martes, 20 de julio de 2010

ÚLTIMAS ESCENAS EN BARCELONA (4ª PARTE Y ÚLTIMA)

En la playa no había demasiada gente. Buscó un sitio en la arena y se sentó frente al mar. El olor a salitre fue el bálsamo que necesitaba para sentirse en paz. El calor del sol y la brisa marina le fueron sumiendo en una especie de sopor agradable. Hundió sus manos en la arena profundizando con sus dedos cual raíces que tratasen de anclarle a aquel lugar. El rumor de las olas le trajo recuerdos olvidados de días felices. Sintió la necesidad de fumar pero no quiso desenterrar sus manos y permaneció tal y como estaba, suspirando el perfume embriagador del mar. Según removía los dedos entre la arena sintió que algo se le coló en el dedo anular de la mano izquierda. Sacó la mano de la arena y vio, asombrado, que en el dedo llevaba un anillo de oro. Aquello no dejaba de ser otro hecho extraño, pero también maravilloso y casi mágico. Como si la playa y él hubieran aceptado un compromiso y para sellarlo la playa le hubiera puesto el anillo en el dedo. Se lo sacó para observarlo. En el reverso descubrió una inscripción que decía: “Nada es lo que parece”. ¿Nada es lo que parece? ¿A qué se refería? Repitió la frase en su cabeza un par de veces. Finalmente se puso el anillo en el dedo y observó su mano. El anillo le daba un aire distinguido. No sentía que fuera merecedor de un regalo tan valioso y quiso darle a la playa la oportunidad de retractarse. Hundió la mano en la arena. Si al sacarla el anillo no estaba lo aceptaría con resignación. Después de un rato sacó la mano de la arena y vio con agrado que el anillo seguía en su dedo. Se sintió feliz. El sentimiento no traía remitente, no le importó, simplemente disfrutó de la sensación y de su suerte. Se encendió un cigarro y cerró los ojos tratando de llenar su cabeza, únicamente, con el sonido que producen las olas. Al rato, una voz con marcado acento catalán le sacó del sopor.

- Aunque no lo crea, están ahí.

Estaba harto de que le estropeasen los buenos momentos. Abrió los ojos y se volvió hacia la voz. Era un anciano que se había parado a su lado. El abuelo vestía impecablemente con un traje hecho a mano por un sastre experto.

- ¿Cómo dice?
- Digo que ellas están ahí - dijo el anciano señalando con un gesto de cabeza hacia el cielo.
- ¿Ellas?
- Sí, las estrellas. No podemos verlas porque la luz del sol es más potente, pero están ahí, inundando el cielo. Por ejemplo, la estrella Polar está por allí… – dijo señalando con el brazo estirado –…Antares, por allí y Sirio justo allí…

Él guardó silencio, no quería darle coba. Esperaba que se fuera pronto para volver a cerrar los ojos y concentrarse en el sonido de las olas. El anciano siguió mirando al cielo en silencio. Viendo que el anciano no se iba, quiso romper aquel silencio tan incomodo y le preguntó:

- ¿Es usted aficionado a la astrología?
- Antes sí, cuando era joven… En mis tiempos, por la noche, no había tanta contaminación lumínica y atmosférica y era más fácil observarlas. Ahora es casi imposible… Además, ¿quién se atreve a salir por la noche con tanto moro y con todos esos negros y maleantes? ¿Ve usted a que me refiero? – dijo señalando despectivamente con el dedo hacia un grupo de mujeres marroquíes que paseaban tranquilamente por la orilla.

Él se sintió molesto por las declaraciones racistas del anciano, pensó en decir algo a favor de los inmigrantes, pero se dio cuenta de que no merecía la pena. Así que se levantó y sin decir palabra se alejó de allí. Salió de la playa. En la acera se sentó en un banco y se descalzó para vaciar la arena del interior de sus deportivas. Echó una última mirada a la playa. El anciano seguía mirando al cielo. Se levantó del banco y echó a andar. Estaba harto de interrupciones. Necesitaba estar solo. Pensó en regresar al viejo hotel pero su habitación era tan deprimente que con solo pensarlo se angustió. Se sintió sin fuerzas y cayó en la cuenta de que no había comido nada desde el desayuno. Miró su reloj. Eran casi las seis de la tarde. Demasiado tarde para acudir a un restaurante. Buscó un supermercado y compró un surtido de embutidos, algo de queso y pan. Comería en la habitación. Llegó al hotel y entró. En recepción estaba el hombre del día anterior.

- Buenas tardes – dijo inclinando ligeramente la cabeza.
- Buenas tardes – contestó él sin detenerse.
- Veo que lleva una bolsa con comida.
- Sí ¿pasa algo? – dijo él parándose en seco.
- Está prohibido subir comida a las habitaciones.
- Eso me parece una estupidez.
- No digo que no lo sea, pero las reglas son las reglas.
- Pues me parece una regla estúpida – dijo aproximándose al mostrador.
- Lo siento señor, pero yo no puedo hacer nada al respecto.
- Podría hacer como que no me ha visto.
- Usted sabe que yo no puedo hacer eso.

Sonó el timbre del móvil. No le hizo caso y siguió hablando con el recepcionista.

- ¿Qué tiene de malo que yo quiera comer algo en mi habitación?

El móvil seguía sonando.

- Supongo que nada.
- Verá, se me ha hecho tarde y no me ha dado tiempo a comer. Como usted sabe a esta hora los restaurantes están cerrados, no quiero esperar hasta que vuelvan a abrirlos. Y yo, como comprenderá, tengo un hambre del demonio.
- Le comprendo perfectamente, pero ya le digo que no puedo permitirle subir esa bolsa a la habitación.

El móvil seguía sonando.

- ¿Y qué quiere que haga con ella? ¿Tirarla?
- Haga lo que usted crea más conveniente.
- Perdone un momento…

Cogió el móvil y contestó a la llamada.

- Dígame.
- ¿Qué pasa campeón? ¿Cómo lo estás pasando?
- Hola, Juanjo… Bien ¿y vosotros ya habéis terminado?
- Nos ha costado, pero sí.
- Y ¿qué tal?
- Ha quedado muy bien. Estoy contento con el resultado.
- Me alegro mucho.
- Escucha, te llamaba porque hemos pensado que si salimos esta tarde para Teruel llegaríamos a tiempo para cenar, dormir unas horas y empezar a rodar por la mañana ¿qué te parece?
- Por mí encantado.
- Genial. Pues vete preparándote que en una hora pasan a buscarte.
- Estoy en el hotel así que no me cuesta nada prepararme.
- Vale. A las siete y media estate abajo.
- Cuenta con ello.
- Nos vemos en una hora. Hasta entonces.

Por fin iba a poder abandonar el condenado hotel. Le llenó de alegría pensar que no tendría que pasar la noche allí. Salió a la calle sin mediar palabra con el recepcionista. Buscó un banco próximo y se sentó en él. Se preparó un bocadillo y mientras comía observó a los viandantes. En un momento dado se fijó en el anillo. Su matrimonio con la ciudad no había funcionado y era hora de divorciarse. Se sacó el anillo del dedo y lo dejó sobre el banco. Después se levantó, tiró los restos de la comida en una papelera y regresó al hotel. En breve abandonaría la ciudad.

® pepe pereza

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