viernes, 31 de agosto de 2012

CURROS DE MIERDA – CARLOS SALCEDO ODKLAS

Lo que sigue es un capítulo de mi novela, aún incompleta, titulada CURROS DE MIERDA. Comencé e escribirla en el 2009, muy influido por FACTOTUM, de Charles Bukowski. Es una novela autobiográfica sobre mis experiencias y reflexiones sobre el mundo laboral. Era mi primer intento serio de escribir y, tras 10 capítulos, consideré que no estaba preparado para un proyecto de esa magnitud y decidí forjarme con los relatos cortos, que es donde estoy ahora. No sé si la acabaré algún día, ni mucho menos si verá la luz, quizás la suba por partes a este blog, ¿quién sabe? De momento aquí dejo el trailer.

CURROS DE MIERDA
3.
Llegué antes de tiempo a la dirección indicada, era un garaje de dos pisos situado bajo un parque. Me alegró sobremanera el hecho de que estuviera muy cerca de mi casa, eso reducía el tiempo de llegada al trabajo, que teniendo en cuenta el número de horas que tenía que hacer se agradecía bastante. La jornada laboral comienza realmente mucho antes de entrar por la puerta, comienza con la angustia de saber que has de abandonar lo que quiera que estés haciendo, abandonar tu vida, tu libertad, y encaminarte al infierno. Ese duro golpe de la realidad se produce mucho antes de fichar, se produce cuando estás a gusto con los colegas en una terraza disfrutando de una cerveza fría, o por las mañanas cuando suena el despertador, ahí comienza el infierno, ¡y esas horas no te las pagan! Sin duda el camino hacia el puesto de trabajo es el peor momento, cuando sabes que aún podrías huir, pero no lo haces, y eres consciente de tu condición de esclavo, se revela en todo su patetismo tu estado de perdedor, tu falta de voluntad, el hecho de haberte sometido a los engranajes quizás para siempre. Tener que cargar con eso, con esa culpa, durante horas, metido en el metro o el bus, con la gente como tú con su culpa esculpida en sus caras, o en el coche, durante los atascos y los semáforos en rojo sangre, toda esa carga lleva a muchos a explotar y hacer uso de cuchillos y escopetas. Supongo que tener, por lo tanto, el trabajo al lado de casa, me hacía una persona menos inclinada a los asesinatos en masa. Incluso llegué al puesto antes de tiempo, no obstante no quería presentarme ahí hasta que fuera la hora acordada, no fuera que se mal acostumbraran. Me senté en un banco y me fumé un cigarrillo tranquilamente, observando a la gente que pululaba por el parque.
El sol empezaba a ocultarse en la ciudad.
Las madres recogían a sus hijos. Los niños aún no querían irse a casa, estaban ahí tirados jugando con la arena, sin preocupaciones, sin trabajo, sin dinero, sin alcohol, sin drogas, sin amantes, sin esposas, sin hipotecas. Sólo con su arena, disfrutando de cada grano, acumulándola, esparciéndola, construyendo, destruyendo. Disfrutad pequeños, nada dura eternamente.
El sol continuaba ocultándose en la ciudad.
Ellos tenían que subir a su casa a cenar. Yo tenía que bajar al garaje a trabajar, así era el orden del cosmos, así que me incorporé y me puse en camino, descendiendo.
El sol se ocultó mientras descendía a ese infierno de hormigón.
Me estaba esperando un tipo con un uniforme como el mío, se le veía muy cansado de todo mientras me contaba las cuatro cosas que yo debía saber: Dónde estaba la habitación para cambiarse, el funcionamiento de las cámaras de vídeo, qué llaves abrían qué y poco más.

-Vaya mierda, doce horas aquí metido y ahora encima tengo que coger el metro otra hora y media hasta llegar a mi puta casa, ¡mierda! Me paso la vida bajo tierra, como los gusanos.
-Ya, es una putada, yo por suerte vivo aquí al lado.
-Joder, no sabes la suerte que tienes macho.
-Lo sé, lo sé.
-Bueno, en fin, nos vemos en doce horas, que pases buena noche.

Y se largó como alma que lleva el diablo.
Bien, se avecinaba una larga noche. Llevaba una bolsa de mano en la que había metido mi uniforme, unos bocadillos y unos libros. Fui a cambiarme y ya con mi flamante traje de noche realicé la primera ronda por el garaje. El paisaje era desolador, paredes grises, suelo gris, franjas amarillas en el suelo gris, luces tenues... Y coches, infinidad de coches, coches azules, coches amarillos, coches rojos, coches blancos, furgonetas, alguna moto.
Divisé a un hombre que surgía de una puerta verde al fondo de la pared. Me hizo un gesto perezoso con la mano. Yo lo imité. Se subió a un coche, uno de los rojos, arrancó y se fue a algún lugar. Proseguí con mi peregrinaje y bajé a la segunda planta. Allí me esperaban más coches, infinidad de coches, coches azules, coches amarillos, coches rojos, coches blancos, furgonetas, alguna moto.
Caminaba despacio, el eco de las paredes amplificaba mis pisadas, no se oía nada más.
Finalicé la ronda y regresé a mi cubículo, el paseo me había llevado unos veinte minutos en total.
Tenía una hoja con el membrete de la empresa en el que tenía que anotar la hora y si se había producido algún tipo de incidencia, tenía que repetir este proceso una vez cada hora.
Mi garita era poco más grande que el retrete de un bar, y tenía una ventana que daba a la puerta de entrada por su parte exterior, lo que significa que cuando un conductor quería acceder al garaje tenía que introducir su llave y esperar a que la puerta se abriera, si en ese momento miraba a su derecha, me veía a mi ahí sentado, a unos tres metros de él, convirtiendo ese momento en algo desagradable para ambos. Por supuesto teníamos que fingir que no era así improvisando un gesto con la mano y esbozando una sonrisa.
Tenía un pequeño monitor de vídeo a mi izquierda que se dividía a su vez en cuatro pantallas, eran las cámaras de seguridad del garaje, en blanco y negro, desde las que podía ver en tiempo real lo que sucedía en cada rincón de mi feudo, por supuesto no ocurría nada.
Cada vez que alguien entraba a por su coche desde el exterior tenía que acceder por una puerta situada en el parque. Cada vez que dicha puerta se abría en mi garita sonaba un pitido, eso me gustó ya que te ponía sobre aviso e impedía que alguna noche de despiste una bella dama me pillara con la polla fuera o en alguna otra situación igualmente embarazosa.
Estaba a gusto allí, leía algún libro o revista, escuchaba la radio y cada hora me daba un paseo por el garaje. Siempre anotaba en mi hoja de servicio "SIN NOVEDAD". Nadie me molestaba, no tenía un jefe capullo dándome la brasa, no tenía que aguantar a nadie, ni tratar con seres humanos, con la técnica adecuada podía evitar incluso verlos, la gente venía, cogía o dejaba su coche y se largaban de allí, yo solo les debía algún gesto con la mano y eso, por supuesto, solo si nuestras miradas llegaban a cruzarse. Era sencillo.
A medida que la noche avanzaba el flujo de personas era cada vez menor hasta que ya casi resultó ser inexistente, era noche cerrada y ya todos dormían, yo custodiaba sus coches.
Las primeras seis horas no me parecieron largas, pero a partir de ahí el tiempo empezó a distorsionarse y perdía su sentido, no tenía ya un orden lógico, algunos minutos duraban mucho y otros poco.
Yo continuaba con mi rutina, ronda, SIN NOVEDAD, garita, SIN NOVEDAD, bocadillo de jamón y queso, SIN NOVEDAD, cigarrillo, SIN NOVEDAD.
Me cansé de leer y decidí salir a tomar el aire, no podía alejarme de la entrada, se suponía que existía un supervisor que podía aparecer en cualquier momento para comprobar si estaba en mi puesto, jamás vino a comprobarlo pero yo no lo sabía en ese momento así que me quedaba en la entrada por si acaso.
La noche era muy silenciosa. El parque estaba rodeado de edificios, los típicos edificios residenciales, idénticos unos a otros como enormes colmenas, se supone que la gente vivía en ellos pero a esas horas parecía una ciudad fantasma como las de las películas apocalípticas. En el silencio extremo los sentidos se agudizan y si alguien tosía en el séptimo piso de alguna colmena yo era capaz de oírlo claramente. Hasta el aire era más limpio y puro, sin coches, sin ruidos, sin gente, el mundo en general era más puro así.
Hay gente que se vuelve loca o se asusta con tanta soledad y quietud, en una sociedad como la que hemos creado la quietud inquieta a los más socializados. Yo lo llevaba bien, me gustaba la noche, también la soledad, siempre me han gustado.
Apareció un gato de detrás de unos setos, iba a su aire, inspeccionando su territorio, el también estaba realizando su ronda. Cuando reparó en mí se quedó quieto, sopesando si era una amenaza. Nos quedamos unos segundos mirándonos fijamente, luego se tranquilizó y se alejó olisqueando por ahí.
Las horas seguían pasando y a eso de las cinco de la mañana empezó otra vez el flujo de gente, tímido al principio y más abundante según empezaba a amanecer.
Abundaban los portes serios, las caras hinchadas y el olor a champú. Tuve que multiplicar mis gestos de saludo con la mano, algunas personas me ignoraban, otras contestaban con desdén, yo los entendía, seguramente estaban en medio de un sueño hermoso cuando el pitido de sus despertadores los bajaba a la tierra como un poderoso directo de derecha a la barbilla.
Uno de los motivos de que me gustara el trabajo nocturno era que no tenías que madrugar para ir a trabajar. Si trabajas de noche por lo general te levantas a mediodía y tienes tiempo de hacer algo con tu vida antes de acudir a tu puesto, eso implica un descenso plácido hacia la angustia, en cambio madrugar... Estar tranquilamente imbuido en otra dimensión y que de repente todo eso acabe con un pitido es algo demasiado angustioso. Te levantas confuso, aún es de noche, no hay ruido ahí fuera y tu mente empieza a aclararse, te das cuenta de que tienes que ducharte, vestirte y desayunar rápidamente y largarte a currar y no quieres creértelo, es demasiado horrible, no puede estar pasándote eso a ti, no es lo que debería haber sido, nunca lo quisiste, ¡te engañaron! Quieres mandarlo todo al carajo y quedarte en la cama, arropado hasta que tu cuerpo te diga que ha tenido suficiente descanso y entonces, sólo entonces, prepararte para un nuevo día. Pero no lo haces. Te levantas, tropiezas, te miras al espejo y ves esa deformidad, el pelo revuelto, los ojos pegados, la cara roja e hinchada.
Esas eran las caras que se asomaban tras mi cristal protector como un desfile de fantasmas, la santa compaña existía, estaba ahí, delante mío, se iban a currar. Era terrorífico.
A esa hora de tumulto yo dejaba la puerta de salida abierta para que los pobres currelas no tuvieran que sacar la llave y abrir la puerta por sí mismos, bastante tenían ya.
Los veía desfilar en sus coches rumbo al matadero, algunos parecían estar verdaderamente dormidos aún, incluso con los ojos cerrados. Seguían su camino de forma totalmente maquinal hacia sus oficinas, tiendas, fábricas o lo que fuera, con el piloto automático puesto, sin creérselo del todo aún.
Yo todavía tenía que permanecer ahí unas horas más y tras ese espectáculo la cosa se hizo más dura. Toda aquella gente bostezando me había contagiado y empezaba a sentirme cansado, muy cansado, con ganas de llegar a mi casa y tumbarme esperando no despertar nunca más.
El tiempo pasaba despacio, la vida pasaba rápido.
Y amaneció.
Las calles empezaban a llenarse de vida, podía oírlo desde ahí abajo. Yo empezaba a dormirme bastante, llevaba demasiadas horas allí metido, estaba luchando agónicamente contra mis parpados que querían cerrarse a toda costa, ya no me obedecían a mí, me habían abandonado, ya no compartían mi lucha por seguir despierto. Asistía a un motín de mi propio organismo.
También luchaba contra la demencia, las horas pasaban lentas, el espacio y el tiempo se expandían como un chicle de menta. Veía destellos de luz que no estaban ahí. Mi cuerpo vibraba de una forma extraña.
La puerta de acceso pitaba cada vez más, yo seguía el recorrido de la gente a través de las cámaras y cuando estaban a punto de pasar cerca de mi me ponía tenso e intentaba sonreír preguntándome si resultaría creíble. Rezaba para que nadie me dirigiese la palabra porque no estaba muy seguro de poder decir algo con coherencia, en resumidas cuentas, estaba flipando.
Decidí salir de nuevo al exterior, a la puerta, y quedarme ahí, que me diera un poco el sol en la cara parecía una buena idea ya que si permanecía sentado en la garita, ese vórtice del horror, acabaría durmiéndome tarde o temprano.
Me aventuré al mundo exterior subiendo por la rampa de acceso. Ya era una mañana en toda regla. Se veía a la gente pulular de aquí para allá. Señoras que sacaban a su perro para la meada matinal. Niños que cargaban con sus pesadas mochilas rumbo al cole. El jardinero.
A veces la gente se paraba y hablaban entre ellas. Todos parecían contentos, con cosas que hacer aquella bella mañana de verano mientras yo agonizaba embutido en mi uniforme azul.
El sol me golpeaba con fuerza, notaba el calor dentro de mí, miraba a mi alrededor y todo me parecía extraño, completamente surrealista. Cuando afrontas una mañana sin haber dormido no estás siguiendo el orden natural de la vida y la percepción no es la misma que si te acabases de levantar, eso unido al cansancio dota a la realidad de un aura muy extraña. Todo brilla en exceso, los colores poseen tal viveza que hacen daño a la vista, los ruidos son extraños e inesperados y te atacan desde todos los flancos. La gente se deforma, se estiran y se ensanchan, ves que son seres humanos como tú pero hay algo extraño que te hace desconfiar, es igual que estar bajo los efectos del ácido.
Regresé a mi submundo, tembloroso y aterrado, sensorialmente no estaba preparado para el día y sus gentes, en mi submundo aún era de noche y aquello me arropaba, sabía que podría esconderme debajo de la mesa si fuera necesario.
Llevaba once horas metido ahí. Realicé mi última ronda con una gran sensación de satisfacción. SIN NOVEDAD. Por fin todo esto llegaba a su fin, llegarían a relevarme dentro de poco, recogí mis cosas y me cambié.
Faltaban tan solo unos minutos y el alargamiento del tiempo había llegado a un extremo absurdamente cómico. ¡Los minutos duraban 500 segundos!
Llegó la hora... Y no pasaba nada. No podía creérmelo. Nadie acudía a rescatarme. Me habían abandonado y ahora moriría. ¡Llevaba ahí dos minutos de más! Eso en mi estado era casi media hora.
Entonces llegó el relevo. Era el mismo tipo de la tarde anterior.

-Qué, ¿qué tal tu primera noche?
-Bastante bien, las ultimas horas un poco peor, pero bien en general.
-¿No ha pasado nada no? -Dijo ojeando mi hoja de rondas.
-Nada.
-Sí, aquí nunca pasa nada, mejor así.
-Bueno, me largo que me caigo de sueño.
-Vale, nos vemos en doce horas

Esa última frase me destrozó. En mi delirio por sobrevivir había olvidado que aquello no era ninguna especie de prueba de resistencia puntual. Era algo que se repetiría de nuevo, que se repetiría dentro de un rato, que se repetiría día tras día quizás eternamente.
Agarré mi bolsa y me alejé raudo de allí. Libre de nuevo me sentía más enérgico e incluso el sueño se había mitigado bastante. No tardé mucho en llegar a mi casa. Una vez allí me quité la ropa, bajé las persianas para evitar a mi enemigo el sol y me tumbé mirando al techo, pensando en todo aquello. Curiosamente tardé un buen rato en dormirme. El infierno había comenzado.

PUBLICADO POR CARLOS SALCEDO ODKLAS EN http://odklas.blogspot.com.es/

jueves, 30 de agosto de 2012

CÁNCER DE INVIERNO – LUIS MIGUEL RABANAL



VIII

Si sientes la cercanía del carámbano
ya habrá bastado para descuidarte
y morir, te crecerán los ojos y serás el desconocido
que llama a la puerta para vender estufas,
espejos que deforman la realidad, licores de manzana.
No estoy seguro de que sea esta noche,
y sin embargo las células supuran su argumento asolador
y me conminan,
de ellas se esperan tantas cosas que imagino
ya inútiles por su modo de perseverar en lo grotesco.
Hay nieve todavía en los tejados de mi infancia,
mi madre enciende el fuego y me viste,
sé que es de su voz
de donde mana la ternura o el castigo.
Ya no sollozo más y esta hora que confundo
con otra menos trágica
me convencerá al fin de que es mentira.
El anochecer es un taxi negrísimo
que asoma en la calle del Medio y es Obdulia
desnuda y dormida, soy yo si permanezco solo
mientras el mundo o su nostalgia acaba.
El contacto con cuanto es fugitivo arde en la boca
como si tuviera prisa por pasar el tiempo,
otros hombres hasta aquí venían a curar su
sarcaidosis.
Qué astuta elección si crees suficiente
desdramatizar tu afán por perdonarlo todo,
tu mejoría cuando el sol
seca tu frente de pensamientos voraces y difíciles.
No serás nunca el suicida que se sumerge con su idea
en el cieno absurdo de la noche y no mira su rostro
que le dice, no, no debes volver.

“Cáncer de invierno”, Colección Provincia, León 1998

http://luismiguelrabanal.wordpress.com/2012/08/29/cancer-de-invierno-3/

RECITAL SIMULTANEO

martes, 28 de agosto de 2012

EL SUBALTERNO

Hay días que es mejor no levantarse. Eso pensó Lucas mientras estaba en la cadena de montaje. Su tarea consistía en ensamblar dos piezas metálicas con una tuerca y una llave del 19. Debía asegurarse de que quedaban bien sujetas antes de seguir con las siguientes. Las piezas nunca se acababan, y antes de dar la última vuelta de tuerca ya estaban llegando otras por la cinta transportadora. Tenía que realizar su trabajo a toda prisa y no podía dejar pasar ninguna sin ensamblar.
Ese día en concreto estaba siendo un mal día, y lo estaba siendo porque Matías, el encargado, no paraba de tocarle los cojones.

- ¿Se puede saber qué coño te pasa esta mañana? Estás dormido Lucas. A ver si espabilas.

A Lucas no le pasaba nada. Trabajaba al ritmo de todos los días, es decir, a toda hostia. Pero Matías esa mañana se estaba desahogando a placer con él. Lucas guardaba silencio. Haciendo caso omiso de los comentarios despectivos de su encargado. Concentrándose única y exclusivamente en hacer su trabajo lo mejor posible.

- Me cago en Dios, Lucas. Esa pieza va floja. Repásala.

Lucas repasó la pieza.

- La pieza está bien.
- Ahora vas a saber más que yo… Venga joder, que no tenemos todo el día.

Claro que él sabía más. De hecho llevaba doce años haciendo el mismo trabajo y sabía que para que las piezas quedasen bien acopladas había que darle cinco vueltas a la tuerca. Ni una más ni una menos. Cinco vueltas, que son las que había dado. Pero si Matías decía que había que comprobar la pieza, se comprobaba y ya está. Lucas siguió con su trabajo. Tratando de recuperar el tiempo que le había hecho perder el encargado.

- Espabila Lucas.

Lucas se preguntaba por qué Matías la había tomado con él. Él era un buen trabajador. Nunca había faltado a su trabajo. Siempre puntual. No causaba problemas y se llevaba bien con todo el mundo. Con todos excepto con Matías. Y que conste que no era por su culpa. Él siempre fue cortés y educado con Matías. Nunca le faltó al respeto y siempre obedecía sus órdenes. No, Lucas no podía entender la antipatía que Matías sentía por él.

- Venga joder, que estás dormido.

Lucas sudaba a mares a causa del esfuerzo y la presión. Maldijo su suerte por dentro, tragándose el orgullo y la vergüenza de ser humillado delante de sus compañeros.

- ¿Qué pasa? ¿Te pasaste la noche follando con la parienta y ahora no rindes?

A Lucas le hubiera gustado decirle que eso no era asunto suyo. Prefirió callarse. Tenía miedo de dejarse llevar. Temía despertar a la bestia que durante tanto tiempo había encerrado en lo más profundo de su ser. Sí, era mejor callarse y aguantar. El tiempo pasaría y podría regresar a casa con su mujer. Por unas horas podría olvidarse del trabajo y del malnacido de su encargado.

- ¿Se puede saber en qué cojones estás pensando? Métele caña, joder. Que en vez de sangre parece que tienes horchata.

Aguanta Lucas, aguanta. Solo es un mal día, ya has tenido otros y los has superado. Aguanta. Solo unas horas más y regresarás a casa. Podrás servirte una copa y sentarte junto a tu mujer en el porche. Y ahí estaba Lucas, ensamblando la pieza de turno. Sudando como un condenado. Con calambres en espalda y brazos. Con el orgullo dolorido y haciendo todo lo que estaba en su mano para aguantar los envites de su jefe.

- ¿Seguro que esa pieza va bien?
- Seguro.
- Revísala.
- Te digo que va bien.
- Y yo te digo que la revises, cojones.

Lucas obedeció y revisó la pieza a sabiendas de que estaba bien.

- Está bien, como te he dicho.
- Date caña que se te pasa esa otra pieza.

Cada pieza que tenía que revisar le retrasaba con la siguiente. Lucas tuvo que esforzarse al máximo para volver a coger el ritmo. Su trabajo de por sí era un coñazo, pero con Matías encima llegaba a ser insoportable. Lucas rogó para que el tiempo pasase rápido. Además, con tanto sudar se estaba deshidratando. Necesitaba beber agua. Tenía la botella a sus pies, pero estando Matías cerca era mejor aguantar. Lucas estaba seguro que si hacía mención de beber agua, Matías se lo iba a reprochar. Prefería pasar sed que aguantar otra de sus broncas. Siguió con su trabajo a pesar de tener la lengua seca como un felpudo. Ni siquiera podía beber un trago de agua sin que se lo recriminasen.

- ¡Me cago en Dios! Lucas. Estate atento, no ves que esa no está bien.
- Esa pieza está bien, como lo estaban las otras.
- Que no me repliques, joder. Tú haces lo que yo te digo y basta.

Lucas dejó la llave a un lado y se agachó a por la botella de agua.

- Deja la puta botella y revisa la pieza.

Lucas se quedó mirándole, sopesando si debía partirle la cara o continuar tragando mierda.

- Te digo que dejes la botella y revises la pieza.

Lucas dejó la botella en el suelo, cogió la llave y revisó la pieza.

- La pieza está bien.
- Pues me alegro, pero métele caña que se te acumula el trabajo.
- Si no estuvieses tocándome los cojones seguro que no se me acumulaba.
- A mí me pagan para tocarte los cojones.

Las piezas se acumulaban y él no podía más. Le dolían los músculos de la espalda, tenía las manos entumecidas, la frente perlada de sudor y la boca seca.

- Vamos Lucas, vam…

Lucas no fue consciente de asestar el golpe. Solo escuchó un crujido. Un crujido sordo como el reventar de una nuez. Matías cayó al suelo con la cabeza abierta. Lucas dejó la llave manchada de sangre sobre la cinta transportadora y la observó mientras se alejaba. Luego cogió la botella de agua y bebió hasta saciar la sed.

® pepe pereza (Momentos extraños)

miércoles, 22 de agosto de 2012

SE RUEGA SILENCIO (Fragmento)

Me despierto con un de ataque de pánico. Nada más abrir los ojos siento una angustia que me estruja el estómago y un miedo insensato que pone los pelos de punta. Nunca me había pasado algo así. Será por el abatimiento de las últimas semanas. O tal vez, por el desánimo y la frustración que arrastro desde hace demasiado tiempo, tanto que han pasado a formar parte de mí. De pronto lo veo claro. Mi futuro está en esa maldita fábrica de refrescos o en otra similar, donde mi puesto no pase de ser el de un simple peón. Con suerte permaneceré ahí hasta que me jubile para más tarde morir en una asquerosa residencia de ancianos. Esa es la vida que me espera. Ser consciente de ello es lo que me causa el pánico. Trato de convencerme de que no va a ser así. No, yo seré un escritor famoso, me digo. ¿Escritor famoso? Jajajajaja. Permíteme que me descojone. Entro en una especie de bipolaridad conmigo mismo. Por un lado pongo en duda mi talento, por otro, lo defiendo y me aferro a él. Salto de la cama y corro a encender el ordenador. Quiero leer lo último que he escrito y evaluarlo. Leo:

“Hemos acabado la jornada y volvemos a la ciudad en el autobús de la empresa. Me he sentado atrás del todo para no compartir el asiento con nadie. Además, desde aquí puedo ver a Sofía, mejor dicho, puedo ver su cogote. Me conformo con observar ese pedazo de su cabeza. Es como la punta de un maravilloso iceberg, la cima de una montaña de pelo rojo. A Sofía le gusta mirar por la ventana. Siempre lo hace. Elude la conversación de sus compañeras para contemplar el paisaje. Yo también prefiero ver que hablar. Es algo que tenemos en común. Me pregunto qué más tendremos en común ¿Nos gustarán las mismas cosas? ¿Seremos compatibles?...”

La venda cae de los ojos mostrándome la cruda realidad. Nunca he tenido talento y nunca lo tendré. Mis palabras están llenas de mediocridad. Jamás escribiré nada que merezca la pena ser leído. Me dan ganas de llorar ante esta revelación. La escritura es el único estímulo que me hace seguir adelante, sin ese aliciente estoy perdido. Joder, no quiero pasarme el resto de mis días viendo pasar latas de naranjada. No quiero ser una hormiga más en un oscuro hormiguero. Mis miedos e inseguridades se cierran como un puño que me golpea hasta noquearme. Estoy aterrado. Tiemblo ante la perspectiva de un futuro tan negro. Para eso es mejor morirse. Una idea surge en mi cerebro: beber amoniaco. El concepto en sí es una locura, a pesar de ello trato de imaginar el daño que produciría el líquido hasta llegar a mis entrañas. Una parte de mí está dispuesta a probar, no obstante, la parte racional me aconseja descartarlo de inmediato. Estoy dividido. Confundido. Aterrado. Para evadirme de la angustia fijo la vista en las manchas de humedad que han dejado las filtraciones. Empiezan a secarse y dejan formas caprichosas. Esa de ahí recuerda la cabeza de un tiranosaurio, esa otra parece un cuerpo desmembrado. Hasta que no estén secas del todo no podrán pintar la casa. La habitación ya era lo suficientemente cutre, añadiéndole las manchas resulta deprimente. Todo a mi alrededor lo es. Ahora mismo solo veo dos caminos: Beber el amoniaco o resignarme a pasar toda la vida encadenado a una cinta transportadora. Estoy demasiado afectado para pensar con claridad. Me puede la desesperación y la idea de ingerir el amoniaco cada vez me parece mejor salida. Cuando quiero darme cuenta estoy aporreando la puerta de los vecinos de abajo. Supongo que mi subconsciente ha buscado una vía alternativa para sacarme de la locura y el miedo. No sé exactamente qué hora es. Cálculo que las once o las doce de la noche. A esta hora el vecino estará trabajando, hace turno de noche, pero Matilde, su mujer, sí está. Insisto y sigo llamando a la puerta. Necesito hablar con alguien. Si continúo solo terminaré haciendo alguna locura. Me haré daño. Tiemblo como un flan y no puedo respirar. Tengo que sentarme en las escaleras. Me doy cuenta de que estoy desnudo, claro que en estos momentos es lo que menos me preocupa. Intento desesperadamente llenarme de aire los pulmones. El pánico ha paralizado mi sistema respiratorio. Cuando estoy a punto de ahogarme, Matilde entorna la puerta y me observa preocupada.

- ¿Ocurre algo?

Quiero explicarle lo que pasa pero no me salen las palabras. Es como si me hubiera olvidado de hablar. En mi vida he sentido tanta impotencia. No puedo más y rompo a llorar. Es lo único que puedo hacer. Matilde sale al rellano y se acerca a mí. Extiende su mano y la posa en mi hombro. Las yemas de sus dedos apenas tocan mi piel, pero entiendo que es una caricia.

- Tranquilízate, por favor.

Ella no es guapa y es mayor que yo. Las raras ocasiones que hemos coincidido en el portal tan solo hemos hablado unas pocas palabras. Se puede decir que este es nuestro encuentro más cercano. La abrazo. Noto cómo su cuerpo se tensiona y se pone rígido. Aun así la aprieto contra mí. Mis lágrimas mojan el cuello de su camisón. Por fin me abraza. Continuamos así durante un buen rato. De pronto me doy cuenta de que tengo la polla tiesa. Por supuesto ella lo está notando, sin embargo no da muestras de sentirse incomoda. Le beso el lóbulo de la oreja y el cuello. Lo hago suavemente, casi sin malicia. En un primer momento parece que me va a rechazar. Después me ofrece sus labios. Los acojo en los míos. Nuestras lenguas se acoplan como babosas en celo. Poco a poco el ardor se hace extensible a otras zonas de nuestros cuerpos. Las lágrimas dejan paso al entusiasmo de las caricias. Le quito el camisón y las bragas. Hago que se dé la vuelta y la penetro. Está lo bastante lubricada y entro en ella sin problema. Llevaba más de dos años sin estar dentro de una mujer. La sensación es maravillosa. Ella gime. Lo hace en alto, muy alto, casi gritando. Menos mal que no hay nadie más en el edificio. Le cojo ambos pechos y le beso el cuello y parte de la espalda.

- Espera, espera…

Me coge la mano y me hace entrar con ella en la casa.
Sobre la cama le como el coño. Tiene exceso de vello púbico y el interior le huele a gambas a la plancha. Chupo, succiono, lamo, absorbo, bebo, saboreo. Me deja un gusto rancio, empalagante y áspero. Sigo perforando con la punta de la lengua. Quiero ser absorbido por su vagina, adentrarme en su útero y quedarme ahí como un embrión asustado. Un nacimiento al revés, la involución de un parto, una absorción. Sus jugos gotean por mi barbilla. Me sumerjo en la sopa de saliva y fluidos corporales.
Satisfechos nuestros apetitos permanecemos en silencio. Tumbados el uno al lado del otro como adolescentes avergonzados. Me gustaría decir algo para romper el silencio. No se me ocurre nada. Seguimos tumbados. Con temor a que nuestros cuerpos se rocen. Me apetece un cigarro. Miro de reojo encima de la mesilla con la esperanza de encontrarme un paquete de tabaco. Solo veo una lámpara y un vaso casi vacío de agua. Estoy incomodo por la situación. Somos dos completos desconocidos que hemos dado rienda suelta a nuestros deseos y que ahora no tenemos nada más que compartir. Quiero irme. Busco unas palabras que me sirvan de despedida. Tengo la mente confusa y no consigo acertar con ninguna frase. Es ella la que habla.

- ¿Qué te pasaba?
- Tenía miedo.
- ¿De qué?
- De todo.
- Comprendo. A veces yo también siento lo mismo.
- Tengo que irme.
- Sí, es lo mejor.

Salgo al rellano y me encuentro a Nico en las escaleras. Al dejar la puerta abierta él ha aprovechado para explorar fuera de casa. No se lo reprocho, la curiosidad es congénita en los gatos. Lo cojo en brazos y subo las escaleras hasta nuestro piso. De pronto el futuro no me parece tan negro. Me pongo frente al ordenador y releo el párrafo que he leído antes. No está mal. Me gusta la parte que comparo el cogote de Sofía con un iceberg. Faltan un par de horas para irme a trabajar. Las dedico a escribir.

® pepe pereza 

domingo, 19 de agosto de 2012

UN DÍA CUALQUIERA - RELATOS DEL HUMO (y hachís)

El sol se perfilaba en las siluetas de los edificios. La luz cambiante del alba teñía de ámbar y grana el conjunto de nubes que flotaban por encima de los tejados. Las cigüeñas volaban hacia los basureros y los aviones dejaban líneas blancas en el cielo como si fueran rayas de cocaína sobre un espejo. Yo disfrutaba del espectáculo desde mi ventana, sujetando con ambas manos una taza de café y un porro en la comisura de los labios. Desde la ventana tenía una amplia panorámica de la ciudad. Cuando el sol se asomó por encima de los tejados percibí en la cara una caricia de luz y calor que me hizo estremecer. Las semanas anteriores habían sido una retahíla de días grises y lluviosos, por eso la presencia de un sol primaveral era tan de agradecer. Expulsé el humo y contemplé anonadado la simbiosis de las volutas y los fotones de luz. Ver amanecer era de mis espectáculos preferidos y siempre que podía desayunaba delante de la ventana admirando el acontecimiento. Sin duda era la mejor manera de empezar el día. Estuve así hasta que llegó la hora de ir a trabajar.
Conduje hacia el Palacio de Congresos escuchando una emisora de música rock. Dentro del coche el ambiente estaba demasiado cargado así que abrí ligeramente la ventanilla para que se despejase del humo. Llegué a la rotonda de La Fuente de Murrieta y traté de hacerme un hueco entre los demás vehículos. Odiaba esa maldita rotonda, y más a esa hora cuando toda la ciudad circulaba por ella. Después de girar a la derecha y tomar una carretera menos transitada me sentí más relajado. Aspiré del porro pero estaba apagado y tuve que sacar el encendedor. Al hacerlo aparté la vista de la carretera y estuve a punto de golpear al coche que me precedía. Afortunadamente conseguí pisar el freno a tiempo. Me maldije a mí mismo por el descuido y dejé el porro en el cenicero. Subí la ventanilla y centré toda la atención en la carretera. En la radio la locutora hizo la presentación del siguiente tema. Era Nick Cave haciendo una versión del tema “I´m Your Man” de Leonard Cohen. La canción alcanzó todo su esplendor, seguí el ritmo tamborileando con los dedos sobre el volante. Al poco llegué a las inmediaciones del Palacio de Congresos. Enfilé la rampa que llevaba al aparcamiento y dejé el coche junto a la puerta de entrada del muelle de carga. Era el único coche del aparcamiento. Consulté la hora, eran las nueve menos tres minutos. Me extrañó que no hubiera nadie esperando, normalmente los chicos de carga y descarga solían llegar antes. Apagué el motor y subí el volumen de la radio. Nick Cave sonaba de maravilla a esas horas de la mañana. Me fijé en el Palacio de Congresos y en la enorme sombra que proyectaba sobre el camino que bordeaba la orilla del río. El vapor del rocío brotaba de la hierba y de inmediato era atravesado por los rayos solares. A contraluz pude ver algunos insectos volando de aquí para allá. La canción llegó a su fin. Me encendí la raba, me ajusté las gafas de sol y salí del coche. El “Clip, clip” de la cerradura electrónica resonó por toda la explanada espantando a un grupo de gorriones que picoteaban junto a los jardines. Me acerqué a la puerta metálica del muelle de carga y me apoyé en ella. Era agradable estar allí, como un reptil calentándose la sangre. No obstante tuve el presentimiento de que me habían hecho venir una hora antes. Viendo que eran las nueve y que nadie aparecía cogí el móvil y llamé a Raúl.

- Raúl, ¿a qué hora hemos quedado?
- (Con voz somnolienta) A las diez.
- ¡Me cago en la puta! Ayer me dijiste a las nueve.
- Hostia, me confundí.
- ¡Joder, tío!
- Lo siento.
- Aprovecharé para tomar un café. Nos vemos a las diez.

Raúl era el jefe de los técnicos, mi jefe. No era la primera vez que me hacía algo así. Me cagué en todo lo sagrado. Clip, clip. Entré en el coche y arranqué. Puse rumbo a una cafetería.
Le tocaba el turno a la camarera rumana que me tenía medio enamorado. Estaba de suerte. Por otro lado, la barra estaba a tope y todos los periódicos ocupados. Cuando me llegó la vez hice gala de mi mejor sonrisa y pedí un cortado. La camarera carente de cualquier signo de simpatía se limitó a darme la espalda para preparar el café, cuando estuvo listo lo dejó sobre la barra sin mirarme siquiera. Reconócelo, esa mujer nunca será tuya, me dije mientras me tomaba el café.
Regresé al Palacio de Congresos y aparqué en el mismo sitio que lo había hecho antes. Seguía siendo el único coche del aparcamiento. Me lié un porro. Dudé entre fumármelo dentro escuchando la radio o salir a caminar por la orilla del río. Salí del coche. Clip, clip. Se estaba bien bajo el sol. Las aguas del río bajaban bravas y turbias. Al otro lado de la orilla había una carretera que se extendía en paralelo siguiendo el recorrido del torrente. De vez en cuando las aguas arrastraban algún tronco arrancado por la crecida, comparé la velocidad de estos con los coches que circulaban por la carretera, haciendo apuestas imaginarias por unos y otros. Por los alrededores algunos ancianos paseaban, también había unos tipos corriendo. Yo tenía que trabajar y no me quedaba más remedio, pero no conseguía entender por qué la gente madrugaba para algo tan insustancial como hacer footing. Decidí obviarlos a todos y concentrarme en las aguas del río. Recordé los veranos cuando era un adolescente y me iba con los amigos a bañarme junto a la presa, por aquel entonces las aguas estaban más limpias y no dudábamos en zambullirnos en ellas. Apuré el porro y tiré la colilla al río. De pronto algo llamó mi atención, algo grande que arrastraba la corriente. Me quité las gafas de sol para ver mejor. Era el cadáver de un caballo. Tenía la tripa hinchada y la fuerza de la corriente le hacía girar sobre sí mismo. Cuando el cuerpo del equino pasó por delante, me fijé en que no tenía ojos, tampoco labios, con lo cual la dentadura quedaba al descubierto. El gesto macabro del cuadrúpedo me revolvió las tripas. El cadáver siguió girando sobre sí mismo corriente abajo, levantando las patas al cielo para luego sumergirlas en las aguas. Necesitaba nicotina y me encendí un cigarro. Eran las diez menos diez. Me quedaban unos minutos para disfrutar del sol. A lo lejos las extremidades de caballo seguían entrando y saliendo de las aguas. Me puse las gafas y regresé junto a la puerta metálica. Un coche enfiló la rampa del aparcamiento. Era el de Raúl. El vehículo se detuvo a la entrada, Raúl bajó la ventanilla y accionó el mando a distancia de la puerta metálica, los mecanismos de ésta se activaron y comenzó a elevarse.

- Esta hora la pienso cobrar.
- Claro, sin problema. Y siento mucho el despiste.

La puerta terminó su ascenso y Raúl metió el coche dentro. Seguí fumando apoyado en la pared. Me esperaba un duro día de trabajo y decidí tomármelo con calma. Cuando el cigarro se consumió lo arrojé por encima del hombro, me despedí del sol y entré en la oscuridad del muelle.

® pepe pereza - Relatos del humo (y hachís)

Prólogo: David González
Fotografía cubierta: Capear
Figura Origami: Óscar Cardeñosa
Correctoras: Adriana Bañares Camacho & MJ Romero
Editorial: Origami

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viernes, 17 de agosto de 2012

miércoles, 15 de agosto de 2012

ALFONSO XEN RABANAL: EL TIEMPO DEL HOMBRE MUERTO – POR DAVID DE SAN ANDRÉS

Me he tomado mi tiempo para leer y releer esta nueva obra del escritor todoterreno Alfonso Xen Rabanal pues su escritura es tan potente que si se te ocurre leerla de un tirón puedes acabar literalmente destrozado por la intensidad y potencia y verdad de su escritura... Estamos ante un pensador, ante un filósofo, ante un tipo que ha escrito algo verdaderamente inclasificable, algo a lo que solo el tiempo le pondrá la etiqueta correspondiente, si es que alguien es capaz de inventar una etiqueta para este magnífico y hoy más que nunca necesario libro que nos enfrenta a nuestra propia conciencia, como si las páginas de este artefacto fueran espejos en los que vemos reflejados nuestros propios miedos, esos miedos que nos impiden dar un golpe de mano sobre la mesa y empezar a cambiar este orden de cosas que nos está llevando a todos, conscientes de ello o no, al matadero... Alfonso Xen Rabanal realiza un diagnóstico implacable, feroz, real de una sociedad, la nuestra, que se derrumba ante nuestros propios ojos sin que ninguno hagamos realmente nada por evitarlo... Xen Rabanal sí hace algo: lo escribe: escribe eso que todos pensamos: escribe, creo, como si fuera la última oportunidad para hacernos despertar de un sueño que políticos, banqueros, empresarios sin escrúpulos y otros emisarios de la maldad pura y dura han convertido en una horripilante pesadilla de la que, parece ser, no podemos despertar... Xen Rabanal, a través de un examen minucioso y nada condescendiente consigo mismo y con los que le rodean, nos muestra tal y como es esta sociedad en que nos movemos: injusta, insolidaria, acojonada... Y, en cierto modo, también nos ofrece una solución: que miremos dentro de nosotros mismos, pues el cambio de este orden de cosas está, en principio, dentro de nosotros mismos... Diré, ya para terminar, que Alfonso Xen Rabanal, del que tengo el honor (aquí sí procede esta palabra) de ser amigo, ha escrito una obra a la que, en un futuro, recurrirán todos aquellos que quieran explicarse a sí mismos cómo eran realmente estos tiempos una vez apagados los fuegos artificiales de todos esos voceros al servicio de un Sistema que, como dije antes, se está viniendo abajo ante nuestros propios y cobardes ojos que miran hacia otro lado como si mirar hacia otro lado pudiera salvarnos de la que se nos avecina y cuyos primeros síntomas se advierten ya en las medidas que están acabando con nuestro propio futuro no solo en esta patética España sino en el resto del mundo... Quiero añadir algo: la voz caústica de Xen Rabanal me trae ecos de otras voces como la de Céline, la de Henry Miller y la de Ginsberg en su famoso poema "Aullido"... Y algo más: a diferencia de otros pensadores que nos hablan de la crisis y del escarnio que hacen con nosotros los poderosos, pensadores que hablan desde la perspectiva de alguien que no las pasa putas, Alfonso Xen Rabanal nos habla desde una perspectiva a pie de calle, desde la perspectiva de un hombre que las está pasando realmente putas y no desde la comodidad que produce una economía saneada, como es el caso de demasiados pensadores... Finalizo ya: nosotros sí podemos hacer algo para empezar a situarnos frente a todos esos que mantienen en pie un Sistema que perjudica a la mayoría: Podemos empezar por leer este libro y pensar, seria y detenidamente, sobre lo vamos leyendo y, luego, dar el siguiente paso, pues, en mi opinión, más importante que un paso al frente son los que le siguen... Y ahora, antes de dejarte con unos extractos de este incuestionable libro, tres enlaces en los que se habla sobre esta gran obra, segunda, por cierto, de una trilogía, una epopeya, que dio comienzo allá por el año 2008, con "La cámara de niebla":


http://hastalosgatosacabanporsuicidarse.blogspot.com.es

LERAÚL - ILUSTRADOR

domingo, 12 de agosto de 2012

EMPATÍA – VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ

paseando por el bosque esta mañana pensé

en lo mucho que nos ha costado a mi generación de escritores crear buenos latidos entre nosotros y ambiente solidario de equipo, admirarnos sin recelos ni envidias, facilitarnos las cosas, apoyarnos, consultarnos, colaborar unos con otros, promocionarnos sin suspicacias, leernos con criterio, participar en proyectos colectivos, remar sincronizados en el mismo barco, realizar lecturas conjuntas e irnos luego de fiesta convirtiendo la literatura en una celebración (en vez de en un funeral), acoger a nuevos miembros, publicar a gente inédita, hacer antologías, reconocer nuestros avances y logros, admitir nuestros fracasos y errores, aprender unos de otros, domesticar el ego, evitar rencillas y trabajar, en suma, por una causa común...

lo pensaba y repensaba al caminar junto a mi perra esta mañana entre los pinos, consciente de que ha sido un trabajo de años y esfuerzos, de ajustar puntos de vista y enfoque, de que las cosas no siempre han sido así (no nos vino hecho no nos lo han regalado) y de lo perro que de otra manera puede ser este gremio... y no pude evitar sentirme orgulloso de mis compañeros y de mí mismo, al margen ya de nuestras obras, por haber logrado crear fluidamente este ambiente de equipo...

algunos llaman a eso adularse
comerse el culo chuparse la polla
yo prefiero llamarlo empatía
v

PUBLICADO POR VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ EN HTTP://MIVIDAENLAPENUMBRA-VINALIATRIPPERS.BLOGSPOT.COM.ES/

“EL TIEMPO DEL HOMBRE MUERTO” DE ALFONSO XEN RABANAL

"A veces no puedo sonreír, aquí lo hago poco, y sí puedo y debo vomitar la mala hostia, no desdeño mi parte oscura, la integro, no la disimulo con barahúndas que distraen y maquillajes sociales... no, la mierda es la mierda y, lamentablemente, estamos hasta el cuello de ella.

En el Tiempo del Hombre muerto hay mala hostia, sí, y mucha... conformarse con lo que se tiene cuando lo estás perdiendo todo no me vale... hay que luchar no por recuperar lo perdido, hay que luchar por ganar pues esto es una guerra, ahora no hay que defenderse, no me vale el grito de a las barricadas, eso es defenderse... ahora hay que atacar o serás si no lo eres ya un esclavo, un zombi adocenado... y se puede y se debe hacer desde dentro pues nosotros somos el sistema, si cambiamos nosotros cambiamos el sistema."

jueves, 9 de agosto de 2012

A CUESTAS CONMIGO MISMO - MIGUEL BERGASA (FIFO)

Desde hace un tiempo mi amigo Fifo tiene el gesto afectuoso de continuar mis relatos, llenarlos de humor y, casi siempre, consigue mejorarlos. Aquí una prueba de ello:

A CUESTAS CONMIGO MISMO por MIGUEL BERGASA (FIFO)
Dirijo la flechita de mi ratón al icono que pone Pepito,

(yo mismo me encargué de retrasar la aparición de “asperezas”,
((Un blog con ese nombre tan arisco no debe urticarte de entrada)) y cual es mi sorpresa cuando me doy cuenta de que ha despertado)).
La vida tiene sentido.
Y a la vez veo que se trata de un texto.
Me da igual lo que sea, no me importa otro anuncio, un recital en Zamora, una lectura en Oviedo, lo que me importa es que despierte, aunque sea solo por unos minutos,
los suficientes para hacer pis, beber agua, sanguis y ver algún record de china y volver al sofá.
Sofá-cama, claro.
Pepe sigue vivo.
¡Que guai!
Al ver la foto que ilustra el relato, me digo:
Pincho a John Coltrane, y leo más a gusto.
Sin querer veo las seis primeras palabras del relato, de refilón.
“estoy sentado frente a la lavadora”
Mi interior dice: Lo tengo.
Me da igual, es tanto el mono de pereza que sigo buscando a Coltrane, que con el desbarajuste de mis archivos, no es tarea fácil, y hago que suene.
Vuelvo a mirar el comienzo del relato,
Con foto incluida,
Título en rojo,
y la preciosa cabecera superior que me dice “Ya ves que no es Coltrane”, pero ya está sonando, y el humo de la foto se envuelve de saxo y digo:
Fifo: a por él, aquí hay continuación.


Continuación de A cuestas conmigo mismo:
(no es continuación, es relato paralelo)

No encuentro ningún taburete, ni banco,
ni nada donde sentarme y además estoy convencido que no he elegido el programa correcto,
y me pregunto por qué el tambor no da vueltas.
Vaya mierda. No se poner una lavadora.
Me distraigo con cualquier bobada.
Lo que daría por que viniera algún colega a fumarse un par de porros conmigo.
Qué estúpida me parece la forma circular de la ventana de la lavadora
Me encantaría fumar un porro, pero es que no tengo tiempo para nada, menos mal que por lo menos este rato no escribo.
Estoy hasta los cojones de ser un esclavo de la máquina de escribir.
Si el cabrón de Boas se hubiera pasado por aquí…
¿Pero dónde cojones está el prelavado?
Menos mal que tengo, no sólo el talento de Hunter (Simpson, y de Bart,) de tal manera que aprieto el botón de arriba y empieza a sonar Lance Armstrong, con el típico swing de piñón plato- plato piñón.
Por fin.
Esto parece que funciona.
Y lava.
Así que me quedo medio aleláo, pensando en lo que odio a los gatos y recordando aquel libro horrible del náufrago, que ojalá nunca lo hubiera leído
Me voy.
Dejo la ropa centrifugándoselas como mejor pueda, al son del sillín de Induráin.

® Miguel Bergasa (Fifo para los amigos)

SE RUEGA SILENCIO (Fragmento)

Estoy sentado frente a la lavadora. Observo cómo el tambor da vueltas a toda velocidad en el programa de centrifugado. No tengo otra cosa mejor que hacer que contemplar la carcasa de poliuretano transparente. Ese cíclope de pupila veloz con el que mantengo una lucha de miradas. La ropa ya no se distingue. La fuerza centrífuga ha hecho de las prendas una masa compacta y multicolor que gira y gira rápidamente dejando un hueco en el centro. Pasan los minutos y sigo hipnotizado por el movimiento constante que dibuja círculos concéntricos. Permanezco atento sin otra cosa que me distraiga. Paralizado, inmóvil. Giros y más giros. Ziung-ziung-ziung-ziung… El ojo de buey es ahora un agujero negro que absorbe todas las partículas de mi cuerpo. Mejor aun: Un gran remolino en medio del océano. Ziung-ziung-ziung-ziung… Un ciclón. Un huracán. Ziung-ziung-ziung-ziung… El movimiento va decelerando. Zi-ung… zi-ung… zi-ung… z-i-u-n-g… El programa de lavado ha acabado. Poco a poco el tambor deja de girar hasta que se detiene. Saco la ropa de la lavadora y la tiendo.
Llaman al timbre. Es El Culebras. Me trae veinticinco gramos del mejor hachís que se pueda encontrar. Lo bueno se paga, así que aflojo la guita. Después de eso me quedan unos pocos euros para pasar el mes. El Culebras tiene prisa, debe atender a otros clientes. Un hombre atareado El Culebras. Se despide y me deja a solas con las moscas.
El humo denso, pegajoso y dulzón entra en mis pulmones. Fumo tranquilo mientras el sol dibuja rectángulos en las paredes. Tengo toda la tarde por delante. Debería escribir, llevo varios días sin hacerlo. De hecho, tendría que fijarme un horario y atenerme a él. Cuatro horas obligatorias de escritura al día. De esa forma produciría más. Pero yo soy de los que necesitan un punto de partida, una imagen, un toque de inspiración, algo que ponga en funcionamiento la máquina. Por mucho que me coloque delante del teclado, si no tengo “eso” no podré escribir una palabra. Julio Cortázar decía: Siempre hay que mirar hacia adelante. Yo prefiero mirar hacia dentro. En lo más profundo de mí es donde están las palabras. Las mías. Para encontrarlas tengo que sumergirme en ese abismo abisal. No es fácil llegar ahí. A veces, es incluso doloroso. Sigo fumando. El salón se va llenando de humo y Jazz. Louis Armstrong hace sonar su trompeta y Ella Fitzgerald pone la voz. Hachís y jazz son una buena combinación. La mezcla me lleva a dobles dimensiones y universos alterados. Paz, sosiego y espirales de humo. Un pequeño escarabajo sube por el cristal de la ventana. Observo los colores de su caparazón. Pienso en el esfuerzo del pobre bicho que trepa burlándose de las leyes de la gravedad. En un momento dado extiende las alas y, cual camicace, trata de atravesar el vidrio. Lo intenta una y otra vez arremetiendo insistentemente. Toc, toc, toc. Me apiado de él y le abro la ventana para que pueda escapar.
El porro se consume. Necesito más.
Tengo que escribir. Sin embargo, es mejor fumar y dejarse llevar por el razonamiento de la pereza. Fumo. Louis toca la trompeta, Ella canta y yo fumo. Cada uno a su tarea. Cada cual con su instrumento. Si no escribes, al menos podrías leer. Tienes montones de libros que aguardan a ser leídos. Elijo uno. Lo abro por la primera página y leo:

“Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron a hacer efecto las drogas. Recuerdo que dije algo así como:

- Estoy algo volado, mejor conduces tú…

Y de pronto hubo un estruendo terrible a nuestro alrededor y el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas y chillando y lanzándose en picado alrededor del coche, que iba a unos ciento sesenta por hora, la capota bajada, rumbo a las Vegas…”

Ojalá tuviera yo el ritmo y el talento de Hunter. Sus palabras me han dado la pauta que estaba buscando. Dejo el libro y me pongo frente al teclado. Escribo:

Estoy sentado frente a la lavadora. Observo cómo el tambor da vueltas a toda velocidad en el programa de centrifugado. No tengo otra cosa mejor que hacer que contemplar la carcasa de poliuretano transparente. Ese cíclope de pupila veloz con el que mantengo una lucha de miradas. La ropa ya no se distingue. La fuerza centrífuga ha hecho de las prendas una masa compacta y multicolor que gira y gira rápidamente dejando un hueco en el centro. Pasan los minutos y sigo hipnotizado por el movimiento constante que dibuja círculos concéntricos. Permanezco atento sin otra cosa que me distraiga. Paralizado, inmóvil. Giros y más giros. Ziung-ziung-ziung-ziung… El ojo de buey es ahora un agujero negro que absorbe todas las partículas de mi cuerpo. Mejor aun: Un gran remolino en medio del océano. Ziung-ziung-ziung-ziung… Un ciclón. Un huracán. Ziung-ziung-ziung-ziung… El movimiento va decelerando. Zi-ung… zi-ung… zi-ung… z-i-u-n-g… El programa de lavado ha acabado. Poco a poco el tambor deja de girar hasta que se detiene. Saco la ropa de la lavadora y la tiendo.

Llaman al timbre. Correo comercial ¡Que los jodan! He perdido el hilo de la narración y no consigo continuar con la historia. Leo lo escrito ¿A quién le puede interesar esto? A nadie. Fumo. Siento la neblina en mi cabeza. Ese letargo especial que da el T.H.C. El tiempo se detiene dentro de la habitación mientras que el mundo exterior sigue con su frenético desasosiego. Entra Nico. Va a tumbarse en el centro del sofá. Debido al calor, lleva días soltando pelo por toda la casa. ¡Maldito animal! Si tuvieras que recogerlo tú seguro que pondrías más cuidado. Ajeno a mis desvaríos, el gato se estira y deja la cabeza colgando. Tal vez, podría escribir sobre gatos. No sería el primero. Incluso Burroughs escribió un libro contando sus experiencias con los gatos que tuvo a lo largo de su vida. Pienso en ello. Por otro lado ¿qué se puede contar de un gato? Que come, caga y duerme. Básicamente es lo que hacen. Prefiero seguir fumando. Se está bien aquí sin hacer nada. Solo. Ahora que lo pienso la soledad es un buen tema para escribir. Casi todo el mundo tiene miedo a quedarse solo. Yo no. Adoro la soledad. Podría pasarme años enteros sin sentir la necesidad de ver a nadie. Recuerdo que el primer libro que me cautivó fue “Robinson Crusoe”. Me entusiasmaron sobre todo los capítulos que Robinson estuvo solo en la isla. No tanto cuando llegó Viernes. Aunque nunca llegué a comprender su empeño por abandonar el islote. Allí lo tenía todo. Para qué volver a una sociedad contaminada de progreso. Yo sería feliz en un lugar alejado del mundo. Fue Mohamed Chukri quien dijo que: El hombre en soledad puede elegir entre ser un genio o un idiota. Opino que por mucho que pretendas ser un genio la mayoría de las veces, por no decir todas, terminas siendo un completo idiota. Como yo.
Por los movimientos que hace, sé que Nico está soñando. ¿Con qué? Vete tú a saber. Ese es otro tema sobre el que puedo escribir: ¿Qué sueñan los gatos? Me pongo en lugar de Nico y trato de pensar cómo él. Renuncio. No tengo la cabeza para ponerme en lugar de nadie, menos de un gato.
Es hora de sustituir la trompeta de Louis por el saxo de Charlie Parker. Eso es, Charlie, dale duro. Tú sí que sabes…

® pepe pereza

(Extracto de la novela “A cuestas conmigo mismo”)

miércoles, 8 de agosto de 2012

PRESENTACIÓN DE LOS POEMAS DE RAFAEL AZCONA - VIII AGOSTO CLANDESTINO


Los poemas de juventud de Rafael Azcona han quedado ensombrecidos a largo de los años por los enormes éxitos que el autor obtuvo en los mundos del humor, la novela y los guiones cinematográficos. Tal es su importancia que sin la poesía sería imposible comprender y reconstruir la biografía de Azcona.

Hoy a las 20:15h en la Filmoteca Rafael Azcona de Logroño, y dentro de los actos de AGOSTO CLANDESTINO, el especialista en la obra de Rafael Azcona, Luis Alberto Cabezón presenta la antología más completa de su poesía de los años 50. Lo hace acompañado de un recital de poesía de Azcona a cargo de uno de los grandes oradores riojanos Ricardo Romanos. Asimismo, se visionará la película EL ANACORETA de Juan Estelrich, uno de los argumentos más originales y lúcidos de la historia del cine español.

Publicado por kabe mayor en http://kabemayor.blogspot.com.es/