Llueve. Con la
humedad llega la nostalgia. Veo las gotas resbalando con lasitud por el cristal
de la ventana a un palmo de mi cara. Es de noche y soy la única persona que
permanece despierta en la ciudad. Bajo a la calle y vagabundeo por el barrio. Las
avenidas están desiertas y siento que la urbe es mía. Que todo lo que piso me
pertenece. Incluso el aguacero que cae es de mi posesión. Imagino que soy el
único habitante del planeta. Poco a poco la lluvia va calándome el pelo y la
ropa. No hace frío y el contacto del agua se agradece. Al pasar cerca de una
rotonda ajardinada me llega el olor de la tierra mojada y tengo la necesidad de
abastecerme de ese aroma. La tierra y el césped al empaparse emanan un perfume
genuino que me lleva directamente a la niñez. A esos años donde el mundo era
tan enorme que no cabía en la memoria y los días tan largos y brillantes que
sobraba el tiempo para hacer de todo. Me dirijo al Parque del Ebro. Sé que allí
la fragancia que busco estará esparcida por todo el entorno. Al llegar al
puente de piedra deja de llover. No quiero cruzar a la otra orilla así que
desciendo hasta el camino que pasa por debajo del viaducto y accedo al parque
por este lado. Según me acerco al río distingo una neblina casi transparente
que sube desde el agua y trepa por los árboles. En cuanto me interno entre la
vegetación me siento embriagado de los efluvios que desprenden el limo y la
hierba. Se agarran a mi olfato como raíces. Hay cierta quietud, cierto drama
que ilumina el paisaje. La imagen es cautivadora. Tiene un toque de decorado. Pero
también hay algo más. Una sensación de pérdida, de billete que es solo de ida. La
constancia de una juventud pérdida que viene acompañada de un sincero resquemor
por la rapidez con que escapan los años. Intuyo una amalgama de sentimientos
ocultos que se irán desvelando a lo largo del paseo. Pongo los cinco sentidos
para ir atendiéndolos según lleguen. Quiero tomar nota de cada uno de ellos.
Capturarlos para después exponerlos en el papel cual mariposas disecadas. Sigo caminando,
absorto en mis pensamientos. Oliéndolo todo. Viajando a otras edades. Al llegar
a los pies del puente de hierro veo que hay una persona subida en la
barandilla. La figura se recorta con la luz de la farola que tiene detrás.
Antes de que tome conciencia de qué está pasando, el hombre salta al río. El
cuerpo cae e impacta contra las negras aguas. Se escucha perfectamente el
chapoteo que produce la zambullida. Observo las ondas circulares que se
extienden por la superficie con la esperanza de ver emerger la cabeza del
individuo. Pasan los segundos. Nadie sale a tomar una bocanada de aire. Lo
siento por él, pero no es cuestión de meterme en el río y bucear a oscuras
tratando de dar con el cuerpo. Sería una lotería. Tampoco me apetece llamar a
la policía teniendo la piedra en el bolsillo. Lo mejor es seguir con el paseo y
hacer como si nada hubiera pasado. Aprecio la valentía y determinación del
hombre. Hay que tener mucho valor para poner fin a tu propia vida. Me pregunto
qué motivos lo han llevado a saltar del puente. Es curioso, noto que el paisaje
ha cambiado. Ya no tiene ese aspecto teatral. Ahora es demasiado real. Ahora la
tierra mojada huele a barro y no a niñez. La luz ha perdido su magia. Antes los
árboles estaban arropados de solemnidad. Eran un marco precioso que concentraba
el camino en un punto. Ahora no dejan de ser simples árboles. Es como estar
viendo una película de 35mm y que la proyección cambie a una secuencia grabada
con una cámara de vídeo. Presenciar la muerte de ese hombre ha trasformado el
filtro de mi visión. La nostalgia que antes me acompañaba ha desaparecido y en
su lugar queda una especie de vértigo. De vacío húmedo. Ya no hay sentimientos
ocultos ni sensación de pérdida. Los colores ya no son los adecuados. El camino
está embarrado y los bajos de mis pantalones están manchados. Sigo esquivando
charcos. El sendero se estrecha entre un bosque de juncos. Frente a mí una
figura aparece entre la niebla. Al acercarse veo que el hombre está calado. Sus
ropas chorrean. Cuando nos cruzamos me detiene y me pide un cigarro. Como
tiene las manos mojadas se lo pongo directamente en la boca. Me pide fuego. Se lo doy. Para salir de
dudas quisiera preguntarle si es él el que ha saltado del puente, pero ya me ha
dejado atrás. Al verle alejarse me parece un espectro. El paisaje que le encuadra
vuelve a mostrarse con un halo de fantasía. La niebla es densa y le otorga al
decorado un misterio frío y una estética de tragedia romántica.
pepe pereza
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