Hizo autostop, pero su aspecto era tan descuidado que nadie se atrevió a recogerlo.
Le costó una semana llegar a su ciudad. La ciudad en apariencia no había cambiado. Sin embargo, los ruidos a los que antaño estaba acostumbrado ahora le parecían insoportables y estridentes. Y los olores que antes le eran familiares, ahora le resultaban, como poco, nauseabundos. El aire estaba viciado. Todo se movía demasiado deprisa. Por todas partes había un exceso de gente y vehículos. No recordaba que la vida en la ciudad fuera tan insoportable. En el bosque se había acostumbrado a un ritmo tan diferente que se sintió como un extraterrestre. Llegó frente a su antigua casa. El jardín estaba más descuidado, por lo demás todo parecía igual que siempre. Llamó a la puerta y esperó a que abrieran. Lo hizo su mujer. Estaba embarazada de seis meses y lucía una soberana barriga. Ella, de primeras, no le reconoció y pensó que era un vagabundo cualquiera.
- En esta casa no damos limosnas. – dijo con cierto desdén. Y se dispuso a cerrar la puerta.
- Marta, soy yo.
Ella lo miró de arriba abajo. Cuando le reconoció se llevó las manos a la boca en un gesto de sorpresa. No podía creerse que esa especie de Robinsón Crusoe fuese su marido. Fue como estar delante de un fantasma.
- Te creíamos muerto – admitió ella con el gesto lívido.
- Pues ya ves que no lo estoy… ¿Puedo pasar?
- Claro. Pasa…
Ella se apartó a un lado y le dejó paso. Él se quitó la mochila de la espalda y la dejó junto al paragüero de la entrada. La caña de pescar la metió en el paragüero. De la lanza se había desecho durante el camino.
- ¿Tienes hambre? Estaba preparando la comida… - dijo ella guiándole hasta la cocina.
- Llevo varios días sin comer – admitió él.
- ¡Dios mío! No me extraña que estés tan delgado.
- Sí, he perdido algo de peso.
- ¡Algo! Te has quedado en los huesos. Ahora mismo te preparo un buen chuletón, con ajito frito y pimientos. Como a ti te gustaba.
- Vale… Aunque llevo tanto sin probar la carne que no sé si mi estomago lo admitirá.
- ¿Te has vuelto vegetariano?
- No, no es eso. Últimamente solo como pescado.
- Entonces te vendrá bien un poco de carne. Así recuperas fuerzas…
Ella puso una sartén al fuego y sacó un chuletón de la nevera.
- Veo que vas a ser madre.
- Sí…
Él notó como ella casi se echa a llorar e intuyó que algo le iba mal.
- ¿Te pasa algo? – preguntó por si podía ayudar en algo.
- Estoy bien.
Él sabía que ella estaba mintiendo pero no quiso insistir.
- ¿Por qué te fuiste? – le preguntó ella.
Él se lo pensó bien antes de responder. Luego añadió:
- Supongo que porque ya no me querías.
Después de su contestación se produjo un incomodo silencio. Ella se limitó a pelar unos cuantos ajos. Él, por su parte, no pudo evitar deleitarse con el aroma que desprendía la carne asándose al fuego. De pronto y sin previo aviso, el silencio se vio interrumpido por el lamento quejumbroso de sus tripas. Fue tan evidente que ambos terminaron riéndose.
- Queda claro que estás hambriento – dijo ella sonriendo.
- Pregúntale a mis tripas.
De nuevo se rieron.
Ella terminó de picar los ajos y los echó a la sartén haciendo crepitar el aceite. La cocina se llenó con aroma de los ajos friéndose junto a la carne.
- ¿Y a qué has venido? – le preguntó sin quitar la vista de la sartén.
- A matarte.
Ella sintió un escalofrío, pero siguió como si nada sin levantar la vista de la sartén.
- ¿Los pimientos los prefieres verdes o rojos?
- Verdes.
Abrió la nevera y sacó un par de pimientos verdes del compartimiento de las verduras. Después, sobre la mesa, los fue troceando.
- ¿Así que has venido a matarme?
- En un principio sí.
- ¿Y puedo saber por qué?
- Por engañarme con Ricardo, mi mejor amigo.
- Entonces… ¿sabías lo nuestro?
- Os vi…
Añadió otra sartén al fogón y cuando el aceite se calentó echó en ella los trozos de pimiento verde. El chuletón estaba en su punto. Lo sacó de la sartén junto a los ajos y lo sirvió en un plato.
- Vete comiéndote el chuletón mientras se terminan de hacer los pimientos.
- ¡Hum! Huele de maravilla.
- ¿Quieres un poco de vino?
- Por favor.
Ella le sirvió un vaso de vino. Él cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.
- ¡Joder, es lo mejor que he comido en años! – dijo con la boca llena.
- Y bien ¿Qué piensas hacer?
- ¿Respecto a qué?
- ¿Vas a matarme?
- No, dado tu estado. Tu hijo es inocente y no tiene la culpa de nada.
- ¿Entonces?
- Entonces, no me queda otra que perdonarte. Si te parece bien.
- Me parece bien.
- Pues eso… te perdono.
- Gracias.
- De nada.
- ¿Los pimientos los prefieres muy hechos?
- No mucho.
Ella retiró la sartén del fuego y se los sirvió directamente en el plato.
Le costó una semana llegar a su ciudad. La ciudad en apariencia no había cambiado. Sin embargo, los ruidos a los que antaño estaba acostumbrado ahora le parecían insoportables y estridentes. Y los olores que antes le eran familiares, ahora le resultaban, como poco, nauseabundos. El aire estaba viciado. Todo se movía demasiado deprisa. Por todas partes había un exceso de gente y vehículos. No recordaba que la vida en la ciudad fuera tan insoportable. En el bosque se había acostumbrado a un ritmo tan diferente que se sintió como un extraterrestre. Llegó frente a su antigua casa. El jardín estaba más descuidado, por lo demás todo parecía igual que siempre. Llamó a la puerta y esperó a que abrieran. Lo hizo su mujer. Estaba embarazada de seis meses y lucía una soberana barriga. Ella, de primeras, no le reconoció y pensó que era un vagabundo cualquiera.
- En esta casa no damos limosnas. – dijo con cierto desdén. Y se dispuso a cerrar la puerta.
- Marta, soy yo.
Ella lo miró de arriba abajo. Cuando le reconoció se llevó las manos a la boca en un gesto de sorpresa. No podía creerse que esa especie de Robinsón Crusoe fuese su marido. Fue como estar delante de un fantasma.
- Te creíamos muerto – admitió ella con el gesto lívido.
- Pues ya ves que no lo estoy… ¿Puedo pasar?
- Claro. Pasa…
Ella se apartó a un lado y le dejó paso. Él se quitó la mochila de la espalda y la dejó junto al paragüero de la entrada. La caña de pescar la metió en el paragüero. De la lanza se había desecho durante el camino.
- ¿Tienes hambre? Estaba preparando la comida… - dijo ella guiándole hasta la cocina.
- Llevo varios días sin comer – admitió él.
- ¡Dios mío! No me extraña que estés tan delgado.
- Sí, he perdido algo de peso.
- ¡Algo! Te has quedado en los huesos. Ahora mismo te preparo un buen chuletón, con ajito frito y pimientos. Como a ti te gustaba.
- Vale… Aunque llevo tanto sin probar la carne que no sé si mi estomago lo admitirá.
- ¿Te has vuelto vegetariano?
- No, no es eso. Últimamente solo como pescado.
- Entonces te vendrá bien un poco de carne. Así recuperas fuerzas…
Ella puso una sartén al fuego y sacó un chuletón de la nevera.
- Veo que vas a ser madre.
- Sí…
Él notó como ella casi se echa a llorar e intuyó que algo le iba mal.
- ¿Te pasa algo? – preguntó por si podía ayudar en algo.
- Estoy bien.
Él sabía que ella estaba mintiendo pero no quiso insistir.
- ¿Por qué te fuiste? – le preguntó ella.
Él se lo pensó bien antes de responder. Luego añadió:
- Supongo que porque ya no me querías.
Después de su contestación se produjo un incomodo silencio. Ella se limitó a pelar unos cuantos ajos. Él, por su parte, no pudo evitar deleitarse con el aroma que desprendía la carne asándose al fuego. De pronto y sin previo aviso, el silencio se vio interrumpido por el lamento quejumbroso de sus tripas. Fue tan evidente que ambos terminaron riéndose.
- Queda claro que estás hambriento – dijo ella sonriendo.
- Pregúntale a mis tripas.
De nuevo se rieron.
Ella terminó de picar los ajos y los echó a la sartén haciendo crepitar el aceite. La cocina se llenó con aroma de los ajos friéndose junto a la carne.
- ¿Y a qué has venido? – le preguntó sin quitar la vista de la sartén.
- A matarte.
Ella sintió un escalofrío, pero siguió como si nada sin levantar la vista de la sartén.
- ¿Los pimientos los prefieres verdes o rojos?
- Verdes.
Abrió la nevera y sacó un par de pimientos verdes del compartimiento de las verduras. Después, sobre la mesa, los fue troceando.
- ¿Así que has venido a matarme?
- En un principio sí.
- ¿Y puedo saber por qué?
- Por engañarme con Ricardo, mi mejor amigo.
- Entonces… ¿sabías lo nuestro?
- Os vi…
Añadió otra sartén al fogón y cuando el aceite se calentó echó en ella los trozos de pimiento verde. El chuletón estaba en su punto. Lo sacó de la sartén junto a los ajos y lo sirvió en un plato.
- Vete comiéndote el chuletón mientras se terminan de hacer los pimientos.
- ¡Hum! Huele de maravilla.
- ¿Quieres un poco de vino?
- Por favor.
Ella le sirvió un vaso de vino. Él cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.
- ¡Joder, es lo mejor que he comido en años! – dijo con la boca llena.
- Y bien ¿Qué piensas hacer?
- ¿Respecto a qué?
- ¿Vas a matarme?
- No, dado tu estado. Tu hijo es inocente y no tiene la culpa de nada.
- ¿Entonces?
- Entonces, no me queda otra que perdonarte. Si te parece bien.
- Me parece bien.
- Pues eso… te perdono.
- Gracias.
- De nada.
- ¿Los pimientos los prefieres muy hechos?
- No mucho.
Ella retiró la sartén del fuego y se los sirvió directamente en el plato.
- ¿Quién es el padre?
- Quién va a ser.
- ¿Ricardo?
- El mismo.
- ¿Y dónde está él?
- Hace más de tres meses que se marchó. Desde entonces no he sabido nada de él…
Después de comer, él le dijo que tenía que irse. Ella le invitó a que se diera un baño y él aceptó. De paso, aprovechó para afeitarse y cortarse el pelo. Si tenía que regresar haciendo autostop lo mejor era adecentarse todo lo posible. Ella le había dejado ropa limpia, ropa de él, que aún conservaba en el fondo del armario. Cuando salió del cuarto de baño parecía otro, alguien mucho más joven.
- Menudo cambio. Has dejado de parecerte a Robinsón Crusoe… – dijo ella atusándole el cabello - …aunque lo tuyo no es la peluquería. Déjame que te arregle un poco el pelo.
Cogió unas tijeras mientras él se sentó en una silla. Ella le fue cortando el pelo, tratando de disimular todas las trasquiladuras que él mismo se había hecho. Después de eso se despidieron y él se dispuso para partir.
- ¿Por qué no te quedas conmigo? Yo ahora necesito un hombre y pronto mi hijo necesitará un padre.
- No, eso no es posible. Yo ahora tengo una vida diferente.
- Suponía que dirías algo así. De hecho, te he metido en la mochila algo de comida y unas cuantas mudas limpias. También ropa de abrigo, aunque ahora hace buen tiempo más tarde la necesitarás.
- Gracias. Me vendrá bien…
Se cargó la mochila al hombro y recogió la caña del paragüero. Ella abrió la puerta y salieron al jardín.
- Cuídate – le dijo él acariciándole suavemente la barbilla.
- Lo mismo te digo.
Él caminó calle abajo. Ella le observó desde el marco de la puerta. Cuando iba por medio de la calle se giró.
- ¿Cómo se va a llamar?... Me refiero a tu hijo.
- Aún no lo sé - respondió ella.
Siguió caminando y ella entró en la casa. Notó cómo el bosque le llamaba desde la lejanía y apresuró sus pasos para llegar lo antes posible.
® pepe pereza
- Quién va a ser.
- ¿Ricardo?
- El mismo.
- ¿Y dónde está él?
- Hace más de tres meses que se marchó. Desde entonces no he sabido nada de él…
Después de comer, él le dijo que tenía que irse. Ella le invitó a que se diera un baño y él aceptó. De paso, aprovechó para afeitarse y cortarse el pelo. Si tenía que regresar haciendo autostop lo mejor era adecentarse todo lo posible. Ella le había dejado ropa limpia, ropa de él, que aún conservaba en el fondo del armario. Cuando salió del cuarto de baño parecía otro, alguien mucho más joven.
- Menudo cambio. Has dejado de parecerte a Robinsón Crusoe… – dijo ella atusándole el cabello - …aunque lo tuyo no es la peluquería. Déjame que te arregle un poco el pelo.
Cogió unas tijeras mientras él se sentó en una silla. Ella le fue cortando el pelo, tratando de disimular todas las trasquiladuras que él mismo se había hecho. Después de eso se despidieron y él se dispuso para partir.
- ¿Por qué no te quedas conmigo? Yo ahora necesito un hombre y pronto mi hijo necesitará un padre.
- No, eso no es posible. Yo ahora tengo una vida diferente.
- Suponía que dirías algo así. De hecho, te he metido en la mochila algo de comida y unas cuantas mudas limpias. También ropa de abrigo, aunque ahora hace buen tiempo más tarde la necesitarás.
- Gracias. Me vendrá bien…
Se cargó la mochila al hombro y recogió la caña del paragüero. Ella abrió la puerta y salieron al jardín.
- Cuídate – le dijo él acariciándole suavemente la barbilla.
- Lo mismo te digo.
Él caminó calle abajo. Ella le observó desde el marco de la puerta. Cuando iba por medio de la calle se giró.
- ¿Cómo se va a llamar?... Me refiero a tu hijo.
- Aún no lo sé - respondió ella.
Siguió caminando y ella entró en la casa. Notó cómo el bosque le llamaba desde la lejanía y apresuró sus pasos para llegar lo antes posible.
® pepe pereza
2 comentarios:
Sorprendente desenlace y genial la conversación que mantienen, es como si estuvieran condenados a ser "racionales".
Muy bueno.
Besos.
Muy bueno Pepe, el momento de "vengo a matarte" es sensacional. Si al fin y al cabo eres un sentimental, hombre.
Abrazo
Peter
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