Muerte.
Es el primer pensamiento que tengo al despertarme. Últimamente pienso mucho en ella.
Hace frío. Muchísimo frío. Es lo que tienen los inviernos del norte. Salir de
la cama es un acto de valentía suprema. Abandonar entre las mantas todo el
calor acumulado durante las horas de sueño es un desperdicio, es más, me
atrevería a decir que es un pecado. Desde la ventana contemplo la escarcha
sobre el césped. Una mortaja gélida y mortal que vuelve a recordarme lo efímero
de la vida.
Al
entrar en la cocina me recibe un fregadero lleno de platos sucios. Es una
imagen triste y deprimente. Para colmo, no quedan tazas limpias donde servirme
un café. Me veo obligado a meter las manos en agua helada para fregar una.
Solo
después de un café bien cargado tengo arrestos para entrar en el cuarto de baño
y desnudarme. Hace tanto frío que el calefactor no da abasto para templar la
habitación. Observo mi imagen tiritando en el espejo. A pesar de mis cincuenta
años sigo estando fibroso y delgado. Es en mi cara donde se aprecia el paso del
tiempo. Qué más da. Todo esto, algún día, será comida para gusanos. Ese es el
único y verdadero futuro que nos espera: una horda de gusanos hambrientos
abriéndose paso a través de la carne putrefacta de nuestros cuerpos. Le doy al
grifo del agua caliente y espero a que el chorro se caldee para ponerme debajo.
En
la calle aún no ha amanecido. Las farolas siguen encendidas, al igual que los
faros de los coches. Sopla un viento proveniente de los Pirineos. Su azote
traspasa la ropa de abrigo y llega hasta los huesos. Acelero el paso, más que
nada, para procurar entrar en calor. No obstante, la temperatura es tan baja que
los músculos de mis piernas siguen ateridos. A las nueve tengo cita con el
especialista. Dispongo de cuarenta y cinco minutos para llegar al hospital. Tiempo
de sobra, incluso para tomarme otro café.
En
la cafetería del hospital hay bastante trasiego de gente. Lo bueno es que la
calefacción está a tope. Mientras espero a que uno de los camareros me atienda
toqueteo el bote con la muestra de heces que llevo en el bolsillo del abrigo. Por
fin, me sirven el café que he pedido. Al fondo ha quedado una mesa libre. Me
apresuro a ocuparla.
Según
los papeles tengo que subir al cuarto piso y aguardar en la sala 7 C a que me
llamen. Aún siendo tan temprano, en la sala hay una docena de personas
esperando a ser atendidas. Tomo asiento junto a una señora excesivamente
perfumada. Todos los presentes guardan silencio y se puede apreciar en sus
semblantes que están pendientes de sus propias preocupaciones. Me pregunto si
ellos también estarán pensando en la muerte. Desde el mismo momento que he pisado
este recinto me he sentido incómodo. Sé que nadie se encuentra a gusto en la
sala de espera de un hospital, sin embargo mi malestar va más allá de esa
sensación general de hastío. Lo mío es una especie de desasosiego, como si mi
futuro dependiese de una moneda que alguien ha lanzado al aíre y yo estuviese
esperando a que cayese al suelo para ver cuál de sus caras deja al descubierto.
El perfume de la señora no me deja respirar. Me ahogo y, en todo momento, tengo
la urgencia de largarme de aquí. No obstante, sigo pegado al asiento. Un hombre
mira su reloj. Hago lo propio con el mío. Faltan dos minutos para que den las
nueve. Me imagino que seré de los primeros que llamen, ya que en el papel que
me dieron pone que mi cita es justamente ahora. La señora del perfume también
quiere saber qué hora es. Se la digo. Suspira resignada y me confiesa que hace más
cuarenta y cinco minutos que deberían haberla llamado. Todas mis esperanzas de
que me atiendan enseguida se desvanecen al instante. Sabiendo que la cosa va
con retraso me planteo bajar a la calle a fumar un cigarro. De pronto, me doy
cuenta de que he sacado el bote con las muestras de heces y estoy jugueteando
con él a la vista de todo el mundo. Lo guardo de inmediato. Afortunadamente, parece
que nadie se ha enterado de mi descuido, ni siquiera la mujer del perfume. De
por sí, ya es bastante embarazoso tener que llevar con tu propia mierda en el bolsillo,
para que encima te vean enredando con ella. Me pongo en pie con la intención de
bajar a la calle. Justo en ese momento se abre la puerta de la consulta y sale
una enfermera.
-
Que pase Guadalupe Soriano.
La
mencionada se levanta y entra en la consulta.
-
Los que no hayan entregado sus papeles,
que me los den a mí.
Un
pequeño grupo nos apiñamos alrededor de la sanitaria y le vamos entregando
dichos papeles. Una vez que ha recogido toda la documentación entra y cierra la
puerta. El personal vuelve a ocupar sus asientos. En vez de eso, yo me dirijo a
los ascensores.
En
la calle, la lluvia cae en diagonal, debido a que es arrastrada por un fuerte y
racheado viento. Por culpa del frío no consigo disfrutar del cigarro. Apuro
unas cuantas caladas y regreso al vestíbulo del hospital. Han bastado un par de
minutos al raso para quedarme congelado. Me acerco a uno de los radiadores que
hay junto a la pared y espero a que el cuerpo recupere la temperatura. Me fijo
en una pareja de jóvenes que pasa por delante. Ella llora, él trata de
consolarla. Capto una frase al vuelo:
-
Con todo lo que estaba sufriendo, lo
mejor es que se haya muerto.
Las
palabras del joven no aplacan los llantos de la chica. Ambos continúan
avanzando hasta la puerta principal y salen a la calle. Siento un escalofrío
trepando por la espalda. El calor del radiador no es suficiente. Necesito algo
que me caliente por dentro.
En
la cafetería la cosa está más calmada que a primera hora. No hay tanta gente y
sobran mesas libres. Pido un cortado y me acomodo junto al ventanal. Alguien ha
dejado un periódico abierto por las páginas de las esquelas. Otra vez ella, la
muerte. Está en todas partes: en la paloma aplastada en el asfalto, en el aviso
de defunción que hay en el escaparate de la peluquería, en la palmera seca de
la rotonda… Aparto el periódico a un lado y me centro en el café. La lluvia
golpea con fuerza contra el cristal a pocos centímetros de mi cara. Me gusta el
repiqueteo que provoca.
La
sala de espera sigue repleta de pacientes. De hecho, no quedan asientos libres
y tengo que esperar de pie. No hay ni rastro de la señora del perfume. Me
imagino que estará dentro de la consulta o, lo que es mejor, camino de su casa.
Ahí es donde quisiera estar yo: en casa, metido en la cama, bien calentito. De
pronto, la imagen de mi cama queda demasiado lejana, como si estuviera en otra
ciudad o en un país remoto. Quiero irme del hospital. Lo noto en cada partícula
de mi cuerpo. Este sitio me repele y me produce desazón. Entonces, me doy
cuenta de que lo único que me retiene aquí soy yo mismo. Sin una orden concreta
mis pies me sacan de la sala y me llevan directamente a los ascensores. Ya no
me importan ni las pruebas ni los análisis, lo que quiero es llegar a casa y
meterme en la cama.
pepe pereza
3 comentarios:
Un relato concreto de unas horas de vida, con los ingredientes suficientes para resumir la vida de cualquiera de nosotros. Brillante y simple por tanto hermoso.
Un relato de unas horas en la vida de una persona. que resume fácilmente la vida entera. Simple y brillante por tanto hermoso.
muchas gracias
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