Hay días que te levantas con el
humor envenenado. No hay razón para el cabreo que sientes, no obstante, la
sangre te hierve y notas que en tu interior hay una bestia dando zarpazos para
salir. No hay nada que pueda reconciliarte con el entorno. Quieres acabar con
el universo. Verlo reventar en un caos de fuego y destrucción. Hoy es uno de
esos días. Desde el mismo momento que he puesto los pies en el suelo me ha sacudido
un sentimiento de rabia y decepción con todo lo que me rodea. Después de
desayunar me lío un canuto de hierba. Justo cuando me lo enciendo llaman al
timbre.
-
Hijo, abre que soy yo.
Mi madre es la última persona a la
que quiero ver. Le abro la puerta. Carga con cuatro bolsas de comida que trae para mí.
-
Ya estás fumando esa basura.
-
Mamá, no empecemos. No estoy de humor.
Le cojo las bolsas y las dejo en
la cocina.
-
Tengo la boca seca. ¿Dónde tienes los vasos?
Le señalo donde. Abre el armario
y coge uno. Pero antes de llenarlo se da cuenta de que el vaso tiene una
mancha.
-
Está sucio.
-
Pues coge otro.
-
¿Dónde guardas el Fairy?
-
Mamá, no lo friegues. Coge otro.
-
No me importa, de verdad. Dime dónde está el
detergente.
-
Te digo que cojas otro vaso, joder.
Al final bebe agua con el que
tiene en la mano. Pasamos al salón. Mi madre obliga al gato a bajarse del sofá.
Luego saca un pañuelo, lo extiende en el cojín y se sienta sobre él.
-
Con el humo que sueltas no puedo respirar. Haz el favor
de abrir las ventanas.
Las abro.
-
Seguro que eso que fumas lo has pagado el dinero que yo
te presto y que nunca me devuelves.
Me jode que haga mención a los
préstamos. Procuro calmarme y no entrar al trapo. Ella coge un libro que hay
sobre la mesa y se abanica con él. En el lugar que ocupaba el libro queda un
rectángulo limpio de polvo.
-
Tienes toda la casa hecha un asco. No sé cómo puedes
vivir así.
-
Mamá, ya te he dicho que no estoy de humor.
-
Te pareces a tu padre. Él tampoco sabía ser feliz.
Me mantengo callado y fumo
echando el humo por la ventana. De pronto siento la necesidad de saltar al
vacío. De volar como una bolsa de plástico que es sacudida por el viento. Un
coche que está aparcado en doble fila impide el paso a un camión de reparto. El
conductor toca el claxon cabreado. Nadie acude. Los coches se van amontonando
detrás a lo largo de la calzada. Una sinfonía de pitos y bocinas rebota por
toda la calle. Es una locura. Me fijo en la cara de los conductores. Se sienten
estafados. Un malnacido les está robando parte de su tiempo. Se reconcomen en
sus asientos agarrando con fuerza el volante. Al final el dueño del coche llega
corriendo. Todos le insultan y le recriminan su falta. Arranca el vehículo y el
tráfico se restablece.
-
Deberías que buscarte un trabajo. Aprovechar que aun
eres joven. En cuanto se te echen unos años encima nadie te contratará ¿Y qué
vas a hacer entonces? ¿Vivir de mis préstamos?…
Es la gota que colma el vaso. Si
hay algo que me cabrea es que me eche en cara el dinero que le debo. Voy hasta
la cocina. Cojo las bolsas de comida, las llevo hasta el salón y, delante de
ella, las tiro por la ventana. Mi madre se queda muda. No puede creerse lo que
acabo de hacer. Se levanta, guarda el pañuelo en el bolso y abandona la
vivienda en silencio. Desde mi posición la veo salir del portal. Se para a recoger
la comida que he tirado. Algunos paquetes han reventado y su contenido está
esparcido por la acera. Selecciona lo que sirve y el resto lo echa en un
contenedor de basura. Aguardo junto a la ventana por si le da por levantar la cabeza
hacia mí. Quiero disculparme. Pero en ningún momento hace mención de mirarme.
En vez de eso, cruza la carretera y desaparece al doblar la esquina. Sobre la
acera queda una mixtura de leche, yemas de huevo y yogur. Un cuadro abstracto que
cada cual interpreta a su manera.
pepe pereza
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