sábado, 18 de julio de 2009

LAS OBRAS

Hacía ya ocho meses que empezaron las obras de la casa y tenían pinta de continuar por siempre. Se suponía que en tres semanas todo estaría listo, pero la cosa se fue complicando hasta llegar al caos absoluto. Ricardo compró la casa con la intención de arreglarla un poco y entrar de inmediato a vivir en ella. Quería ensanchar el sótano para hacer un garaje así que contrató a unos operarios. Pero en cuanto éstos empezaron a cavar, encontraron cientos de restos humanos en sótano y jardín. En un principio, se pensó que la casa había sido habitada por un asesino múltiple, pero más tarde se descubrió que aquel resultaba ser el mayor hallazgo arqueológico desde Atapuerca. Según el carbono catorce, aquellos huesos eran los más antiguos encontrados hasta la fecha. Paralizaron las obras y los expertos comenzaron a desenterrar cuidadosamente todas aquellas osamentas y cráneos. De la noche a la mañana, la propiedad de Ricardo se llenó de afamados arqueólogos, estudiantes de arqueología, especialistas, periodistas y curiosos que fueron desplazando a Ricardo de tal manera que finalmente se vió forzado a mudarse a un hotel cercano. Según pasaban los días y semanas, Ricardo se iba ofuscando más y más con la situación. Los jodidos huesos de mierda, los estúpidos arqueólogos, los asquerosos de la prensa, los hijos de puta del ayuntamiento que ignoraban sus quejas… Estaba cabreado con todo hijo de vecino. Para rematarla, al poco le llegó una misiva estatal en la que le comunicaban la inminente expropiación. Aquellos ladrones le daban por su casa menos de lo que le había costado. Fue la gota que colmó el vaso. Ricardo fue siempre un hombre pacifico, pero no podía tolerar la injusticia que estaba sufriendo. Proteger sus pertenencias, era una cuestión de principios. Aquel día, cuando se hizo de noche, cogió la escopeta de caza y unos cuantos cartuchos. Lo metió todo en una bolsa de deportes y salió del hotel camino de su casa dispuesto a lo que hiciera falta para recuperar lo suyo. A medida que se iba acercando, su conciencia le iba diciendo que había mejores soluciones, que se parase a pensar, pero la rabia y la frustración le hacían seguir caminando. Cuando llegó a su casa, se detuvo unos instantes, valorando si las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer compensarían el valor de aquellas cuatro paredes. Por las ventanas se veía luz, y a través de los visillos se apreciaban siluetas que pasaban de un lado a otro en un ir y venir constante. Por un momento, pensó que no había traído suficientes cartuchos para tanto invasor. Tenía la boca seca pero sudaba a chorros. Estaba en un momento crucial de su vida. Lo que pasase a partir de entonces, marcaría para siempre su destino. Podía coger el dinero que le daba el gobierno y olvidarse del asunto, o empezar a tiros con todo Dios. La decisión era suya, sólo suya. Ahora que se fijaba bien, su casa no le parecía gran cosa. De hecho, ni siquiera le gustaba. Era igual que el resto de casas de la urbanización, todas cortadas con el mismo patrón, tan sólo distinguibles por el número de la entrada. Necesitaba beber un vaso de agua o la lengua se le pegaría para siempre al paladar. Estaba a unos metros de su cocina, pero había una frontera infranqueable que le impedía entrar y saciar su sed. De pronto la puerta principal se abrió. De ella, salieron una jovencita y un chico delgado con gafas. Ricardo se quedó parado sin saber que hacer. La pareja avanzó hacía él. Si iba a disparar, aquel era el momento. La cremallera de la bolsa estaba medio abierta. Cuando estaban solo a medio metro, la joven se detuvo y reconoció a Ricardo.

- ¿Usted es el dueño de la casa? – le preguntó emocionada.

Ricardo guardo silencio sin saber que decir.

- ¡Fue Usted el que encontró los huesos! ¿Verdad?... Gracias a Usted podremos saber mucho más de nuestros antepasados… - añadió mirándole con los ojos como platos.

Ricardo intentó tragar saliva pero tenía la boca tan seca que se quedó atascado en el intento.

- Usted pasará a los anales de la historia – dijo el joven con un tono muy serio.
- Gra… Gracias. – consiguió articular Ricardo.

La pareja se despidió amablemente y continuó su camino. Ricardo estaba fuera de juego, tan confundido como nunca. Soltó la bolsa y se puso a llorar como un niño al que acaban de robar su juguete favorito. Aunque se sintió tremendamente ridículo, no pudo frenar el llanto. Necesitaba soltar lastre. Cada lágrima iba cargada de frustración, rabia y resignación. Estuvo así un rato, luego recogió los bártulos y regresó al hotel. Mientras se secaba las lágrimas en las mangas, se consoló pensando que por lo menos, pasar a la historia por haber encontrado el mayor hallazgo arqueológico desde Atapuerca era mejor que hacerlo por asesinar a unos cuantos estudiantes de arqueología.

viernes, 17 de julio de 2009

LAS ROSAS

Marcelo llevaba años experimentando con las rosas. Sus éxitos más sobresalientes fueron las rosas comestibles bajas en calorías, y las famosas rosas fluorescentes (esas que brillan en la oscuridad y exhalan un perfume embriagador). Ni se sabe la cantidad de premios que recibió por estas últimas. Sabiendo que gozaba de prestigio y buenas subvenciones, Marcelo se había propuesto ir más allá y crear una rosa que al respirarla suministrara los mismos componentes del tabaco, con la variante de que con esta acción se eliminaba el humo, la dependencia y, lo que es más importante, las enfermedades cardiovasculares derivadas de su consumo. Marcelo creía que si el experimento tenía éxito, le consagraría. Tal vez le diesen un Premio Nóbel y le hiciesen estatuas en los parques y las avenidas más importantes. Puede que diesen su nombre a hospitales y polideportivos, o le llamasen para dar conferencias y ruedas de prensa o salir en televisión… Lamentablemente, Marcelo falleció antes de que sus experimentos vieran la luz. En el parte de defunción escribieron que la causa de su muerte fue un cáncer de pulmón provocado por los sesenta y tantos cigarrillos que consumía a diario.

miércoles, 15 de julio de 2009

EL AHOGADO

(ilustración: "Pubertad" de Ana Matías)
Paseaban por la orilla del lago hablando de sus cosas. Marta tenía doce años y Rebeca trece. Eran amigas inseparables desde parvulitos. Se sentaban siempre juntas en clase, salían siempre juntas al recreo y después del colegio comían siempre juntas en casa de una u otra. Sólo se separaban para dormir. Y ni eso, porque la mayoría de las noches, pedían a sus familias que las dejasen dormir juntas. Facilitaba mucho las cosas que fuesen vecinas. Quizá por eso sus padres consentían. Aquella mañana, las dos paseaban por la orilla hablando, sobre todo, de chicos. Las hormonas empezaban a dar guerra y sus cuerpos comenzaban a desarrollarse.

- …A mí el que me gusta es Pedro. Jó, tiene unos ojos… y es tan así, no sé… como tierno. – dijo Marta, haciéndose la interesante.
- Y además tiene un paquetón… que me he fijado yo. – añadió Rebeca poniendo el puntito picante.
- ¿Tú también te has fijado? - confesó Marta tímidamente.

Y las dos se echaron a reír cómplices de tal desvergüenza. Siguieron bordeando el lago. El sol trepaba por las copas de los árboles, las lagartijas abandonaban sus agujeros para calentarse y la primavera se dejaba sentir en cada matiz del paisaje. Las chicas siguieron hablando de chicos y la conversación, poco a poco, fue haciéndose más intima. Ambas exponían su desconocimiento sobre amor y sexo, compartiendo sus deseos y los secretos sobre los evidentes cambios en sus cuerpos. De pronto lo vieron. Estaba flotando boca abajo, muy cerca de la orilla, enredado entre juncos y ramas. Era el cadáver desnudo de un joven. A juzgar por su estado, no llevaría ahogado más de un día. Marta quiso salir corriendo pero Rebeca la convenció para examinar un poco más de cerca el cadáver. Marta estaba aterrorizada. Pero Rebeca, por un lado sentía rechazo y por otro se sentía ligeramente atraída por la desnudez masculina de aquel cuerpo. Rebeca se ayudo de un palo para darle la vuelta al cadáver. Marta no pudo reprimir un grito al verle los ojos abiertos y la panza tan hinchada. Rebeca se fijó en el pene inerte que le colgaba entre las piernas.

- Pero, ¿qué haces, tía? ¡¡Vámonos de aquí!! – dijo Marta a punto del desmayo.
- Espera un poco…
- Hay que avisar a la policía.
- Si, pero espera...

Marta no podía creerse el extraño comportamiento de su amiga. Apenas se la veía afectada. Rebeca extendió el palo como si fuese una prolongación de su mano y con él rozó el pene del ahogado. Marta volvió a gritar tapándose los ojos con las manos. No quería ver lo que estaba haciendo su amiga.

- ¡Rebeca, por favor, vámonos! – rogó Marta con lágrimas en los ojos.
- ¿Tú no quieres verlo?... Estoy segura de que Pedro no la tiene tan grande. – dijo Rebeca sin dejar de toquetear el pene con el palo.
- ¡Calla!
- Es que yo nunca había visto uno de verdad… ¿Tú si?
- Sabes perfectamente que no.
- ¡Joder, si es enorme!
- No quiero escucharte… – gritó Marta a la vez que echaba a correr.

Rebeca siguió jugueteando con el palo unos minutos más, explorando cada palmo del ahogado. Una vez que hubo saciado su curiosidad, tiró el palo al agua y regresó. Desde entonces Marta y Rebeca dejaron de ser inseparables.

martes, 14 de julio de 2009

LA AMIGA

Cuando Susana le llamó, supo por el tono de voz que pasaba algo. Ella no quiso anticiparle nada, sólo dijo:

- Pásate por mi casa de inmediato. Quiero que veas algo. – y colgó.

Susana era su mejor amiga. Nada de sexo, sólo amistad y de la buena. Tras su desconcertante llamada, Alberto se sintió preocupado. Rápidamente, salió de casa, cogió un taxi y en pocos minutos estaba frente a la puerta de Susana. Ella le recibió en albornoz con el pelo mojado y le hizo pasar directamente al cuarto de baño.

- Estate atento al agua que gotea del grifo.- le dijo señalando al grifo de la bañera.

Alberto observó como en la boca del grifo, una gota de agua ganaba peso y volumen hasta precipitarse en el fondo, hasta ahí todo normal. Pero en su descenso, la gota se detuvo y se quedo flotando en el aire por un instante, como si la gravedad hubiese dejado de actuar sobre ella. Después continuó su caída hasta estrellarse contra el fondo de la bañera.

- ¿Lo has visto? – preguntó Susana emocionada.

Claro que lo había visto pero aún así, no podía creerlo. Con la siguiente gota paso lo mismo y con la siguiente y con todas las que fueron cayendo del grifo. Estuvieron más de media hora mirando alucinados cómo las gotas se detenían un instante en su caída sin poder encontrar una explicación que le diera un sentido a aquel paranormal suceso. Cuando se cansaron de mirar, Susana preparó unos bocadillos. Se los comieron en la terraza, hablando de lo sucedido. Alberto se fue un poco más tarde, no sin antes echar un último vistazo al grifo de la bañera. Las gotas seguían deteniéndose durante un segundo en su recorrido hasta finalmente, estrellarse en el fondo. De camino a casa, le fue dando vueltas al asunto. Siguió pensando en ello mientras se acostaba y continuó haciéndolo hasta que se quedó dormido. A la mañana siguiente, volvió a recordar lo sucedido pero no le dio mayor importancia. A medida que el día fue avanzando, se fue olvidando del tema. Esa tarde, volvió a sonar el teléfono:

- ¡No te lo vas ha creer tío, tienes que verlo tú mismo! Es…!Ven echando leches! - dijo Susana atropelladamente.
- ¿Te refieres a lo del grifo?
- Olvídate del grifo… Lo de ayer no es nada comparado con ésto. Te vas a cagar…
- Pero, ¿entonces de qué se trata?
- Te digo que tienes que verlo con tus propios ojos… Venga, coño, vente… ¡Cuelgo!
- Pero cuéntame…

A Alberto no le gustaba nada que Susana le dejara con la palabra en la boca. Pero una amiga es una amiga para lo bueno, lo malo e incluso para lo paranormal, así que sin mayor dilación, Alberto salió hacia su casa. Susana le recibió y le hizo entrar de inmediato. Esta vez se trataba del salón, de un punto en concreto en el que la medida y velocidad del tiempo se aceleraban sobremanera precipitando el crecimiento de una planta. Sin embargo, si apartaban la maceta de ese lugar, la planta dejaba de crecer. Durante las dos semanas siguientes, se produjeron otros extraños fenómenos, como repentinas bajadas de temperatura en algunas de las habitaciones, muebles que se movían solos, extraños resplandores que salían de las paredes, etc. Susana se los mostraba a Alberto como quien presume de coche nuevo o tele de plasma, sintiéndose privilegiada por tener una casa donde pasaban cosas raras. Alberto acudía a cada una de sus llamadas y asistía a cada nuevo descubrimiento con cierta preocupación. A él, aquello no dejaba de inquietarle, pero ella lo disfrutaba tanto... hasta un miércoles a las tres y cuarto de la mañana. Sonó el teléfono en casa de Alberto. Era Susana. Estaba muy alterada, no como las otras veces donde se apreciaba verdadero entusiasmo en su voz. Esta vez, sonaba aterrorizada.

- Alberto… Por favor… ¡Ven enseguida!
- Pero, ¿sabes que hora es? – protestó Alberto mirando su reloj.
- Por lo que más quieras, ven… Estoy muy asustada.
- Pero ¿Qué pasa ahora?
- No lo sé… algo le ocurre a mi sombra.
- ¿Qué?
- Por favor te lo pido, Al. Ven enseguida… - imploró echándose a llorar.

Nunca antes Susana había llorado para Alberto. Fue entonces cuando él supo que algo grave pasaba. Susana era una tipa dura que no se asustaba fácilmente. Su arrolladora personalidad, fuerte carácter y valentía siempre fueron su estandarte. Había viajado sola a lugares a priori peligrosos para una mujer pero nunca se había acobardado con nada. Por eso, cuando Alberto la escuchó llorar, los güevos se le pusieron por corbata.

- Vale, enseguida estoy ahí. – exclamó.

Susana le recibió a oscuras. Tenía mal aspecto. Estaba despeinada, con grandes ojeras y la mirada perdida.

- Gracias por venir...
- Espero que haya un motivo de peso o me voy a mosquear... – le dijo Alberto muy serio.
- Por favor, no me eches la bronca que bastante tengo ya con lo mío...
- Pero ¿qué es lo que te pasa?
- Mi sombra… que no es la mía.
- Pero, ¿qué bobadas estas diciendo?

Alberto aún estaba adormilado y su humor en aquel estado, no era de lo mejor. Además, estar casi a oscuras, le incomodaba.

- …¿Por qué no encendemos la luz? Así casi no se ve nada…
- ¡¡NOOO!!... ¡La luz, no! – dijo ella sobresaltada. – Con la luz se ve la sombra y me da miedo.
- ¿Qué sombra?
- La mía… solo que no es la mía.- y de nuevo rompió a llorar como una niña.

Aquello parecía que iba en serio. Alberto sintió miedo. Susana estaba asustada y él, que no era tan valiente, intuía que pronto sucumbiría al miedo. Después de mucho insistir, convenció a Susana para que encendiese la luz de la cocina y comprobó que efectivamente, la sombra proyectada por su amiga no se le parecía en nada. Ella era bajita y bastante delgada. La sombra, por el contrario, era alta y corpulenta. La ropa tampoco coincidía. Y mucho menos el género. La sombra claramente pertenecía a un hombre desgarbado, cargado de espaldas y vestido con abrigo largo y botas altas. Eso sí, la sombra imitaba cada movimiento de Susana. En eso, al menos, si era una sombra al uso. La verdad es que acojonaba verla acompañar a su amiga. Esa noche Alberto se quedó a dormir en casa de su amiga. Ambos estaban asustados y además era muy tarde. A la mañana siguiente, Susana tenía mejor aspecto. Su ánimo estaba bastante reforzado y parecía que hubiese superado el trauma. Desayunaron y Alberto se fue a trabajar. Durante más de un mes no volvió a saber nada de Susana. La llamó por teléfono pero ella nunca respondió a sus llamadas ni contestó a sus mensajes. Se acercó varias veces por su casa pero tampoco le abrió. Ni rastro de ella. Alberto se imaginó que habría embarcado en alguno de aquellos viajes improvisados a los que ella era tan aficionada. Se despreocupó y siguió con su vida. Alrededor de un mes más tarde, se la encontró en la calle. Apenas la reconoció. Iba con un abrigo largo de grandes hombreras y calzaba botas altas. Caminaba encorvada hacia adelante. Se diría que trataba de imitar a la sombra que salía de sus pies.

- ¡Joder, tía!... ¿Dónde te metes? Hace más de un mes que no sé de ti.
- Si, bueno… es que he andado liada.
- Pasé por tu casa varias veces pero nunca estabas.
- Es que ya no vivo allí. Al final esa casa me daba miedo. Ahora vivo en un piso de la calle Mayor.
- Podías haberme avisado… ¿Y se puede saber por qué vas vestida así?
- Trato de que la gente no note lo de la sombra… Por no asustarles, ¿sabes?

Siguieron charlando tomando un café en un bar cercano. Susana había cambiado tanto que Alberto tuvo la impresión de que se trataba de otra persona. Después, se despidieron y cada uno siguió su camino.

lunes, 13 de julio de 2009

C.T.L.

Acción teatral de La Gran Compañía de Cómicos LA DUCHA ES DICHA (mi grupo de teatro) Tuvo lugar el día 27 de Junio en el pueblo de Briones (La Rioja) en La Bodega de Miguel Merino.
El acto estaba programado para presentar una valiosa botella de vino. La botella era la única que se conservaba de su época que databa de los tiempos de la conquista romana. Fue rescatada de los restos de una galera naufragada en las costas catalanas y puesta en manos de Miguel Merino (el anfitrión).
Desde el escenario Miguel Merino presentaba la botella ante el público presente en el acto. En un momento dado, por los alrededores de la bodega sonaban detonaciones y disparos. Seguidamente entraban en escena un grupo de encapuchados con pasamontañas, vestidos de negro y armados hasta los dientes. Llegaban al escenario, le arrebataban a Miguel la botella de las manos y le expulsaban con el resto del público. El grupo se presentó como el C.T.L. (Club Terrorífico Logroñes). Después de atemorizar a los presentes y dejar constancia de su desacuerdo con el mundo del vino, intentaron llevarse la botella con ellos, pero un fallo de última hora hizo que la valiosa botella se rompiese en medio del caos causado en la huída del grupo. Antes de desaparecer dejaron éste comunicado.

jueves, 9 de julio de 2009

LA CASETA

Era una de esas casetas de un par de metros cuadrados que construían al lado de los cambios de vías del ferrocarril. Hacía años que estaba abandonada y muy poca gente se acercaba, quizá porque estaba bastante alejada de la ciudad. De vez en cuando a Jacinto le gustaba dar un paseo hasta allí y revivir tiempos lejanos. Perdió su virginidad dentro de la caseta. Fue con una conocida del barrio dos años mayor que él. Elisa, una bella muchacha que le traía de cabeza. Nunca pudo olvidar ese día y le gustaba acercarse hasta la caseta y rememorar aquellos entrañables recuerdos.
Jacinto era viudo y jubilado, con mucho tiempo y muy pocas cosas que hacer. Se pasaba el día deambulando por las calles de la ciudad rememorando pasajes de su vida. Era como si la cuidad en si fuera un álbum de recuerdos. Al pasar por delante de algunos edificios, levantaba la vista y revivía hechos acaecidos tiempo atrás en dichas dependencias. Cuando pasaba por el número cuarenta y ocho de La Ronda de los Cuarteles le venía un recuerdo en concreto y murmuraba para sus adentros: “Ahí, en el tercero, un día de junio de mil novecientos sesenta y cuatro, me ventile a la Jacinta. ¡Qué tetas tenía la condenada!” Y seguía paseando con una gran sonrisa en la cara. Algunas veces, los recuerdos no eran tan agradables. Por ejemplo, cada vez que pasaba por la calle General Urrutia numero once y miraba hacia el primero, no podía evitar volver a escuchar a través del teléfono aquella voz desconocida que le anunciaba que su hijo había muerto en un accidente aéreo. Vivió en esa casa con su familia más de diez años. Sin embargo, sólo recordaba aquella maldita llamada. Solía evitar pasar por allí, pero de cuando en cuando, lo hacía. Se quedaba durante unos minutos mirando hacía el edificio. Creía necesario sentir de nuevo el dolor de aquel momento para así estar en paz con la memoria de su hijo. Sus paseos eran un repaso continuo de su vida. Jacinto caminaba por las calles visitando esos lugares como si fuesen monumentos o catedrales. Poniéndose al día con sus recuerdos. Cuidándolos y mimándolos, porque eran las únicas pertenencias a las que realmente daba valor. Lo eran todo. Sin ellos, él sería un hombre hueco. Aquel día, Jacinto se había levantado un poco abatido. Mientras desayunaba, pensó en llegarse hasta la caseta de la vía. Aquello siempre le reconfortaba y le devolvía el buen ánimo. De camino, le fueron asaltando los recuerdos de aquél día con Elisa. Recordaba, cómo si fuera ayer, el vestido estampado que ella llevaba puesto, y su manera delicada de apartarse el pelo de la cara. El color de sus ojos y la carnosidad de sus labios. Su voz y sus andares desenvueltos, contoneando su trasero perfecto y rotundo. Recordaba el brillo del sol en su sonrisa, el lunar en su largo cuello semi-escondido entre el nacimiento del pelo y su oreja. Su aroma fresco y limpio y la huella de sus pezones endurecidos por la excitación del momento. Jacinto ya sabía que revivir esos recuerdos era mano de santo para sus achaques.
El aire fresco de la mañana se apreciaba en forma de rocío vaporizado por encima de toda la vegetación que acompañaba a los viejos y oxidados raíles de la abandonada vía. Ya faltaba poco para llegar, cinco o diez minutos como mucho, andando a paso tranquilo. Pero según se acercaba, fue notando que todo tenía un aspecto distinto. La vegetación había sido arrancada dejando paso a un gran camino de tierra desmenuzada por las ruedas de camiones y escavadoras. El ruido de las maquinas y los gritos de los obreros lo sacaron de su mundo interior. Los raíles y travesaños de las vías estaban siendo arrancados y de la caseta únicamente quedaban cuatro cascotes diseminados. Jacinto se llevo la mano a la boca en un gesto de asombro y tristeza. Por lo visto la nueva autopista iba a pasar justo por allí. Las lágrimas le cayeron mudas y desordenadas. La autopista le robaba uno de sus monumentos más queridos. Sin la caseta, el recuerdo de aquel día junto a Elisa se tornaba difuso y escurridizo. Y eso le dolía tanto como la perdida de un ser querido.

miércoles, 8 de julio de 2009

EL ABUELO

Caminaba por el parque de la mano de María, su nieta de ocho años. Hacía un día estupendo. Daba gusto pasear por la sombra. Guiados por la pequeña, habían encaminado sus pasos hasta los columpios. Allí había varios niños más y María pronto se sumó al grupo. El abuelo se quedó fuera, al otro lado de la verja, atento a cada uno de sus movimientos. María se había puesto a la cola para subir al tobogán y por delante, era el turno de dos niños mayores que ella. Después de que ellos se tirasen, María llegó al último de los escalones y antes de sentarse, llamó la atención de su abuelo para que la viese deslizarse. El abuelo la saludó agitando la mano y sonrió. Ella descendió y acabó aterrizando con el culo en el montoncito de arena dispuesto a tal efecto. Siguió jugando. El abuelo sonreía al verla, pero su mente en realidad estaba en otro sitio, ocupada en inquietantes y oscuras preocupaciones. Al día siguiente, entorno a esa misma hora, le estarían operando…. Porque además de viejos, sus pulmones estaban rotos. Aquel podría ser el último paseo con su nieta. Pese a todo, siguió sonriendo y jaleando cada uno de los inocentes gestos.

martes, 7 de julio de 2009

NOTA DE AGADECIMIENTO

Muchísimas gracias a todos los que os habéis movilizado con el asunto del plagio, especialmente a Alfaro y Lena, también a Kebran, Leo de Mar, Javier Belinchón, David Murders, Poeta Neorrabioso... Estoy conmovido con la rápida respuesta de todos vosotros, muchas gracias.
abrazos

lunes, 6 de julio de 2009

EL ATRACADOR

Desde la calle se escuchó un disparo. Al poco, del supermercado, salió corriendo un tipo con pasamontañas. Llevaba un puñado de billetes en una mano y un revolver en la otra. Corrió para alejarse de la zona y siguió corriendo hasta que cruzó la ciudad y llegó a las proximidades de la vía. Atravesó los raíles y se escondió en un oscuro túnel que estaba a las afueras. El esfuerzo de la carrera le hizo a vomitar con el pasamontañas puesto, no le dio tiempo a quitárselo. Había sido un fallo tremendo recorrer todo el camino con él puesto, se lo tendría que haber quitado. También cayó en que había llevado todo el tiempo, los billetes y el revolver a la vista. Terminó de vomitar y se quitó el pasamontañas. Estaba tan pringado que no merecía la pena conservarlo, así que lo dejó caer al suelo. Guardó los billetes y el revolver. Se quitó la camiseta roja que llevaba puesta. Debajo tenía otra de color amarillo, una táctica que siempre le había funcionado para despistar a testigos y policía. Con un mechero, prendió fuego a la camiseta roja y al pasamontañas. Permaneció contemplando las llamas mientras recuperaba algo de aire. Sabía que debía deshacerme del revolver, pero el arma costaba más que lo obtenido en el atraco. Pese a todo, era prudente hacerlo. Tal vez el dueño del supermercado hubiese muerto a consecuencia del disparo. Desprendió el tambor de la culata y lo arrojó por el hueco de una alcantarilla. El resto, lo limpió de toda huella y lo arrojó en un contenedor de basura unas calles más abajo.
Al llegar a casa, le recibió su hija de cinco años. La cogió en brazos y la besó. Su mujer estaba en la cocina preparando la cena. Se saludaron rozándose las mejillas, en un amago de beso. Él le entregó los billetes y ella se los guardó sin preguntar. Más tarde, se sentó con su hijita en las rodillas a ver los dibujos animados. El conejo Bugs Bunny le disparaba con un trabuco en plena cara al Pato Lucas, haciendo que su pico girase trescientos sesenta grados sobre su misma cabeza. La niña soltó una carcajada limpia y sonora. Él no pudo evitarlo y se echó a llorar. No podía quitarse de la cabeza al dueño del supermercado. Las risas de la niña se apagaron con sus sollozos.

- ¿Por qué lloras, papá? – le preguntó a punto de hacerlo ella también.
- No pasa nada… solo se me ha metido un poco de polvo en los ojos. - mintió él, intentando quitarle importancia al asunto.

La niña era muy lista y no se creyó la mentira de su padre, y éste para desviar su atención le hizo cosquillas en la barriga. La niña rió a carcajadas y al poco se olvidó del asunto. Continuaron viendo la tele. En la pantalla, el pato Lucas le arrebataba el trabuco al conejo de la suerte. Le apuntaba y apretaba el gatillo, con tan mala suerte que la detonación salía por la culata impactando de lleno en su cara. Está vez su pico cayó al suelo totalmente chamuscado y él, muy digno, lo recogió y se lo encajó de nuevo en su sitio. La niña volvió a reírse y él, disimuladamente, secó las lágrimas de sus ojos.

sábado, 4 de julio de 2009

LA TRISTEZA

Era de noche y llovía. David caminaba por las solitarias calles dejándose calar por la lluvia. Le gustaba salir a esas horas, cuando la ciudad estaba desierta y todas las aceras eran solo para él. David poseía un don especial que le hacía distinto al resto de la gente. Aunque más que don, era una maldición. David absorbía la tristeza de los demás como una servilleta el líquido. Por eso a David le gustaba pasear por la noche, cuando la ciudad dormía y no había gente en las calles. Era entonces cuando se sentía a salvo de la tristeza de los demás. Gracias a ellos, David había experimentado todo tipo de tristezas, desde las más livianas a las más crueles. Penas que tan sólo eran nostalgia y otras tan amargas y dolorosas que tardaba días, a veces semanas, en recuperarse. Esa era la maldición de David: absorber la tristeza de las personas con las que se cruzaba. Le ocurría en cualquier sitio. Caminando por la calle, de pronto se rozaba con alguien y se veía invadido por sus penas. La tristeza no era suya, no le pertenecía, pero igualmente le inundaba y sobrecogía. A veces acumulaba tantas, que enfermaba y se veía obligado a encerrarse en casa. Esconderse de todos y de todo. Ocultarse en su bunker, privándose de cualquier compañía, de cualquier contacto, esperando que llegase la madrugada para salir a por un poco de aire. Tanta tristeza consumida le estaba consumiendo…
Apenas caían ya cuatro gotas. David siguió andando, sorteando charcos y bocas de canalones que todavía vertían chorros de agua tibia. Quería llegar hasta el parque y caminar por la orilla del Ebro. Esos paseos nocturnos eran lo que más valoraba de su existencia, por encima de cualquier otra actividad. Durante esos paseos, se recuperaba de las tormentosas sesiones de tristeza adquirida. Sin ellos, hubiera estado perdido, se hubiera dejado morir agazapado en un rincón de su casa. Por fin, llegó a la orilla del río y al sendero que lo custodiaba. Ese era su sitio preferido porque a esas horas nunca había coincidido con nadie. Ese sendero era una extensión de si mismo, era íntimo y seguro. Se sentía tan a gusto en él cómo en la soledad de su hogar, con la variante de que allí se encontraba más despejado y libre. El cielo negro se fue abriendo a una luna creciente. También se asomaron algunas tímidas estrellas. Llegó a la pasarela que cruzaba el río y se animó a cruzar a la otra orilla, la más apartada de la ciudad, la más alejada de sus habitantes. Al llegar a la mitad de la pasarela, se detuvo para encenderse un cigarrillo y mirar las negras aguas. Al poco, reanudó su camino. A unos treinta metros por delante, bajo una farola apagada, una mujer de unos veinte años se había subido encima de la barandilla y se disponía a saltar. David no reparó en ella hasta que estuvo muy cerca. Enseguida notó cómo su cuerpo absorbía su tristeza. Le había pillado desprevenido y el impacto fue mucho más violento de lo habitual. Se tambaleó, y de no ser porque se agarró con fuerza a la barandilla, se hubiese desplomado en el suelo. La chica se sintió aliviada, cómo si sus penas hubiesen saltado al río por ella. Aun así, se asustó con la presencia de David y huyó cómo alma que lleva el diablo. David apenas podía respirar, una gran presión le aplastaba el pecho mientras un vómito subía por su garganta. Nunca antes se había visto contagiado por una tristeza igual. Ésta sobrepasaba con mucho a todas las anteriores, ésta era una tristeza brutal que le desgarraba por dentro. El legado de la joven se agarraba a cada uno de sus músculos cómo un parásito despiadado que le obligaba a saltar al río. David estuvo a punto de ceder a los impulsos suicidas, pero con gran esfuerzo logró sobreponerse y abandonó deprisa la escena. David huyó del sendero y corrió hasta su casa. Una vez más, tenía que esconderse en su fría y desoladora tumba. Solo allí estaba a salvo de las penas asesinas, las tristezas parásitas y el sufrimiento ajeno.