Hacía un día estupendo, despejado y cálido: las lluvias invernales se disiparon y permitieron una tregua; la gente salía a la calle para disfrutar de la agradable temperatura. Esteban paseaba tranquilamente por el parque, colmado de familias y jóvenes, hasta que unos ruiditos procedentes de un matorral le sacaron de sus triviales pensamientos: se acercó, intrigado, y halló a un perrito moribundo. El animal le observó con los ojos semicerrados, le costaba respirar por su magullado hocico. Con suma delicadeza, Esteban tomó el cuerpecito peludo; se quitó la bufanda, y, con cuidado, cubrió al cachorro, y lo apretó contra su pecho para darle calor; no le importó mancharse el jersey y las manos de sangre. El hombre sabía que iba a morir, apenas le quedaban fuerzas. Se sentó en un banco, mirándolo con ternura, y esperó tranquilamente a que expirara. A los escasos minutos, notó el peso muerto del perrito sin vida; se levantó, y mientras los niños jugaban en columpios y toboganes bajo la atenta mirada de los padres y las parejas se dedicaban arrumacos en el césped, Esteban escarbó tierra, enterró el cadáver envuelto en gruesa lana, cerca de un árbol. Se sacudió las manos y miró el montículo pequeño, despidiéndose de su pequeño amigo. Esteban, pensativo, retomó el camino hacia la residencia. El perro fue afortunado: no murió solo. Porque él sabe que, en su lecho de muerte, ninguno de sus hijos y tampoco esos nietos que jamás le visitaban, velarán a un anciano inútil.
®Ana Patricia Moya
®Ana Patricia Moya
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