HABITACIÓN 226
Cuando abro los ojos mi mujer ha salido de la cama y está frente a la
ventana. Miro el reloj. Son las cuatro de la madrugada.
-¿Qué pasa?
-Explícamelo tú.
Lo dice
cabreada, como si yo fuera el culpable de su enfado. No entiendo nada. ¿Qué me
he perdido desde que nos acostamos pacíficamente hasta este otro momento
dramático? ¿Qué ha ocurrido en este lapsus de tiempo? Por un instante creo que
sigo dormido y que la escena es parte de un sueño surrealista. Pero no, yo estoy
despierto y ella está enfadada.
-¿Quién es Irene?
-No lo sé.
-Pues no dejas de nombrarla en sueños.
-No recuerdo haber soñado nada.
-Es por ella que mañana te vas a Madrid ¿verdad?
-No digas tonterías. Sabes que voy a la
presentación de un libro.
Uno de Dan
Fante, hijo de mi idolatrado John Fante. John Fante está entre mis escritores
favoritos. He leído todos sus libros y todos son grandes obras literarias,
algunos ellos obras maestras. Por ahora no he leído nada de Dan Fante, no
obstante, estar junto a él es lo más cerca que estaré nunca del difunto John
Fante. Dan comparte el mismo ADN de su padre y eso basta para que yo me tome la
molestia de viajar hasta la capital.
-Vas por ella, lo sé.
-No conozco a ninguna Irene. Entérate. Además, te
he pedido que me acompañes y no quieres.
-Sabes que tengo que trabajar y no puedo.
Agarra la
cortina y se seca los ojos con ella. Un inmenso pañuelo capaz de absorber un
océano de lágrimas.
El noventa y nueve por ciento de los lectores que hemos llegado a John
Fante ha sido por recomendación de Charles Bukowski. El viejo indecente
detestaba a gran parte del gremio de escritores, de hecho, de la quema total
solo salvaba a dos: Louis-Ferdinand Céline y John Fante. Fue de este modo que
los lectores de Buk nos interesamos por esos dos desconocidos y buscamos sus
libros para saber si realmente eran tan buenos. Y lo eran. Joder, si lo eran.
Sobrepasaron con mucho mis expectativas. Lo primero que leí de John Fante fue
“Pregúntale al polvo”. Recuerdo que pensé: Este tío escribe como los ángeles.
Fue un gran descubrimiento que siempre le agradeceré al viejo Hank… No
encuentro la camisa de franela. Miro en el armario y no está. ¿Dónde la habrá
dejado Ana? Cojo el teléfono y marco el número de la oficina donde trabaja mi
mujer. No sabe dónde está, además, por el tono de su voz noto que sigue
enfadada. Cuelgo. En vez de la camisa elijo una sudadera y la meto en la
mochila. Solo voy a pasar una noche fuera, así que no necesito llevarme
demasiada ropa. Con una muda y la sudadera será suficiente. Añado un neceser y
un par de libros de John Fante para que me los firme su hijo Dan. Ese es todo
mi equipaje. El autobús sale a las catorce treinta. Tengo la mañana entera para
organizarme. Preparo café y pongo música. En esas llaman al teléfono. Me
imagino que es Ana para decirme que ha recordado dónde ha guardado la camisa.
Descuelgo. Es mi madre la que habla. Me dice que a mi padre se lo acaba de
llevar una ambulancia con un fuerte dolor en el pecho. Que ella ha cogido un
taxi y va camino del hospital. Dejo todo y salgo de inmediato para reunirme con
ella.
Mi madre retuerce los puños de la
chaqueta como si estuviera escurriendo un paño mojado. Es un gesto motivado por
los nervios. A mi padre le siguen haciendo pruebas mientras que nosotros
aguardamos impacientes en la sala de espera.
-Esta mañana se ha levantado y estaba bien. Yo,
al menos, le he visto como siempre. Después de desayunar ha empezado a notar
una presión en el pecho y le costaba respirar. Creí que le estaba dando un
ataque al corazón.
Miro la
hora del reloj que cuelga de la pared. Son las doce y media. Quedan dos horas
para que el autobús salga rumbo a la capital. Me pregunto si me dará tiempo a cogerlo.
Sé que mi padre no tiene la culpa de lo que está pasando pero no puedo evitar
sentir un leve resquemor hacia él por haber elegido justamente hoy para ponerse
enfermo.
Acaban de
dar las dos de la tarde y seguimos sin saber nada. He preguntado a un par de
enfermeras pero no han sabido decirme qué está pasando con mi padre. No nos
queda más remedio que seguir esperando. Llamo a la estación de autobuses para
informarme de la salida de próximo autocar. A las dieciséis horas. La
presentación del libro está programada para las nueve de la noche. Llegaría muy
justo de tiempo pero llegaría, que es lo importante.
Pasada una eternidad se acerca un médico. Nos comunica que no han
encontrado nada inusual en las pruebas que le han realizado a mi padre. Aun
así, no quieren arriesgarse a darle el alta y lo ingresarán durante un par de
días para seguir con los chequeos. Eso quiere decir que mi viaje a Madrid
termina aquí. Me cabrea tener que renunciar a mis planes, aunque, mirando el
lado positivo es un alivio saber que mi padre está bien.
-Lo hemos instalado en la habitación 226.
Subimos a
la planta de cardiología y buscamos la habitación 226. Nada más entrar
escuchamos un quejido bastante desagradable. Afortunadamente no es mi padre
quien lo emite. La causante es su compañera de habitación, una anciana con más
años que Matusalén que agoniza en la cama de al lado. Un pellejo relleno de
huesos que da la impresión de haber salido de un campo de concentración.
Comparado con ella mi padre parece rebosante de salud.
-¿Qué tal te encuentras, campeón?
-Estoy bien, hijo. Solo ha sido un susto.
-Susto el que me has dado a mí. Pensaba que me
dejabas viuda.
-No te preocupes nena, aun tengo pensado darte
mucha guerra.
Por un
momento nos quedamos callados escuchando el lamento de la anciana. Es
insoportable, además, la mujer le da una cadencia que lo hace aun más
irritante.
-Lleva así desde que me han metido aquí.
Suena mi
móvil. Me disculpo y salgo de la habitación para contestar a la llamada. Es
Irene. No tengo registrado su número para evitar problemas con mi mujer pero me
lo sé de memoria y nada más verlo he sabido que era ella.
-¿Vienes de camino?
-Malas noticias, cariño.
Le explico
lo que pasa y me lamento por no poder pasar la noche en su compañía. Teníamos
pensado acudir a la presentación del libro. Después iríamos a cenar a un buen
restaurante, seguidamente daríamos una vuelta por los bares de la zona,
tomaríamos unas copas y por último nos esperaba un maratón sexual en su casa.
Lo teníamos todo planeado. Desgraciadamente al destino le ha dado por jodernos
los planes.
-Una pena, porque me he comprado un conjunto de
ropa interior que te iba a quitar el sentido.
A veces la
vida es una puta mierda.
Odio los hospitales y todo lo que tenga que ver con ellos. Sus muros
están impregnados de dolor, tristeza y muerte. Puedo notarlo, olerlo. Soy
sensible a ello y me afecta negativamente. Estar dentro de uno me deja sin
defensas y acaba con mi ánimo. Mi único pensamiento es escapar, huir de este
ambiente deprimente. Después de comer mi padre se ha quedado dormido.
Desgraciadamente, la anciana sigue con sus gemidos lastimeros. Emite un quejido
y lo mantiene durante una par de segundos, luego se toma una pausa para tomar
aire y vuelve a soltar el mismo lamento. Así una y otra vez. Su sufrimiento
queda de manifiesto cada ver que pronuncia ese sonido. Nos obliga a ser
conscientes de su dolor y eso me enerva. Joder, noto que voy a perder los
nervios.
-¿Mamá, por qué no aprovechamos y bajamos a comer?
Me muero de hambre.
En el restaurante del hospital sigue presente ese sentimiento de
angustia que me achica el estómago y me impide comer. Necesito un respiro,
salir de este lugar. Llego a un acuerdo con mi madre para establecer unos
turnos. Ella se quedará con mi padre por la tarde y yo lo haré por la noche.
Entro en casa dispuesto a darme un
baño caliente que me relaje. Mientras se llena la bañera llamo a mi mujer y le
pongo al tanto de la situación. La muy zorra se alegra de que haya tenido que
suspender el viaje. Me dice que en cuanto salga de la oficina se pasará por el
hospital para estar con mis padres.
El agua
está demasiado caliente, aun así me meto en la bañera muy lentamente. Dando
tiempo al cuerpo para que se adapte a las altas temperaturas. Una vez dentro,
me enciendo un porro y me lo fumo con los ojos cerrados, dejándome llevar por
la música que llega del salón. Enseguida mi mente despega y me lleva al otro
lado del espejo. Me veo en la barra de un bar, hablando con Dan Fante sobre su
padre mientras tomamos unas cervezas. Me gustaría saber tantas cosas de ese
hombre. Para mí su mejor libro es “La hermandad de la uva”. Quizás porque el
argumento me recuerda a un episodio que viví años atrás con mi padre. Por
aquellos días, la casa que teníamos en el pueblo estaba llena de goteras y
había que arreglar el tejado. Para ahorrarnos un dinero decidimos hacerlo
nosotros mismos. Un trabajo aparentemente sencillo que se fue complicando por
culpa nuestra incompetencia, hasta el extremo de tener que abandonar y
contratar a unos profesionales. Mi padre y yo aprendimos la lección. Desde
entonces hemos renunciado a todo lo que tenga que ver con el bricolaje y las
chapuzas caseras.
Cuando me despierto el agua de la bañera está helada y tengo las yemas
de los dedos arrugadas. Miro el reloj. Son las nueve y tres minutos de la
noche. A esta hora, en Madrid, Dan Fante estará dando comienzo la presentación
del su libro. Me jode no estar allí. Me jode aun más tener que pasar la noche
en el puto hospital. Salgo de la bañera y me preparo para ir a relevar a mi
madre. Después de una cena rápida salgo de casa con la mochila que en un
principio había preparado para viajar a la capital. De camino no se me quita de
la cabeza la presentación del libro. De no haberse puesto enfermo mi padre
ahora estaría delante del hijo de John Fante.
Nada más abrir la puerta de la habitación 226 lo primero que me llega
son los quejidos de la anciana. Dañinos como agujas en los oídos. Esperaba
encontrarla dormida y en silencio, pero no. Intuyo que va a ser una noche muy
larga. Mi madre y Ana se han ido. Quedamos la moribunda, mi padre y yo. Entra
una enfermera con un carrito. Viene con la intención de cambiarle los vendajes
a la abuela. Me pide que espere en el pasillo. Así lo hago. Cuando termina sale
de la habitación y yo vuelvo a entrar. Mi padre se dirige a mí con un ligero
crepito en la voz. Está impresionado por lo que acaba de ver.
-Esa pobre mujer tiene la espalda llena de
llagas. Me ha dicho la enfermera que es de estar todo el tiempo tumbada.
Que se
joda. Pienso para mis adentros, pero enseguida me arrepiento de mi falta de
sensibilidad.
La habitación está en penumbra. Mi padre duerme. Yo leo “La hermandad
de la uva” con ayuda de una linterna. La estancia estaría en silencio de no ser
por los interminables y repetitivos lamentos de la vieja. Trato de olvidarme de
ellos y centrarme en la lectura, no obstante, cuanto más lo intento más
presentes están. Así no hay manera. Opto por salir y acercarme hasta la máquina
de café. Selecciono un cortado descafeinado y me lo bebo junto a una de las
ventanas. No hay nadie por los pasillos y disfruto de este momento de soledad.
El zumbido del aire acondicionado resuena constantemente por toda la sala. Es
bastante molesto aunque lo prefiero mil veces a las quejas de la anciana.
Terminado el café me apetece fumar. Me lio un porro en el servicio de
minusválidos. Luego bajo a la calle para fumármelo. Afuera está refrescando y
me arrepiento de no haber cogido la sudadera. El cielo nocturno está limpio de
nubes y estrellas y la luna destaca sobre los tejados de la ciudad. Hay un
sentimiento de derrota hurgando en mi interior. Una especie de desgaste que me
oprime el pecho. Me gustaría salir corriendo. Huir lejos de este edificio. No
quiero volver dentro, pero es mi obligación. Además hace frío.
Cuando entro en la habitación mi padre sigue durmiendo. Por desgracia,
la vieja no. Me acomodo en el sillón reclinable y cierro los ojos. Imposible. Con
sus lamentos no consigo conciliar el sueño. Alumbro su cara con la linterna y
le digo que se calle. La anciana hace caso omiso de mis palabras y continúa
dejando constancia de sus padecimientos. Dudo que se haya enterado de algo.
Vuelvo a cerrar los ojos e intento dormir. Y pensar que ahora tendría que estar
follando con Irene. Escuchando sus gemidos de placer y no los estertores de una
moribunda. En fin, prefiero no pensar en eso. Centrarme solo en dormir para que
el tiempo vuele. Lamentos, lamentos y más lamentos. Ahora, en el silencio de la
noche, resultan más penetrantes y desagradables que por el día, donde quedan
atenuados por el ajetreo del hospital, el tráfico de la calle y demás ruidos.
Me levanto del sillón, me acerco a ella e intento dejarle claro que estoy a
punto de perder la paciencia.
-Cállate de una puta de vez, joder.
Por un momento
guarda silencio. Luego intenta hablar.
-Aaa… taaa… mmmm.
-¿Qué coño dices?
-Mmm… taaa… mmmme.
-¿Qué?
-Mmmm… tamme.
No entiendo
lo que dice. Prueba de nuevo hasta que al fin consigue vocalizar una palabra.
-Mmmátame.
La macabra
petición me deja momentáneamente bloqueado. Antes de que pueda reaccionar me
coge la mano y con ella se tapa la boca y la nariz. Trato de apartarla pero la
sujeta con fuerza contra su cara. Quiere que la asfixie. Nos miramos fijamente
y por un instante se produce una conexión. Noto su sufrimiento como propio y
comprendo la necesidad de acabar con él. Cuando quiero darme cuenta la anciana
ha dejado de respirar. Aparto la mano de su cara. Silencio total. De repente
estoy muy cansado. Me tumbo en el sillón, cierro los ojos y me quedo dormido.
Sueño con John Fante y con su hijo Dan. Ambos están encaramados en un tejado.
Un enjambre de moscas los rodea mientras quitan las tejas y las sustituyen por
pescado podrido.
Me despierto al escuchar a una enfermera entrando en la habitación. A
través de las ranuras de la persiana veo que aun no ha amanecido. La enfermera
se acerca a la cama de la anciana. No hace falta ser muy listo para saber que
está muerta. Le toma el pulso para asegurarse. Sale de la habitación y al momento
regresa acompañada de un médico. Certifican su fallecimiento y sacan el cadáver
de la habitación para llevarlo al tanatorio. Me pregunto si debería mostrarme
sorprendido como lo está mi padre. Aquí nadie sospecha de mí, todos dan por
hecho que la anciana ha fallecido por causas propias de su enfermedad, así que
me evito el paripé.
-Pobre mujer. Ha muerto sola, sin que nadie le
haga compañía.
Al poco llega mi madre para relevarme. En el pasillo llamo a Irene.
Quiero saber cómo fue la presentación del libro y si ha hablado con Dan Fante,
pero no contesta a mi llamada. Salgo del hospital y me recibe un sol primerizo.
En la calle la gente acude sus respectivos quehaceres y el tráfico colapsa las
avenidas. La vida no se detiene y sigue su curso.
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