Vivir y morir en Lavapiés, José Ángel Barrueco
Ediciones Escalera, Madrid, 2011. 224 pp. 16 €
Miguel Baquero
Ediciones Escalera, Madrid, 2011. 224 pp. 16 €
Miguel Baquero
Creo en la fragmentación, tío. Proporciona una cierta perspectiva que no poseen las narraciones lineales. Sé que es manido, pero es como cuando se fractura un espejo y tú tratas de recomponerlo. Luego te miras en él y, sí, te devuelve una imagen rota, distorsionada, pero al mismo tiempo aporta muchos puntos de vista, muchas caras, muchas raciones y pequeños trozos. Y es tu cabeza la que deberá hacer el trabajo. El esfuerzo de recomponerlo todo en tu mete. De juntar los pedazos.
Esta es, en esencia, la técnica con que está narrada esta novela, Vivir y morir en Lavapiés, séptima obra del escritor José Ángel Barrueco (Zamora, 1972). Con el objetivo de describir la vida en el famoso barrio madrileño, el autor se sirve de pequeños fragmentos, de ocho, nuevo, diez líneas a lo sumo, que en principio parecen no guardar relación alguna entre sí, pero que al fin, con el paso de las páginas, van entre todas componiendo un enorme, y lo que es más importante (y literario), un vivido fresco de esa célebre rincón de Madrid. Un cuadro que, gracias a esta técnica dijéramos de patchwork, de trabajo por retales, se nos muestra con mayor realismo y mucha más profundidad vital que lo que pudiera hacer una descripción exhaustiva o un tratado sociológico.
Algunas historias se escapan de esa brevedad y, poco a poco, van conformando un relato que avanza, salteadamente, a lo largo de las páginas hasta adquirir cierto protagonismo: es la historia, por ejemplo, de una banda de matones que buscan a un tipo, seguramente un pequeño delincuente que al parecer les ha hecho una pirula, para ajustarle las cuentas. Otras historias, sin embargo, no menos trágicas, como el emigrante que acaba de acuchillar a su esposa, tras ser mostradas en un par de brevísimos capítulos luego se diluyen y acaban por desaparecer. En parte esto también es un reflejo de cómo las historias vecinales nos eligen a nosotros, y de algunas nos convertimos en cómplices o conocedores, y otras, sencillamente, se desarrollan en la calle de al lado y acabamos ignorándolas. Así es, en resumidas cuentas, la vida de barrio.
Estamos en un Lavapiés plagado de referencias literarias, musicales, cinematográficas. Incluso los más fieros matones no son desconocedores de tal o cual autor, esta o aquella serie televisiva, determinadas canciones… No se trata de personajes objetos, que aparecen sólo en la novela para creer esa paisaje humano, sino que en los breves fragmentos en los que intervienen nos muestran un pedazo minúsculo de su sensibilidad, de sus ambiciones, de sus sueños. También de sus groserías y sus prejuicios y sus bajezas, porque Barrueco en su novela, y por fortuna, no ha buscado en ningún momento idealizar el barrio, algo que, a quien reseña al menos, siempre le ha resultado algo cargante: eso de que se presente a Lavapiés como meca ideal de la multiculturalidad. En Vivir y morir en Lavapiés se nos cuenta que —como será en verdad— no todo es tan beatifico en el barrio, desde luego, ni la integración es modélica.
Sea como fuere, el autor no está ahí para juzgar, hacia una postura u otra, tampoco para caricaturizar ni para torcer la mueca en un gesto de suficiencia e ironía. En uno de estos breves capitulillos él mismo se hace aparecer como un personaje fugaz más, muestra del papel neutral, casi de magnetófono, como en aquel famoso consejo de Ferlosio, que ha adoptado para escribir su novela. Un texto de gran agilidad, de muy cuidada factura, y en el que el autor demuestra, al mismo tiempo, un gran amor por las letras y un gran amor por el barrio recreado.
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