sábado, 3 de julio de 2010

TODAS LAS FAMILIAS SON PSICÓTICAS de DOUGLAS COUPLAND


Así empieza ”Todas las familias son psicóticas” de Douglas Coupland
01
Janet abrió los ojos... Por la ventana del motel vio cómo el fulgor prehistórico de Florida deslumbraba en la calle. El ladrido de un perro, el bocinazo de un coche, un hombre que cantaba el fragmento de una canción española. Tocó distraídamente la cicatriz que le había dejado la herida de bala en el costado izquierdo, justo debajo de las costillas, una cicatriz que se había cerrado de forma desigual, amorfa y dura, como un chicle pegado debajo de la mesa. Quién iba a decirle que la carne cicatrizaría de forma tan insulsa.
¿Y qué esperabas? ¿Una cicatriz en forma de bandera americana?
Janet tenía la frente colorada. Mis hijos... ¿Dónde estarán?
En cuestión de segundos situó geográficamente a sus tres hijos, un ritual que realizaba a diario desde que había dado a luz a Wade en 1958. Tras situar mentalmente a su prole en sus correspondientes casillas geográficas, se acordó de respirar. Hoy estarán todos aquí, en Orlando.
Miró el reloj en la mesita de noche: 7:03 AM. La hora de la pastilla. Sacó dos cápsulas de un pastillero y se las tragó con un poco de agua del grifo de la noche anterior que ahora tenía un regusto metálico. Cayó en la cuenta de que las habitaciones de los moteles ahora tenían cafeteras. ¡Qué idea tan genial, hostia! ¿Por qué no se les había ocurrido antes? ¿Por qué todo lo bueno tiene que pasar ahora?
Unos días atrás, mientras hablaba por teléfono con su hija, Sarah, ésta le había dicho:
—Mamá, por lo menos compra agua mineral, ¿vale?
Seguro que en ese tugurio echan crack al agua del grifo.
Aún no puedo creerme que hayas decidido alojarte ahí.
—Pero, cariño, si estoy muy bien aquí.
—¿Por qué no vas al Peabody como el resto de la familia?
Te he dicho cien veces que ya lo pagaré yo.
—Que no se trata de eso, cariño. Lo que no entiendo es por qué esos sitios son tan caros.
—Mamá, la NASA tiene un acuerdo con los hoteles y...
—Sarah resopló, dándose por vencida—. Bueno, déjalo.
Pero me parece que tienes suficiente dinero como para no¡ ir en plan tercermundista.
Sarah —¡tan generosa siempre con el dinero!— igual que sus hermanos. Ninguno de los tres había conocido la pobreza, ni tampoco habían vivido una guerra, pero de nada les había servido esa ventaja para convertir a sus niños en oro, algo que Janet nunca había superado del todo. Una vida de abundancia había convertido a sus dos niños en algo que desde luego nada tenía que ver con el oro. ¿Plomo? ¿Silicona? ¿Bismuto? Pero Sarah... Sarah era un elemento aún más fino que el oro, un diamante de carbón cristalizado, un relámpago congelado y cortado en tiras y luego guardado en una cámara acorazada.
Sonó el teléfono y Janet lo cogió. Era Wade, que llamaba desde un calabozo en Orange County. Janet se imaginó a Wade en un lúgubre pasillo de hormigón, sin afeitar y despeinado, irradiando esa «chispa» en los ojos que había heredado de su padre. Bryan, el menor de sus tres hijos, no la tenía y a Sarah no le hacía ninguna falta, pero esa chispa había acompañado a Wade durante toda su vida, aunque tal vez no fuera la mejor de las características que hubiera podido heredar.
Wade. Janet se acordaba de cuando vivía en casa y paseaba en coche cada mañana por Marine Parade, buscando a cierto tipo de hombre que estuviera esperando un autobús que le llevara al centro. Tenía que tener un aire desastrado y estar algo por debajo de la respetabilidad; saltaría a la vista que había perdido el carné de conducirtras dar positivo en una prueba de alcoholemia; pero eso solo lograba despertarle aún más el interés, y cada vez que
Janet sonreía a alguno de estos hombres desde su coche, ellos no dudaban en devolverle la sonrisa. Así era Wade y, en algún rinconcito polvoriento de su memoria, su ex marido, Ted.
—Cariño, ¿no eres un poco mayorcito para llamarme desde... la cárcel? Es que hasta decir la palabra «cárcel» suena fatal.
—Mamá, ya no me meto en rollos chungos. Esto ha sido mala pata.
—De acuerdo, ¿qué te ha pasado esta vez? ¿No habrás estrellado un autocar lleno de guías scout contra los Everglades?
—No. Tuve una pelea en un bar, mamá.
Janet repitió la frase:
—Una pelea en un bar.
—Sí, ya lo sé. ¿Qué te crees, que no me doy cuenta de que suena a idiotez? Te llamo porque necesito que vengas a sacarme de este agujero. Tengo un coche de alquiler al lado del bar.
—¿Y Beth? ¿Por qué no te lleva ella?
—Es que no llega hasta esta tarde a primera hora.
—Bueno. Vamos a rebobinar un poco, cariño. A ver, dime: ¿cómo se mete uno en una pelea en un bar, exactamente?
—Si te lo cuento no me vas a creer.
—Mira, guapo, te sorprenderían mucho las cosas que me creo últimamente. Venga, suéltalo ya.
Un silencio al otro lado de la línea.
—Me peleé con un tío, un gilipollas que se estaba burlando de Dios.
—No te sigo. ¿Cómo que se estaba burlando de Dios?
—Me está tomando el pelo.
—Sí, bueno, como lo oyes.
—¿En qué sentido?
—Pues que estaba haciendo comentarios desagradables.
Decía cosas como: «Dios es un cabrón» y «Que le den por el culo a Dios», y no paraba. Entonces tuve que hacerle callar. Creo que lo acababan de despedir o algo así.
—O sea que estabas defendiendo el honor de Dios.
—Sí. Exactamente.
Vete con cuidado, Janet.
—Wade, escucha. Sé que Beth es una mujer muy religiosa.
¿Tú también te estás volviendo religioso?
—¿Yo? No sé. No. Sí. No. Según como lo definas. A Beth le tranquiliza, y quizás... —Wade vaciló—. Quizás a mí también me ayude a calmarme.
—Así que has pasado la noche en la cárcel.
—A salvo entre los brazos de Bubba, un ladrón de colmados que pesa doscientos kilos.
—Mira, Wade, no puedo ir a recogerte. Me parece que voy a estar extenuada todo el día. Además, el coche que alquilé huele a alfombra de un piso de estudiantes y las carreteras de aquí están nevadas, y el resplandor me provoca somnolencia.
—Vamos, mamá... Te lo suplico.
—Ay, no seas tan criatura. Ya tienes cuarenta y dos añitos.
Compórtate como si los tuvieras, ¿quieres? Ayer ni siquiera llegaste al hotel a la hora.
—Es que me desvié para ir a visitar a un amigo en Tampa y fuimos a tomar una copa. Oye, no me trates como si fuera Bryan, ¿vale? No fui yo quien comenzó la pelea ni...
—¡Basta! ¡Basta ya! Llama un taxi.
—No puedo. No tengo pasta.
—¿No te llega ni para la bajada de bandera? Pues entonces, ¿cómo piensas pagarte el hotel?
Wade se quedó callado.
—¿Wade?
—Sarah me ha dicho que nos lo cubrirá hasta que podamos devolverle el dinero.
Hubo un silencio incómodo.
—Mamá, podrías venir a buscarme si de verdad quisieras.
No te cuesta tanto.
—Sí, supongo que podría hacerlo, pero creo que deberías llamar a tu padre a... ¿Cómo se llama ese lugar? —Kissimmee. Ya lo he llamado.
—¿Y?
—Se ha ido a pescar agujas con Nickie.
—¿Agujas? No me digas que hay gente que todavía se dedica a pescar eso.
—No sé. Supongo que sí. Yo creía que se habían extinguido.
Seguro que tienen un tío allá con un traje de neopreno que les va poniendo agujas enormes de plástico en el anzuelo.
—Pues mira que son feas. Me recuerdan a los sótanos donde construían salas de juegos en mil novecientos cincuenta y ocho y que no se han vuelto a utilizar nunca más.
—Ya. Vete a saber por qué las hicieron.
—¿Qué más da? La cuestión es que se ha ido con Nickie
a pescar agujas.
—Sí. Con Nickie.
—Pero ¿cómo se ha podido liar con esa puta barata?
—¿Mamá?
—Oye, Wade. Que no soy una santa, ¿vale? Llevo un montón de años callándome las cosas. A las niñas de mi generación nos enseñaron a callarnos y por eso tenemos todas colitis crónica. Además, una pizca de lenguaje picante de vez en cuando es de lo más refrescante. Ayer mismo estaba buscando información sobre los derivados de la vitamina
D en Internet y de repente, ¡flas! Me encuentro en el sitio web del «Amor anal». Me quedé mirando a una animadora que llevaba un arnés de cuero en el...
—Mamá, ¡por Dios! ¿Cómo puedes mirar esas webs?
—Oye, guapo. Si no me equivoco, tú estás en un vertedero humano en algún lugar de Orlando, pero te escandaliza oír a una mujer de sesenta y siete años hablar de Internet por un teléfono público. Ni te imaginas los sitios webs que he visitado. Y los chats, también. No siempre soy Janet Drummond, ¿sabes?
—Mamá, ¿por qué me sales con esto ahora?
—Mira, olvídalo. Tu madrastra Nickie sigue siendo una puta barata. Llama a Howie; quizás él pueda ir a buscarte. —No, por favor. Si tengo que ir con Howie, me moriré del aburrimiento. No me puedo creer que Sarah se haya casado con ese cero a la izquierda.
—A ver, una cosa. A tu hermana no sólo la parí yo, sino que hoy encima tendré que acompañar a su marido en coche hasta Cabo Cañaveral.
—¡Uuf! ¡Vaya putada! ¿Otro tinglado de la NASA?
—Sí, y tú también estás invitado.
—Espera un momento, mamá. ¿Por qué no estás en el
Peabody con todos los demás? ¿Por qué te alojas en un motel?
Por cierto, el teléfono ha sonado treinta veces antes de descolgarlo el recepcionista, que para tu información, tiene voz de ladrón de riñones.
—Wade, has cambiado de tema. Llama a Howie. Ay, espera.
Creo que llaman a la puerta. —Janet apartó el teléfono de la cabeza y dijo:
—Toc toc toc toc.
—Muy graciosa, mamá.
—Voy a ver quién es, Wade.
—Sí, muy graciosa. Me...
Clic.

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