y el periful en este mangoneo de gobierno bipartito, una jujana que sólo le rinde al que va caliente, un combate electoral entre cerdos y marranos para darle carne al noticiario. Una dieta reducida para asustar y adocenar con el fin de crear borregos castrados. ¡Qué futuro más cachondo!
Nooooooo..... Terrorismo es no tener un gobierno alternativo al que votar, no encontrar una izquierda que me represente. Y lo peor, lo más grotesco: ver a esos canallas hablando de democracia con la polla atrancada en la boca, llenándose las fauces de lefa, tildando de fascista a todo el que grita. Ellos, que fueron acunados con el cara al sol cantado como nana. Que se hacen fotos con los cachorros de sus juventudes estirando el brazo delante de una esvástica, que celebran el aniversario del golpe con comilonas y bacanales invitando a sus secuaces. En privado o en abierto porque les da igual la partitura: ellos son el pueblo elegido, ellos no hacen enaltecimiento del terrorismo.
Sí, cerdos, sí: terroristas sois vosotros, ¡asquerosos! Desde el come mierda de Felipe Glez al cobarde de Mariano Rajoy, de la guarra que tenemos como infanta a ese transformista que se llama Gallardón y que se ve con el deber de gobernar en todos los coños de españa. 
Hoy, ayer, hace unos días…. entré de paso en el fais para ver que habían detenido a Aitor Cuervo Taboada, un poeta leonés. No sé quién es ni me interesa, no lo conozco, pero metiendo su nombre en guguel medio rápida respuesta. Después me enteré que habían detenido a mogollón de peña en todo el territorio. Ni más ni menos que por gritarles las verdades a la cara.
De rodillas nos tenéis, y no conformes con darnos por el culo, nos echáis el aliento en la nuca. Vosotros sois los terroristas, y los que atentáis contra la mínima dignidad con la que merece vivir el ser humano. ¡Y YO QUIERO MATAROS A TODOS!
Si eso es terrorismo, ya podéis venir a detenerme.



miércoles, 8 de octubre de 2014

TRENES


El tren siempre pasa cuando están diciendo algo interesante en la radio y, joder, me quedo sin escucharlo. No sé cómo coño lo hacen pero siempre eligen el momento más inoportuno para pasar. Malditos trenes. Vivo en un piso de alquiler que está a treinta metros escasos de la vía. La verdad, no es mal sitio para vivir, aunque esté a las afueras. Hay buenas vistas y la renta no es del todo cara. Si no fuera por los jodidos trenes y la escandalera que meten la casa estaría genial. Llevo viviendo aquí casi cinco años y sigo sin acostumbrarme a ellos. Lo peor es por la noche. De madrugada y en pleno silencio es cuando más se les oye. Al principio salía al balcón para verlos pasar. Me gustaba ver a los pasajeros dentro de los vagones. Eran como diapositivas que pasaban a toda velocidad. Imaginaba que yo era uno de los viajeros. Y soñaba con viajar a lugares remotos y desconocidos. Ahora no me gustan los trenes, al menos los que pasan por delante de casa. También he dejado de imaginarme destinos y ciudades lejanas. Es una tontería y una pérdida de tiempo. Prefiero mil veces estar en mi habitación escuchando la radio que en cualquier otro sitio, por muy lejano y desconocido que sea. Escuchar la radio mientras hago flexiones es lo mejor que hay. A mí es lo que más me gusta. Si eliges buenos programas puedes aprender muchas cosas a la vez que te mantienes en forma. El otro día un tipo hablaba de la inexistencia del presente. Aseguraba que el presente tal como lo entendemos los seres humanos no existe. Según sus palabras hay un pasado y un futuro, pero no un presente. Decía que el cerebro humano tarda unas milésimas de segundo en procesar cualquier dato, por lo tanto cuando termina de procesarlo ese dato ya pertenece al pasado. Por ejemplo, alguien te roza la mano. Pues bien, para cuando las neuronas son conscientes de que te han rozado la mano ya es un hecho consumado. Al oírlo me quedé sin aliento. Creo que entendí bien sus palabras porque justo en el momento que lo estaba explicando pasó un tren de mercancías. Uno que debía medir un kilómetro de largo. Tardó un siglo en pasar y cuando lo hizo el conferenciante hacía ya rato que había dejado de hablar. Me jode perderme cosas interesantes por culpa del ruido de los trenes. En cuanto termine la serie de cien abdominales cambiaré de emisora y pondré un programa que habla sobre literatura contemporánea. La gente piensa que por ser un musculitos no me interesa desarrollar el pensamiento. Están muy equivocados. Lo que es bueno para el cuerpo lo es para la mente. Esto también lo aprendí de la radio. La tele es una mierda, pero la radio es otra cosa. De hecho yo no tengo tele, no la necesito. Si me aburro pongo la radio y enseguida encuentro algo que me distrae… noventa y cinco, noventa y seis, noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve y CIEN. Mola terminar una sesión de cien abdominales y notar todos los músculos tensos y doloridos. Es una sensación que me hace sentir poderoso. En la nueva emisora están hablando de la obra del escritor Raymond Carver. No he leído nada de él. Debe de ser muy bueno porque lo consideran, junto con Chejov, el mejor relatista del siglo XX. Apunto alguno de los títulos de sus libros e inicio una tanda de cincuenta flexiones. Escuchar la radio a la par que me ejercito me estimula. El esfuerzo es menor si estoy concentrado en las palabras de los locutores… treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y… Suena el teléfono. Termino la tanda y contesto. Es Martín. Martín siempre llama cuando tiene un asunto entre manos.
-        ¿Qué pasa, Martín?
-        Oye ¿quieres ganarte unas pelas?
-        ¿Haciendo qué?
-        Poca cosa. Solo tienes que acompañarme.
-        ¿Adónde?
-         A recoger un paquete.
-        ¿Qué tipo de paquete?
-        Estás muy preguntón, tío. Haz otra y paso de ti.
-        ¿Cuánto voy a cobrar?
Ha colgado. La verdad es que no me apetece moverme, prefiero seguir aquí con mis ejercicios. He perdido el hilo del programa. Pongo atención y reanudo la sesión de ejercicio con las mancuernas. El locutor habla de la influencia del editor Gordon Lihs en la prosa de Carver, pero justo cuando la charla se pone interesante pasa un tren y durante un par de minutos dejo de oír lo que dice. Cuando el tren se aleja vuelve a sonar el teléfono. Es Martín.
-        ¿Vienes o qué?
Dejamos atrás la cuidad. Dentro de la furgoneta huele a tabaco y sudor. Aguanto el olor a sudor pero el tufo del tabaco no lo soporto, por eso voy con la cabeza asomada por la ventanilla. El viento choca contra mi cara y si abro la boca los papos se inflan con el aire. Me gusta que se inflen y dejar la boca abierta hasta que se seca la saliva. Martín dice que un día voy a tragarme una avispa. Me da lo mismo, además peor es lo suyo que se come los mocos con la mayor naturalidad. Es la verdad, Martín tiene la fea costumbre de hurgarse las narices y comerse lo que saca de ellas. Un puto asco. Salimos de la carretera general y nos adentramos por una comarcal que está llena de baches. A ambos lados de la calzada hay centenares de olivos con sus troncos grumosos y retorcidos. En el cielo una cigüeña vuela con unas ramas colgando de su pico. Escuché en la radio que las cigüeñas ya no emigran. Prefieren quedarse en sus nidos cerca de las ciudades. Algo relacionado con el cambio climático. Las entiendo perfectamente, si no fuera porque tengo que pagar el alquiler y comer yo tampoco me movería del nido.
Llegamos a un pueblo que se llama Penas de Cameros. El cartel donde lo he leído está lleno de marcas de perdigonazos. No nos adentramos en el pueblo. Lo que hacemos es coger un camino de tierra que lleva a un caserón con las paredes de piedra. Martín detiene la furgoneta a la entrada.
-        Quédate aquí.
-        Ok.
Martín baja de la furgoneta, se acerca a la vivienda y llama a la puerta. Le abren y entra. Me apetece estirar las piernas así que yo también me apeo. Un poco más allá hay un parque con unos columpios. Aprovecho para colgarme de la barra horizontal y hacer unas flexiones. Nunca está de más hacerse una tanda. Al llegar a las treinta y nueve oigo un chiflido. Es Martín. Lleva un paquete del tamaño de una caja de zapatos envuelto en papel de estraza.
-        Vamos, musculitos.
Me jode que me llame así pero paso de comentarle nada porque si lo hago me lo dirá a todas horas. Me acerco hasta él. Me pasa el paquete y se enciende un cigarro. Me niego a viajar mientras fuma, por eso lo hace antes. Cuando apaga el pitillo nos subimos a la furgoneta y emprendemos el viaje de vuelta. Calculo que el paquete pesa un par de kilos, tres como mucho. Me pregunto qué hay en la caja. La agito al lado de la oreja para intentar adivinar el contenido.
-        Ey tío, no hagas eso.
Dejo el paquete entre los pies y saco la cabeza por la ventanilla.
Llegamos a la urbe. Antes de entrar cogemos el desvío que lleva al polígono industrial. Luego nos desviamos por el camino que hay a la izquierda y finalmente llegamos a un poblado de chabolas que circunda las afueras de la ciudad. Conozco el sitio porque he acompañado a Martín varias veces hasta aquí. Aparcamos junto a un patio que está lleno de basura. En frente está la casa donde nos dirigimos.
-        Quédate aquí y si no salgo en diez minutos entras a buscarme.
-        Ok.
Le paso el paquete y sale de la furgoneta. Antes de llamar a la puerta de la vivienda se toma un momento para encenderse un cigarro. Se le ve nervioso. Siempre se pone así cuando tiene que entrar en ese antro. Después de dar unas apresuradas caladas tira el cigarro al suelo y llama al timbre. Le abre la misma gitana gorda de siempre. Entra y cierran. Atardece y el sol se esconde por detrás de los tejados de uralita y chapa. Oigo un tren que pasa. Las vías están al otro lado del poblado y se escucha con claridad el traqueteo de las ruedas sobre los raíles. Se me ocurre que ese mismo tren pasará por delante de mi casa en pocos minutos. Ese pensamiento me hace desear estar en mi habitación escuchando la radio. Miro la hora. Martín lleva más de siete minutos dentro de la chabola. Normalmente no suele tardar tanto. Justo cuando estoy a punto de preocuparme se abre la puerta y aparece. Menos mal. Se enciende un cigarro y me guiña un ojo. Todo va bien.
-        Entrega hecha. Hora de tomarse una cerveza.
-        Prefiero que me pagues y me lleves a casa.
De camino veo una librería. Le digo a Martín que me bajo aquí. Detiene la furgoneta en el arcén y nos despedimos hasta la próxima.
En vez de perder el tiempo rebuscando entre las estanterías abordo directamente al librero. Pregunto por Raymond Carver. Echa una mirada al catálogo de su ordenador y me confirma que tienen varios de sus libros. Le pido algunos de los títulos que llevo apuntados. La mayoría están disponibles. Tengo que decidirme por uno. Elijo “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”. De todos los títulos este es el que más me llama la atención. Pago y salgo a la calle con el libro la mano. Lo abro y leo las primeras líneas del primer relato. Suenan bien. Creo que he acertado con la compra. Podré leérmelo mientras le doy caña a las mancuernas. De vez en cuando viene bien cambiar la radio por un libro.
Al acercarme al barrio veo que a lo lejos hay un tren detenido en la vía. Puede que esté esperando a que salga otro de la estación. Me extraña que esté ahí parado pero no le doy mayor importancia. Según enfilo la avenida que lleva a mi casa un perro se cruza en mi camino. Me fijo que en la boca lleva una pieza de carne y que a su paso va dejando pequeñas gotas de sangre sobre el pavimento. Juraría que lo que lleva entre los dientes es el trozo de un pie humano. Pero no, debo de haber visto mal. Entonces advierto que cerca de las vías hay un grupo de gente y varios coches de policía. Me acerco a curiosear. Por lo que dicen el tren ha atropellado a alguien. Se comenta que ha sido un suicidio. Escuché en la radio que el índice de suicidios había aumentado en los últimos años un treinta y siete por ciento. Lo achacaban a la crisis y al desempleo. Lo siento por el pobre atropellado pero esto es la jungla y aquí solo sobreviven los más fuertes. En fin, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Hablando de bollos, tengo hambre. Me separo del grupo y regreso a casa pensando en qué me voy a hacer para cenar.


pepe pereza

viernes, 3 de octubre de 2014

EL ESPACIO QUE NOS SEPARA


Estás frente al televisor contemplando la pantalla en negro. Me pregunto qué es lo que buscas dentro del rectángulo oscuro. Intuyo que tu mirada llega más allá de la negrura. Te saludo pero no contestas. Sigues atenta al monitor, ajena a mi presencia. La medicación te deja los labios secos y agrietados, no obstante me muero por besarlos. Te apartas de mí cuando lo intento. A esta hora el sol entra por la ventana y se posa en tu espalda como un manto de seda. Te siento tan distante que es como si no estuvieras. Sé que tu cabeza viaja por universos a los que yo nunca podré llegar. Sin embargo tu cuerpo sigue aquí, tan deseable como el primer día. Aun recuerdo esa primera imagen de ti avanzando por el pasillo de la facultad. El brío con el que andabas. Tus ojos cuando miraron directamente a los míos. Noté literalmente cómo me atravesaban. Ahora ya no miran, vagan cansados por la habitación buscando una grieta por la que escapar a esos universos extraños. Te hablo aunque no escuches. Te cuento que en casa me siento solo. Que te echo de menos. Que las plantas se mueren sin ti. Que los platos se acumulan en el fregadero y el correo en el buzón. Que a pesar de tu aspecto desaliñado te sigo deseando. Que daría diez años de vida por volver a estar dentro de ti. Te digo todo esto muy cerca del oído. Susurrando las palabras para que no te asustes. Huelo el olor que sube de tus sobacos. Las pastillas te hacen sudar y tú te niegas a ducharte. Las enfermeras dicen que le has cogido miedo al agua. Me resulta extraño de creer. Por lo que recuerdo siempre te encantó nadar. De hecho, tu sueño era que viviésemos en una casa de madera junto a un lago. Quedan tan lejos esos sueños. El pelo te cae por la cara, desordenado y sucio. Lo aparto de tus ojos para que puedas seguir mirando la pantalla negra del televisor. Al entrar me han advertido que tenga cuidado, dicen que últimamente te pones agresiva y te da por atacar a los que se te acercan. No me preocupa, pese a que el otro día, en el patio, le arrancaste la cabeza a una paloma de un mordisco. Me lo han contado cuando les he preguntado si estabas mejorando. Me parte el alma verte así. Si supieras el dolor que me causa. Ayer me puse a ojear las fotos de nuestra boda. No pude reconocernos. Esas personas que sonreían a la cámara no éramos nosotros. Eran otros que se nos parecían. Quise regresar a aquellas jornadas de felicidad hasta que me di cuenta que esos días nunca volverán. Estuve llorando como un niño toda la tarde. Puedes creértelo. Amor mío, ojalá pudiera hacer algo para ayudarte. Ojalá puedan los médicos. No debemos perder la esperanza. La esperanza es lo último que se pierde. Eso dicen. Aunque he de reconocer que estoy harto de de agarrarme a ese estúpido anhelo. Tú y yo sabemos que nada volverá a ser como antes. Los meses pasan y tú sigues aquí. Con cada visita me doy cuenta de tu deterioro. Cada vez que vengo estás más lejos. Imposible llegar a ti. Llevado por la desesperación te zarandeo. Un intento frustrado por sacarte del abismo. Tu cabeza baila al son de mis sacudidas mientras que tu vista sigue clavada la pantalla. No puedo más. Me voy hacia el aparato, lo arranco del soporte que lo sujeta a la pared y lo arrojo contra el suelo. El televisor se rompe en mil pedazos. Por un momento el estallido seco que produce te devuelve a la realidad. Miras por el rabillo del ojo y te retiras a un rincón. Amor mío, has cambiado tanto desde la primera vez que te vi. ¿Recuerdas aquel tiempo donde hacíamos el amor a diario? ¿Lo recuerdas? Yo sí. Como si fuera ayer. No obstante me cuesta creer que esa pareja que se revuelca entre las sabanas fuéramos nosotros. Ahora la idea de paladear un segundo de felicidad se vuelve imposible de imaginar. Desde el rincón me culpas de lo que pasa. Lo veo en tu aptitud. Siempre te ha gustado cargar sobre mí toda la responsabilidad. Tal vez tengas razón. Quizás sea yo el único culpable. Claro que eso carece de importancia. Sé que está prohibido fumar, pero tengo los nervios destrozados y necesito un poco de nicotina. Me enciendo un cigarro. Tú nunca has fumado. Piensas que es un vicio caro además de estúpido. En eso no te voy a quitar la razón. Aun así permíteme este pequeño desahogo. Por cierto, se me ha olvidado contarte que el martes pasado estuvo en casa esa amiga tuya que viste siempre de negro. No consigo recordar su nombre. El caso es que vino con una tarta de queso que había hecho para ti. Quería que te la trajese cuando viniera a visitarte. La tarta tenía una pinta estupenda y esa misma noche me la comí. Estaba deliciosa. Espero que sepas perdonarme pero comprenderás que estoy harto de restaurantes y bares de carretera. Y si me comí la tarta fue más que nada porque echo de menos tus guisos y a falta de estos quise degustar algo que estuviese cocinado por alguien cercano a ti. Apoyas la espalda en la pared y dejas que se deslice hasta que quedas en cuclillas. Luego te tapas los oídos con las manos. ¿No quieres oír lo que digo? ¿Prefieres que me calle? Tienes razón, ya está todo dicho, para qué malgastar saliva. Es mejor guardar silencio y viajar a universos extraños. Para qué perder el tiempo con redenciones de última hora. Entro en el baño y arrojo la colilla del cigarro al inodoro. A veces me pregunto si no sería mejor dejar de visitarte y comenzar una nueva vida. Sabes perfectamente que puedo hacerlo. Con esfuerzo y dedicación podría llegar a olvidarme de ti. Y pasado algún tiempo buscar una mujer que te sustituya. Tiene gracia ¿verdad? Ríete todo lo que quieras… Por la puerta aparece una de las enfermeras.
-        ¿Qué ha pasado aquí?- dice señalando los restos del televisor.
-        No se preocupe, yo me haré cargo de los gastos.
Se acerca a tu lado para comprobar que estás bien. Aprovechando que la tienes cerca levantas las manos con intención de arañarle la cara, pero antes de que culmines tu ataque consigo sujetarte las muñecas. Me miras directamente a los ojos. Es la primera vez que lo haces desde que he llegado. Con la mirada me exiges que te suelte. Obedezco al instante. La enfermera se aparta a un lado. Le pido que nos deje solos. Asiente y sale. Se nota a la legua que te tiene miedo. Deberías dejar de atacar a la gente. Con esa aptitud es difícil que mejores. No te enfades, cariño. Si te digo esto es por tu bien. Qué más quisiera yo que sacarte hoy mismo de aquí, pero agrediendo al personal lo único que haces es empeorar la situación. Al mirar por la ventana aprecio un paisaje pleno de normalidad. Todo se rige de acuerdo a unas normas establecidas, no obstante al volver la vista a estas cuatro paredes esas mismas reglas dejan de tener sentido y se cristianizan en caos. Estoy cansado de seguirte a cierta distancia por este camino que andas. Cansado de buscar vida en tus ojos, cansado de dejar pasar el tiempo esperando el día que te dé por regresar. Al perder el control de tu vida pusiste patas arriba la mía. Es hora de hacer frente al desconcierto. Salir del remolino que me sacude. Nadar hasta la orilla y dejar que te lleve la corriente. Lo siento mi amor, ya no tengo fuerzas para mantenerte a flote. Debo dejarte marchar hacia esos universos extraños a los que yo nunca podré llegar. He venido a despedirme. Darte el adiós definitivo. Ya sé que siempre digo lo mismo y que luego termino volviendo. Esta vez va en serio. Lo he estado meditando y he llegado a la conclusión que merezco una vida alejado de ti. Puedes reírte todo lo que quieras, pero si tuvieras el valor de mirarme a los ojos sabrías que no miento. Antes de irme me gustaría darte un beso en la boca. Degustar tu lengua una vez más, la última. Un beso que rompa el vínculo que nos une. Solo te pido eso. Me acerco a ti muy despacio. Te cojo suavemente por la barbilla y atraigo tu boca hacia la mía. Entonces me clavas las uñas en la cara. Noto como la carne se abre al paso de tus dedos y la sangre caliente cayendo por el cuello. No hago nada por defenderme. Dejo que atravieses mi piel sin oponer resistencia. Es el precio que debo pagar por mi libertad y lo acepto.


pepe pereza