martes, 30 de junio de 2009

LAS LÁGRIMAS

Daniel tenía los lagrimales defectuosos. Eran como dos pozos secos en mitad del desierto. Por este motivo, siempre iba armado con unos cuantos frasquitos de colirio con el que a cada rato, se veía obligado a remojar sus globos oculares. Si no lo hacía, se le secaban, provocándole mareos, escozor y pérdida de visión. Además, sus córneas eras demasiado débiles y necesitaban cuidados constantes. Trabajaba de contable desde casa. Necesitaba de un ambiente controlado para que sus ojos no sufrieran demasiado, así que había hecho instalar una serie de aparatos para controlar la humedad y la temperatura de su casa. La iluminación también había sido diseñada para no dañar sus ojos y las pantallas de ordenador y tele tenían unos filtros especiales con el mismo fin. Pero todo esto no le eximía de seguir usando el colirio cada pocos segundos. Había adquirido tal destreza, que ya era un acto reflejo, como pestañear o respirar. Los días de viento, lluvia o mucho sol, Daniel tenía que resignarse y permanecer en casa. Tampoco podía conducir ni hacer muchas de las cosas que cualquier mortal puede, como ducharse con agua corriente, por ejemplo. Él tenía que ponerse unas gafas de bucear para que no le entrase agua o jabón en los ojos. El cloro o los componentes químicos del jabón podrían provocarle daños irreparables e incluso dejarle ciego. Antes de irse a dormir, tenía que aplicarse una especie de colirio espeso, para que durante las horas de sueño, sus córneas estuviesen protegidas y lubricadas. Otra de las muchas cosas que no podía hacer era llorar. Lo hacía, pero sin verter lágrimas, que era como no llorar. A pesar de todas sus limitaciones, Daniel era un hombre feliz y llevaba una vida desahogada. Como era soltero y no salía mucho, no desarrolló vicios y que apenas gastaba. El piso donde vivía lo había heredado de sus padres. No pagaba ninguna hipoteca ni nada por el estilo así que con su sueldo de contable le daba para vivir e incluso ahorrar. El único capricho que se daba de vez en cuando era comprarse unos zapatos de mujer con punta fina y tacones de aguja. Daniel no era homosexual, pero le encantaban los zapatos de tacón. No para ponérselos por casa, no. Daniel se conformaba con coleccionarlos. Los tenía de todos los colores y diseños. Su colección contaba con setenta y seis pares y casi todos eran Manolos. Su colección no era como la de Imelda Marcos con sus dos mil pares, pero se sentía orgulloso de ella y dedicaba gran parte de su tiempo libre a cuidarla con mimo y esmero…
Una noche que Daniel dormía, hubo un cortocircuito en el panel de mando que controlaba la temperatura y humedad de la vivienda. El cortocircuito provocó una pequeña llamarada que se fue extendiendo a lo largo de los cables hasta convertirse en un incendio en toda regla. Daniel se despertó alertado por el olor a quemado. El colirio en crema que llevaba en los ojos le impedía ver con claridad y tuvo que limpiárselos con una toallita especial. Lo lógico hubiese sido salir de allí de inmediato, ya que las llamas empezaron a adueñarse de todo, pero Daniel corrió hasta donde estaban expuestos sus zapatos haciendo caso omiso del fuego y del daño irreparable que el humo causaba en sus delicados ojos. Sin la protección del colirio sus ojos empezaron a secarse, sus córneas se agrietaron y en ellas se formaron pequeñas fisuras por las se fue derramando un liquido espeso y gelatinoso. A pesar del dolor, consiguió meter todos los zapatos en varias maletas y cargando con ellas se dirigió a la salida. A ciegas alcanzó la puerta de la calle.
Cuando los bomberos llegaron le vieron tirado en el jardín abrazado a las maletas. Los zapatos se habían salvado pero el precio fue demasiado caro. Daniel pagó con sus ojos, dejando sus cuencas vacías.

lunes, 29 de junio de 2009

EL INCENDIO

El famoso restaurante chino de la calle Mayor se estaba quemando. Grandes llamaradas y columnas de humo subían hasta el cielo nocturno. Los bomberos todavía no habían llegado y la policía era incapaz de contener a la muchedumbre que rabiosa acudía en busca de venganza. Los dueños del restaurante, un matrimonio chino, habían sido detenidos y llevados a los calabozos de la comisaría acusados de asesinar al menos, a cuatro personas de su misma nacionalidad. Por lo visto, se deshicieron de los cadáveres sirviéndolos como parte del menú. La ternera con salsa de ostras no era exactamente ternera, el cerdo agridulce no era exactamente cerdo y el aclamado pato a la naranja lo único que tenía de cierto es que era “a la naranja”. Los que habían sido clientes del restaurante asistieron al lugar con latas de gasolina y antorchas, cómo en las viejas películas de Franquenstein, en las que el pueblo acudía en masa a quemar el castillo y al monstruo. El fuego se extendió a otros edificios adyacentes, hasta que toda la manzana de casas sucumbió a las llamas. Por la radio dijeron que en otros puntos de la ciudad también estaban quemando locales. Un gran brote de xenofobia fue extendiéndose por la localidad, creando el caos y la destrucción. Muchos extranjeros fueron linchados. Hubo violaciones, robos, grandes destrozos, asesinatos… Y todo porque un reportero con ganas de notoriedad escribió un artículo donde acusaba (sin ninguna prueba concluyente) al matrimonio chino propietarios del citado restaurante. El chivatazo se lo había dado un confidente que necesitaba con urgencia una dosis de heroína.

sábado, 27 de junio de 2009

LA PUTA

(Dedicado a David González. Es lo menos que puedo hacer después de que él me dedicase una lectura de sus poemas)
Clara intentaba colocar un condón en el descomunal pene de un rumano. Lo hacía desde el asiento del copiloto de un escacharrado cuatro por cuatro hasta arriba de mierda. Había docenas de latas de cerveza vacías tiradas por salpicadero, suelo y asientos traseros.
A Clara le hubiera gustado ser una de esas putas de lujo que cobran una barbaridad y que son pretendidas por apuestos empresarios con muchísimo dinero. Pero su físico no daba para tanto, como mucho para rondar una esquina peleada a otras putas en un desangelado callejón al que acudía la peor calaña, un arrabal nauseabundo que muy pocos se atrevían a frecuentar… Clara no era guapa. De hecho, era más bien, fea. Pero lloviese a cantaros o hiciese un calor sofocante, cada día acudía a su esquina, demostrando que era una auténtica profesional, una mujer con el temperamento, las agallas y la disciplina necesarias para seguir defendiendo su negocio año tras año. Se imponía unas estrictas ocho horas diarias y muy rara vez faltaba a su compromiso, tan solo cuando su hija de siete años con síndrome de Down padecía algún problema de salud.
Era el tercer condón que rompía intentando enfundar aquel enorme pene caucásico. Nunca antes había visto algo semejante. Volvió a intentarlo con un cuarto profiláctico. El rumano empezaba a mosquearse. Clara no quería problemas y puso todo su empeño en que esta vez no se rompiese.
De niña, Clara quería ser veterinaria porque le apasionaba la compañía de los animales, en especial la de los gatos. Los animales no eran como las personas, rara vez la decepcionaban. A excepción de su hija y de su madre, todas las personas que había conocido en su vida la habían decepcionado. Era ley de vida, pensaba ella, conformándose con el destino que le había tocado. Clara no era rencorosa y siempre perdonaba los desplantes e injusticias que sufría. Ya de adolescente, decidió estudiar magisterio infantil, pero sus escasas aptitudes docentes se ponían de manifiesto cada vez que hacía un examen y recibía un suspenso…
¡Al fin! Lo consiguió. El enorme trozo de carne por fin estaba prisionero en la ajustada funda de látex. Clara sonrió y simuló quitarse el sudor de la frente a la vez que resoplaba, tratando de mostrar de forma algo peliculera, la hazaña que acababa de acometer. Sin vacilar, el rumano agarró a Clara del cogote y acercó su cara hasta la polla. Clara tuvo que forzar las mandíbulas para abarcar su glande.
Clara comenzó a ganarse la vida como puta al poco de nacer su hija. Pronto se dio cuenta de que con lo que ganaba de cajera en el Eroski no llegaba a fin de mes y su niña necesitaba cuidados especiales que ella quería dispensarle. De aquello ya hacia siete años…
De pronto, mientras realizaba la felación, notó como en el condón se abría una fisura. Se incorporó pese a las protestas e insultos del paisano. En los tiempos que corrían, no podía arriesgarse a pillar el sida. Tenía una hija que sacar adelante.

- Sin condón no hay trato. – trató de excusarse.
- Tú terminar mamada, puta. – le espetó el rumano.
- Si quieres te hago una paja…
- No, paja no. Chupar. – insistió el tío cada vez más enfadado.
- Si quieres que te la chupe tienes que ponerte una gomita…

A Clara le hubiera gustado ser una puta de lujo, ganar una burrada, tener un físico impresionante y una cultura elevada, vivir con su madre e hija en una casa a las afueras con jardín y piscina…
El rumano cogió la cabeza de Clara entre ambas manos y la forzó a meterse su miembro en la boca. Clara no tenía un físico impresionante, ni una casa a las afueras. Pero lo que sí tenía eran dos ovarios como dos catedrales. Mordió con todas sus fuerzas hasta arrancarle un pedazo de glande, que escupió entre las latas de cerveza vacías. Inmediatamente sacó del bolso una navaja de afeitar, se la puso al tipo en la yugular y le dijo:

- Me debes treinta euros.

El rumano, pese a su pene mellado y la sangre perdida, intentó atacarla. Clara se vio obligada a tirar de navaja. Un chorro de sangre caliente le salpicó la cara. Mientras el tipo se desangraba, ella cogió de su cartera su minuta por el servicio, ni más ni menos. Después sacó unas toallitas húmedas del bolso, se limpió la cara frente al retrovisor, bajó del cuatro por cuatro, cogió una botella de agua mineral, bebió, se enjuagó, escupió y retornó a pie hasta su esquina. Aún faltaban unas horas para poder regresar junto a su hija, así que se encendió un cigarro y aguardó paciente hasta el cliente siguiente.

miércoles, 24 de junio de 2009

EL ÁNGEL

En el cielo había un ángel que no era como los demás. Lo que le diferenciaba del resto eran sus continuas erecciones. Para él era bastante incomodo ir por ahí con el pene erecto, pero ¿qué podía hacer si sufría de priapismo? Los otros ángeles le criticaban a escondidas y le hacían el vacío. Un día que estaba solo, se le apareció el diablo.

- Tú lo que necesitas es perder la virginidad. - le dijo Satán.
- ¿La virginidad?
- Sí, la virginidad. Y para eso necesitas una mujer.
- ¿Una mujer? ¿qué es una mujer?
- La solución a tus problemas.
- ¿Y dónde puedo conseguir una mujer?
- En La Tierra. Solo tienes que volar hasta allí y encontrarás todas las que quieras.
- ¿Y qué aspecto tienen?

El diablo le entregó la foto de un mandril.

- Ésto es una mujer. dijo el diablo.

El ángel examinó detenidamente la foto.

- ¿Ésto es una mujer?
- Sí… Deberás buscarla en zonas selváticas. Ese es su hábitat natural.
- ¿Y qué he de hacer cuando la encuentre?...

El diablo le dió una clase teórica. Con la lección aprendida, el ángel partió hacia La Tierra. Cuando llegó, buscó una zona de selva y la sobrevoló hasta que finalmente divisó un grupo de mandriles. Eligió uno que estaba comiendo fruta junto a un árbol. El ángel se posó a poca distancia. El mandril dejó de comer y se puso en alerta. El ángel decidió acercarse a él.

- Hola… Vengo a entregarte mi virginidad.

El mandril le enseñó los dientes como señal de advertencia. Aún con esas, el ángel se acercó más. No podía apartar la mirada de su rojo culo. El mandril hizo un sonido hueco, una llamada de socorro. Enseguida apareció el resto de la manada. Le rodearon y le atacaron brutalmente. En plena agresión, el ángel pensó que eso de perder la virginidad estaba sobrevalorado ya que a él la experiencia no le estaba gustando demasiado.

lunes, 22 de junio de 2009

CUBA

(Dedicado a Awixumayita que me pidió un relato de amores chungos)
ESCENA 1 / EXTERIOR-CALLE / NOCHE.
Es una preciosa noche de Mayo, con una inmensa luna llena colgada en el cielo. Un barrendero del ayuntamiento barre mientras silba un bolero improvisado. Es un hombre de unos sesenta años, con cara de buena persona. A golpe de escoba va haciendo un montón con los desperdicios. Cuando está a punto de recogerlo con su pala, un coche pasa a gran velocidad provocando un remolino de aire que le desparrama el montón por la acera.

BARRENDERO
Aguanta viejo, que este verano nos vamos de vacaciones a Cuba.

Vuelve a barrerlo todo y luego lo recoge con la pala y lo echa en su carro. Sigue calle arriba hasta que llega a un contenedor de basura donde vacía el contenido de su carro. Un hombre en albornoz sale de un portal cercano cargando con dos bolsas de basura. El hombre está borracho y camina haciendo eses. Llega al contenedor y arroja las bolsas dentro. A juzgar por el sonido, las bolsas están llenas de botellas vacías.

BARRENDERO
Este no es el contenedor de vidrio.

BORRACHO
¡Que te jodan!

El borracho le ignora y entra en su portal. El barrendero recoge las bolsas y las lleva hasta el contenedor de vidrio, que está unos metros más adelante. Cuando llega abre una de las bolsas y comienza a echar las botellas en el interior. Al fondo, una mujer joven sale de su portal cargando con varias bolsas más. La mujer está embarazada de unos seis meses. Se acerca al contenedor de vidrios y echa algunas botellas dentro. El barrendero sigue vaciando la interminable bolsa del borracho.

BARRENDERO
Buenas noches.

MUJER
Buenas noches.

Los dos siguen echando envases en el contenedor.

BARRENDERO
Qué ganas tenía de que llegase el buen tiempo… En mi trabajo el clima influye mucho ¿sabe?... Tengo reuma y la humedad me mata...

La mujer guarda silencio mientras sigue echando botellas en el contenedor.

BARRENDERO
…Pero solo me faltan tres semanas y dos días para las vacaciones... Me iré a Cuba. Allí el tiempo es estupendo...

La mujer termina con los envases de cristal y se desplaza al contenedor de papel, que está al lado. El barrendero sigue echando botellas en el de vidrio. La mujer saca periódicos y revistas de una bolsa de papel y los va depositando.


BARRENDERO
…Y la gente es muy simpática y amable... Apenas tienen nada, pero les da igual, el sentido de la alegría no lo pierden...

La mujer termina.

MUJER
Adiós.

BARRENDERO
Adiós. Buenas noches.

La mujer entra al portal.

ESCENA 2 / INTERIOR- PORTAL / NOCHE.
La mujer sube por las escaleras hasta llegar al quinto piso. Saca las llaves y abre la puerta de su casa.

ESCENA 3 / INTERIOR- RECIBIDOR / NOCHE.
La mujer está agotada y recupera aire apoyada en la pared del recibidor. Aparece un hombre con una botella de vino en la mano.

HOMBRE
¿Por qué has tardado tanto?

MUJER
No he tardado, me he dado mucha prisa.

HOMBRE
¿Quién era el hombre con el que hablabas?

MUJER
¿Qué hombre?

HOMBRE
No te hagas la tonta conmigo. Sabes que me saca de quicio. Te lo repito ¿quién era el hombre con el que estabas hablando mientras tirabas la basura? Os he visto desde la ventana.

MUJER
¡Ah! El barrendero. No le conozco, es la primera vez que le veo...

HOMBRE
Y ¿de qué hablabais?

MUJER
Decía que le faltaba poco para irse de vacaciones a Cuba.

HOMBRE
Y si no le conoces ¿por qué te cuenta eso?

MUJER
No lo sé.

HOMBRE
(Estrellando la botella de vino contra la pared)
Te he dicho que no te hagas la tonta conmigo...

MUJER
Te juro que no le conozco...

HOMBRE
(Soltándole un bofetón en la cara)
No me mientas.

MUJER
Por favor…

HOMBRE
(Dándole un puñetazo en la tripa)
¡Puta de mierda!

La mujer cae al suelo protegiéndose la tripa. El hombre se agacha a su lado y la agarra del pelo.

HOMBRE
¡Me das asco!

MUJER
No me pegues, por favor...

El hombre se incorpora, abre la puerta y sale.

ESCENA 4 / INTERIOR- ESCALERAS / NOCHE.
El hombre cierra la puerta con fuerza. Da el interruptor de la luz y baja por las escaleras. En el segundo piso se encuentra con una anciana que sale de su casa con una bolsa de basura.

HOMBRE
(Con tono amable y simpático)
¡Buenas noches, doña Carmen! ¿Dónde va tan elegante?

Lo de “elegante” es una broma ya que viste una roída bata de estar por casa.

DOÑA CARMEN
Buenas noches. (Mostrándole la bolsa de basura) Ya ves donde voy.

HOMBRE
No me mienta, seguro que va a visitar a alguno de sus afortunados amantes.

DOÑA CARMEN
Tú siempre tan bromista.

HOMBRE
Déme que ya se la bajo yo.

DOÑA CARMEN
Gracias, eres muy amable.

Le pasa la bolsa de basura.

HOMBRE
De nada, doña Carmen. Lo hago encantado.

DOÑA CARMEN
Te lo agradezco en el alma, porque esas escaleras me dejan medio muerta. A mi edad las piernas me fallan.

HOMBRE
No diga eso. Si parece una quinceañera.

DOÑA CARMEN
Ya quisiera yo. Bueno, adiós majo...

HOMBRE
Adiós, doña Carmen.

DOÑA CARMEN
¿Sabes qué?...

HOMBRE
Dígame…

DOÑA CARMEN
Eres un buen hombre.

HOMBRE
Y Usted, un sol.

La anciana cierra la puerta y el hombre sigue su descenso por las escaleras. Llega al portal y sale a la calle.

ESCENA 5 / EXTERIOR- CALLE / NOCHE.
El hombre se acerca al contenedor y arroja la bolsa dentro. Unos metros más allá, el barrendero continúa con su trabajo. El hombre camina hacia él mientras mira de reojo a su alrededor. Saca una navaja del bolsillo y la abre, se acerca por detrás y se la clava varias veces en el hígado. El barrendero cae al suelo y comienza a desangrarse. El hombre limpia la hoja de la navaja en el pantalón de su víctima. Echa una mirada a su alrededor y cuando se asegura de que nadie le ha visto, se guarda la navaja en el bolsillo y sigue su camino calle arriba. Una sola palabra sale por la boca del barrendero.

BARRENDERO
Cuba...

Después muere.

viernes, 19 de junio de 2009

EL PEDERASTA

(relato publicado en el fanzine Cruze de Caminos nº 3)
- Te voy a hacer bailar, hijo puta. – dijo James, apuntando al pederasta con su Mágnum tres cinco siete.

El pederasta salto ridículamente para esquivar las balas que iban dirigidas a sus botas. Los impactos dejaron varios agujeros humeantes en el césped.

- Pero… ¿Qué quiere de mí? Yo no le he hecho nada. – respondió el pederasta sangrando por la comisura de su boca.
- No te hagas el tonto. Sé lo que eres y quiero que me digas dónde está mi hijita.
- Le juro que yo no sé nada de su hija…

James le atizó con la culata en los dientes. El pederasta cayó al suelo echando por su boca espumarajos de sangre y trozos de su dentadura.

- No me mientas, pervertido. – le gritó James a punto de perder la paciencia.
- Le digo… la verdad… - dijo el pederasta con lágrimas en sus ojos. - … Ni siquiera sé quién es su hija… no la conozco…

El pederasta no mentía. La hija de James se había fugado con su chico para darse unos revolcones en algún motel barato…
El pederasta llegó a la urbanización huyendo. Resulta que hace años, en su barrio de toda la vida en un funesto día de mayo, el pederasta abusó de una niña de siete años. Fue acusado, juzgado y finalmente condenado a diez años. Después de saldar su deuda social, salió de la cárcel y regresó a su casa, dónde nunca fue bien recibido. Sus vecinos de toda la vida no olvidaban lo que antaño le hizo a aquella pobre criatura. Pusieron carteles con fotos de su cara en todos los comercios y grandes superficies, para que los ignorantes estuviesen alerta por si él se acercara a sus hijos. Además de las fotos, le obligaron por ley a colocar un gran cartel a la puerta de su casa que rezaba: “aquí vive un pederasta”. También tenía que llevar una pegatina en su coche, que igualmente anunciaba a todos que era un pervertido. Si salía a dar una vuelta con su coche por la ciudad, todos giraban la cabeza y murmuraban a su paso. Le miraban de reojo, con desconfianza y odio. Sufría continuos ataques nocturnos a su propiedad. Los chavales del barrio acudían protegidos por la oscuridad para lanzar piedras contra sus ventanas, escribir con spray obscenidades en la fachada, pinchar las ruedas de su coche, etc. Así un día tras otro, hasta que decidió mudarse. Pero en la nueva urbanización las cosas no habían mejorado para él. Más bien todo lo contrario…

- Maldito pedófilo, dime donde escondes a mi hija. – insistió James, dándole una patada en la cara.

Él (el pederasta) pensaba que ya había pagado su error. Durante su presidio fue violado varias veces y mientras le violaban él siempre procuraba ponerse en el lugar de la niña de siete años que él mismo violó para purgar todo el mal que hizo. Sintiendo en sus propias carnes las envestidas brutales de sus violadores, conoció el miedo y la impotencia que debió sentir de la niña. Mientras le desgarraban el culo, pudo identificarse con ella, y el asco que sintió por sus agresores lo sintió doblemente por si mismo. El pederasta entendía que lo que hizo no tenía perdón y por eso aguantaba estoicamente todas las humillaciones, porque las merecía. Pero la verdad era que ya no podía más. Tanto odio y desprecio le estaban matando.

- No te lo repito más. O me dices dónde está mi hija o te lleno la cabeza de plomo. – gritó James, apuntando con la Mágnum a la cabeza del pederasta.

El pederasta sabía que dijese lo que dijese, no iba a servirle de nada. Ya estaba condenado de antemano así que se rindió. Quizás fuera lo mejor, acabar de una vez por todas con tanta culpa y vergüenza, con tanto dolor. Tal vez la propuesta de James era la mejor salida. Que le llenase la cabeza de plomo para poder escapar de toda la mierda de ese mundo que ni olvidaba, ni perdonaba. El pederasta que estaba de rodillas, se dejó caer al suelo y quedó tumbado tripa arriba. Miró hacia las estrellas. El cielo estaba plagado con millones de ellas, nunca antes había visto tantas. Le hubiera encantado ser una de ellas, un puntito de luz en medio del cielo negro. James le pateó el hígado y la cara y siguió amenazándole con la pistola, pero el pederasta ya no le escuchaba, sólo eran él y las estrellas. Finalmente, James apretó el gatillo y la sangre y sesos del pederasta cubrieron el suelo. Los trocitos de masa encefálica resaltaron sobre el ensombrecido césped cómo chispeantes estrellas en medio de una noche cerrada.

jueves, 18 de junio de 2009

LA SUICIDA

Los faros encendidos del vehiculo iban devorando las líneas discontinuas del asfalto abriéndose un hueco en la espesa oscuridad de la noche. Por los altavoces del coche sonaba la versión que hizo Radiohead del mítico tema de los Pink Floyd “Wish You Were Here”. Laura subió el volumen y siguió conduciendo por la autopista. Un par de lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Al escuchar el tema no pudo evitar echarse a llorar, quizás porque esa canción le traía un alubión de recuerdos y no todos eran gratos. Pisó el acelerador un poco más. Las lágrimas seguían brotando y al mezclarse con el rimel de sus pestañas iban dejando un rastro negruzco en su cara parecido a dos sinuosas carreteras. Se cruzó con un coche que le dió las largas e hizo sonar repetidas veces su claxon. Laura continuó conduciendo como si nada, absorta en sus pensamientos, llorando con cada acorde. Se sentía tan deprimida recordando el día que Miguel le regaló aquel CD. Apenas dos semanas después, Miguel estrellaba su moto contra un contenedor de basura, llevándose por delante a un pobre barrendero que hacia su trabajo. Los dos hombres murieron ese día. Laura no conseguía superar su muerte, aún era demasiado pronto. Tan sólo habían pasado unas pocas semanas de la tragedia.
Laura había bebido demasiado. Además se había tomado un puñado de tranquilizantes y la mezcla no le estaba sentando muy bien. Pisó un poco más el acelerador. La aguja del cuentakilómetros subió a ciento sesenta, pero Laura no hizo caso del cuentakilómetros, ni siquiera se fijó en él. Ella sólo miraba al frente, a esa oscuridad perpetua levemente mancillada por los faros de su coche, a ese negro absoluto que era un fiel reflejo de su estado emocional. La música y las lágrimas seguían fluyendo al igual que el dolor y la desesperación. La letra de la canción decía: “Ojalá estuvieras aquí”. Laura lloraba más y más. Cada nota de la canción era una puñalada que le recordaba que Miguel estaba muerto, que nunca más tendría sus besos, sus abrazos… que ya nada merecía la pena. Se cruzó con otro coche que también le puso las largas e hizo sonar su claxon insistentemente. Laura conducía en sentido contrario. Dos coches más la esquivaron e hicieron todo lo posible para advertirla de su error, pero ella seguía inquebrantable por el carril que había hecho suyo, como un proyectil homicida impulsado hacía un futuro incierto. Avanzando en la dirección equivocada, decidida a terminar cómo en un guión de cine, saltando por los aires en una gran bola de fuego que apagase con su luz la noche entera.

sábado, 13 de junio de 2009

EL VENDEDOR DE ZAPATOS

(Dedicado a mi amigo y maestro Vicente Muñoz Álvarez)
Vicente era un escritor con talento aunque para ganarse la vida tuviera que alternar las letras con su trabajo como vendedor de zapatos. Vicente se pasaba la mayoría de los días recorriendo las carreteras y pueblos de España en busca de nuevos clientes, comiendo menús y durmiendo en hostales baratos, arrastrando sus pesadas maletas como un Sísifo del siglo XXI. Maletas cargadas con docenas de zapatos desparejados, que enseñaba a los dueños de las zapaterías para que se hicieran una idea del género. Era viernes por la noche y conducía de regreso a casa. Estaba agotado y deseando llegar. Aún le quedaban doscientos kilómetros y aunque tenía sueño, no quería detenerse en el camino. Había tomado una carretera secundaría que conocía bien y por la que atrochaba varios kilómetros. La carretera atravesaba una zona boscosa de curvas pronunciadas y baches, pero por lo demás era una buena alternativa. Al tomar una curva, vislumbró asombrado unas extrañas luces que centelleaban desde el otro lado de un pequeño monte. Parecía como si tras la vegetación hubiesen montado un concierto de rock. Vicente aminoró y bajó la ventanilla. No escuchó música como él esperaba. Lo único que oía era el ruido de su motor y el viento que entraba por la ventanilla. Según se iba acercando, pensó que lo del concierto era ridículo. ¿Quién en su sano juicio iba a programar un concierto en medio de un monte perdido? Pero entonces, ¿de dónde venían esas luces?... Vicente, que tenía una imaginación ilimitada, pensó en algunas opciones coherentes, como la inauguración de un puticlub o las obras de una autopista. Lo del puticlub le pareció excesivo por tratarse de una carretera secundaria apenas transitada. Lo de las obras le resultó más sensato, así que optó por quedarse con esa opción. A la vuelta de otra curva, un fogonazo de luz le cegó por completo. Inconscientemente, apretó el freno y el coche se caló, deteniéndose en medio de la calzada. Aquella luz cegadora había estado a punto de provocarle un accidente. Entreabrió los ojos y usando sus manos como escudo, consiguió ver una especie de gran nave. Sin duda extraterrestre. Aquella cosa flotaba a unos veinte metros del suelo. La tenía enfrente y aun así no podía creerse lo que estaba viendo. La cosa tenía la forma del típico platillo volante con cientos de lucecitas de colores. De su base, salía un cañón de luz blanquecina que recorría el suelo como si buscase algo en concreto. Vicente estaba pegado al asiento. Tan confundido y acojonado, que no sabía cómo reaccionar. ¿Quién en aquella situación hubiese sabido? Por otro lado, el escritor que había en él, estaba encantado. Mentalmente, tomaba datos de la situación, de la nave, del paisaje, de cómo se sentía, para plasmarlo después en unas cuantas páginas en la seguridad de su hogar. Sin embargo, el sensato vendedor de zapatos que también habitaba en él, se percató de que aún distaba mucho de estar a salvo, lo que le acojonó aún más. Se vio a si mismo encima de una mesa de operaciones rodeado de seres de otro mundo, que le miraban con inmensos ojos negros y almendrados. Extraños seres que le iban insertando por el ano extraños objetos metálicos. Justo cuando estaba al borde del pánico, algo llamó su atención. Una figura recortada en contraluz avanzaba hacía el coche moviendo los brazos como aspas de molino. Vicente echó los seguros y buscó desesperadamente algo con que defenderse. Finalmente, optó por un zapato con afilado tacón de aguja. La figura se fue acercando más y más. Vicente miraba aterrado a través del parabrisas sosteniendo en alto el zapato, listo para golpear y defenderse. No se rendiría sin antes luchar. Él no era una rata de laboratorio. Si querían meterle algo por el culo, antes tendrían que atraparlo y no pensaba ponérselo fácil. Entonces la figura entró en el radio de alcance de los faros del coche y comprobó asombrado que el personaje llevaba rastas a lo Bob Marley. No tenía pinta alguna de extraterrestre. Más bien, de hippie alternativo. El tipo se acercó hasta él y le indicó con una señal que bajase la ventanilla. ¿Qué coño hacía un hippie en mitad de un encuentro en la tercera fase? ¿Por qué no se sorprendía de la presencia de la nave? ¿Acaso era uno de sus tripulantes disfrazado? El sujeto insistió en que bajase la ventanilla. Vicente blandió el zapato haciéndole saber que lo usaría de ser necesario. Con un poco de suerte, aquel ser no habría visto un zapato en su vida y creería que era un arma terrorífica. Pero no. No se impresionó lo más mínimo.

- “Tranquí tío, sólo es una peli.”. - dijo con marcado acento de Vallecas.

¿Una peli? Vicente se fijó en una grúa de la que colgaba la nave. Estaba claro. Por fin todo tenía sentido. Bajó la ventanilla.

- ¡Joder tío, de poco me da un ataque al corazón! Creí que era de verdad. – dijo Vicente con desahogo.
- Nos has jodido la toma. – añadió el hippie con cara de fastidio.
- Lo siento, yo sólo pretendía llegar a mi casa.
- Pues por tu culpa, nosotros vamos a tener que repetir toda la escena.
- Eh, eh… no te pongas borde que yo no he tenido la culpa. Esta carretera es para circular que es lo que yo estaba haciendo.
- ¿No te han avisado para que parases a un par de kilómetros de aquí?
- No.
- ¡Mecagüen su puta madre! – maldijo el hippie llevándose el walkie a la boca. - Pizo… Pizo... ¡¡Responde, joder!!

Hubo un largo silencio hasta que Pizo contestó.

- Dime Raúl… - dijo Pizo con voz adormilada.
- Te has dejado pasar uno y nos ha jodido la toma. – le reprochó Raúl con mala hostia.
- No jodas…
- Sí jodo. Por tu puta culpa vamos a tener que estar aquí hasta que los cerdos vuelen.
- Lo siento tío, me he quedaó frito…
- Pues abre bien los ojos y que no vuelva a pasar. ¿Me has entendido?
- Sí tío. No te preocupes, que no… - Raúl apagó el walkie sin dejarle terminar la frase y se dirigió a Vicente.
- Ya puedes seguir. - dijo en tono seco.

Sin mediar palabra, Vicente arrancó. Unos metros más adelante, el equipo técnico y artístico lo escudriñaban de reojo. Vicente aceleró y se alejó del lugar. El vendedor que había en él se sintió satisfecho de salir indemne y con su ano intacto. Pero el escritor, estaba desilusionado de que aquello no hubiese sido un verdadero encuentro extraterrestre. Le hubiera gustado visitar la nave por dentro, charlar con su tripulación y quién sabe, incluso dar un paseito por el espacio. Y ya puestos ¿Por qué no sacarles material para una antología extraterrestre?... En cualquier caso, al llegar a casa, escribiría un relato contando lo sucedido.

martes, 9 de junio de 2009

URGENCIAS

Matías trabajaba de guardia jurado en la sala de urgencias del hospital. No le gustaba porque tenía que pasarse toda la jornada entre heridos, enfermos y familiares de ambos. Matías presenciaba como cada día la sala se atestaba de todas esas personas que necesitaban una cura de urgencia y no era agradable. Hubiese preferido trabajar en cualquier otro lugar, vigilando una sucursal bancaria, o un palacio de congresos, o las oficinas de hacienda, incluso en la garita prefabricada de una obra. Cualquier cosa menos allí. Un día entró en urgencias un vagabundo al que aparentemente no le pasaba nada. No sangraba, no iba bebido, no parecía drogado y no acompañaba a nadie en ese estado. De hecho, su aspecto era de lo más saludable. Le pareció extraño. Tal vez el vagabundo sólo había entrado para estar en un sitio caliente y no en la calle pasando frío, aunque a Matías se le ocurrieron mil sitios mejores. Como no molestaba a nadie Matías lo dejó en paz. Nada había cambiado en la sala. El ambiente era el de siempre: heridos, enfermos, sus familiares preocupados, gemidos de dolor, sangre, heridas, médicos y enfermeras corriendo de un paciente a otro, malas energías, enfermedad y tristeza. Mucha tristeza. Esa era la rutina diaria a la que Matías se había acostumbrado. De pronto, algo llamó su atención y le sacó del sopor. Alguien se estaba riendo y escuchar una risa en esa sala era algo insólito. Matías se fijó en que poco a poco los presentes habían empezado a hablar entre ellos, los enfermos no lo estaban tanto, los heridos se encontraban mejor, los niños jugaban entre ellos... En todo el tiempo que llevaba allí, nunca se había dado una situación igual. No le dio más importancia, hasta que dos días después se dio el mismo caso. De pronto, el ambiente cambiaba sin más y todos comenzaban a sentirse mejor. Hablaban y reían como si estuviesen en una cafetería cualquiera. Matías no comprendía ni cómo ni por qué llegaban las buenas vibraciones así de repente. Estaba dándole vueltas al asunto cuando cayó en la cuenta de que en ambas ocasiones, el vagabundo había estado en la sala.

- Será solo una casualidad... - Pensó Matías.

Tres días más tarde, Matías vio entrar al vagabundo. Ese día y hasta entonces, todo había trascurrido de forma habitual, es decir, malas vibraciones, enfermedad, tristeza… pero enseguida todo empezó a cambiar. Esta vez, Matías permaneció alerta y observó asombrado las mejoras de los presentes. Era algo milagroso y siempre sucedía cuando aquel vagabundo entraba en escena. De alguna forma, el vagabundo conseguía llevar el bienestar allá dónde iba, incluso Matías se sentía privilegiado de poder estar allí y presenciar algo tan mágico y especial. Miraba al vagabundo sin poder apartar la vista de él. Creía que era un santo, sin duda alguien tocado por la mano de Dios. Entonces apreció algo más. A medida que los enfermos sanaban, el vagabundo se iba poniendo más y más pálido. Sus hombros se iban encogiendo como los de un anciano. Un ligero temblor sacudió sus extremidades y su miraba se fue apagando hasta que sus pupilas cogieron un tono grisáceo como los ojos de un pescado que ha dejado de ser fresco. Entonces, el vagabundo se incorporó y con gran esfuerzo, caminó hasta la salida. Matías se acercó a él y le ayudo a salir. Desde aquel día, Matías, en cuanto le ve llegar, se apresura a abrirle la puerta y siempre se asegura de que tenga un asiento libre en la sala.


domingo, 7 de junio de 2009

BUGS BUNNY Y EL PATO LUCAS

Bugs Bunny y Pato Lucas. Así los llamaban porque siempre vestían camisetas con estampados de estos personajes. Lorenzo era Bugs y Pancho era Lucas, más conocidos en el barrio por “el pato” y “el conejo”. Tenían catorce años y eran los mejores bailarines de breakdance del barrio y alrededores. Su estilo era único. Nadie les hacía sombra en sus six step, turtles, handglides o en sus increíbles crickets. Se habían ganado el respeto de la peña y gozaban por ello de cierto prestigio. Para ensayar, necesitaban un suelo pulido donde poder girar y contorsionarse sin sufrir daños y lo encontraron en un mausoleo del cementerio. Mármol de primera y además cubierto y alejado de las miradas de monjes fosores y guardianes de camposanto. Al interior de aquel panteón se accedía por una puerta metálica cubierta de musgo y oxido. Allí, cada noche, los chavales corregían y perfeccionaban su técnica. A la luz de una linterna, improvisaban nuevas coreografías que al día siguiente exhibían en los túneles del metro de la estación de Atocha a cambio de la voluntad. Así ayudaban a sus familias con un sobresueldo que no venía nada mal. En el barrio, el que no tenía deudas era porque algo chungo e ilegal tenía entre manos. Las familias de Pato y Conejo llevaban meses en el paro y los mayores ingresos que entraban en sus casas los aportaban ellos… Una noche en el cementerio después de ensayar, divisaron una especie de neblina fosforescente que salía del interior de una de las tumba. Parecía un fuego fatuo. Nunca antes habían contemplado uno, sólo sabían del fenómeno de oídas o quizá de haberlo visto en algún documental. Al poco, los gases se difuminaron en la oscuridad de la noche sin dejar rastro.

- Eso era una señal. – dijo Pato con el semblante muy serio.
- Sólo era un jodido fuego fatuo. - añadió Conejo sin darle mayor importancia.
- No, tronco. Te digo que era una señal… A partir de ahora, debemos tener cuidado.
- Pero… ¿qué dices, tío? Se te va la olla pero bien…
- Lo digo en serio. Con estas cosas es mejor estar al loro, por si acaso…

Conejo se rió de Pato y continuó tomándole el pelo. Le llamó Rappel y le vaciló con ponerle dos velas negras, pero Pato no entró al trapo y se limitó a guardar silencio. Su familia le había enseñado a respetar las señales que el destino mostraba como advertencia a quiénes sabían leerlas. La preocupación le tenía tan abstraído que las burlas de su amigo le entraban por un oído y le salían por el otro. Caminaron hacía el barrio. Conejo siguió con las bromas mientras que Pato, pensativo y serio, iba tratando de descifrar aquel mensaje que sucedía en Madrid el 10 de marzo del 2004. Al día siguiente, la capital era un infierno.