miércoles, 30 de junio de 2010

MUY PRONTO AL OTRO LADO DEL ESPEJO Nº3

POESÍA REFRESCANTE

LA CONJURA DE LOS NECIOS de JOHN KENNEDY TOOLE


Así empieza LA CONJURA DE LOS NECIOS de John Kennedy Toole
UNO
Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir.
Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.
Ignatius vestía, por su parte, de un modo cómodo y razonable. La gorra de cazador le protegía contra los enfriamientos de cabeza. Los voluminosos pantalones de tweed eran muy duraderos y permitían una locomoción
inusitadamente libre. Sus pliegues y rincones contenían pequeñas bolsas de
aire rancio y cálido que a él le complacían muchísimo. La sencilla camisa de franela hacía innecesaria la chaqueta, mientras que la bufanda protegía la piel que quedaba expuesta al aire entre las orejeras y el cuello. Era un atuendo aceptable, según todas las normas teológicas y geométricas, aunque resultase algo abstruso, y sugería una rica vida interior.
Cambiando el peso del cuerpo de una cadera a otra a su modo pesado y
elefantíaco, Ignatius desplazó oleadas de carne que se ondularon bajo el tweed y la franela, olas que rompieron contra botones y costuras. Una vez redistribuido el peso de este modo) consideró el gran rato que llevaba esperando a su madre. Consideró en especial el desasosiego que estaba empezando a sentir. Parecía que todo su ser estuviera a punto de estallar, desde las hinchadas botas de ante, y, como para verificarlo, Ignatius desvió sus ojos singulares hacia los pies. Los pies parecían hinchados, desde luego.
Estaba decidido a ofrecer la visión de aquellas botas hinchadas a su madre como prueba de la desconsideración con que le trataba. Al alzar la vista, vio que el sol empezaba a descender sobre el Mississippi al fondo de la Calle Canal. El reloj de Holmes marcaba casi las cinco. Ignatius estaba puliendo ya unas cuantas acusaciones cuidadosamente estructuradas, destinadas a inducir a su madre al arrepentimiento o, por lo menos, a la confusión. Tenía que mantenerla en su sitio.
Su madre le había llevado al centro en el viejo PIymouth, y mientras ella iba a ver al médico por su artritis, Ignatius había comprado en Werlein's
unas partituras musicales para su trompeta y una cuerda nueva para el laúd.
Luego, había entrado en la sala de juegos de la Calle Royal para ver si habían instalado alguna máquina nueva. Le decepcionó el que hubiera desaparecido la máquina de béisbol. Quizá la estuvieran reparando. La última vez que jugó con ella, el bateador no funcionaba y, tras cierta discusión, el encargado le había devuelto el dinero, pero los clientes habían sido tan ruines como para comentar que la había roto el propio Ignatius a patadas.
Concentrándose en el destino de la máquina de béisbol en miniatura,
Ignatius apartaba su ser de la realidad material de la Calle Canal y de la gente que le rodeaba, por lo que no advirtió los dos ojos que le observaban
ávidamente desde detrás de una de las columnas de D. H. Holmes, dos ojos
tristes en los que brillaban la esperanza y la ansiedad.
¿Sería posible reparar aquella máquina en Nueva Orleans?
Probablemente sí. Sin embargo, quizá la hubieran enviado a un lugar como
Milwaukee o Chicago o alguna otra ciudad cuyo nombre asociaba Ignatius
con eficientes talleres de reparación y fábricas siempre humeantes. Ignatius
esperaba que tratasen con el cuidado debido aquel juego de béisbol en el
transporte, de modo que ninguno de sus pequeños jugadores se esportillase o se lisiase por la brutalidad de unos empleados ferroviarios decididos a hundir para siempre al ferrocarril con las reclamaciones por daños de los expedidores, ferroviarios que posteriormente se declararían en huelga y destruirían la estación central de Illinois.
Mientras Ignatius consideraba el placer que aquel pequeño juego de béisbol proporcionaba a la humanidad, los dos ojos tristes y ávidos avanzaron hacia él entre la multitud como torpedos dirigidos n un petrolero grande y lanudo. El policía dio un tirón a la bolsa de papel de partituras de Ignatius.
__¿Tiene usted algún documento de identificación, señor? —preguntó el policía, en un tono de voz que indicaba que tenía la esperanza de que Ignatius fuese oficialmente inidentificable.
—¿Qué? —Ignatius bajó la vista hacia la enseña de la gorra azul—.
¿Quién es usted?
—Enséñeme su carnet de conducir.
—Yo no conduzco. ¿Sería usted tan amable de largarse? Estoy esperando a mi madre.
—¿Qué es lo que cuelga de esa bolsa?
—¿Qué cree usted que va a ser, imbécil? Una cuerda para mi laúd,
—¿Qué es eso? —el policía retrocedió un poco—. ¿Es usted de la ciudad?
—¿Acaso la tarea del departamento de policía es acosarme a mí cuando esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado? — atronó Ignatius, por encima del gentío que había írente a los grandes almacenes—. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas,
onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la
basura a la calle, por sus lesbianas... gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a mí.
El policía agarró a Ignatius por el brazo pero fue agredido en la gorra con las partituras musicales. La cuerda colgante del laúd le dio en la oreja.
—Eh —protestó el policía.
—¡Toma eso! —gritó Ignatius, percibiendo que estaba empezando a formarse un círculo de compradores interesados.
Dentro del D. H. Holmes, la señora Reilly estaba en el departamento de
bollería, el pecho maternal apoyado en una vitrina que contenía almendrados.
Uno de sus dedos, gastado de frotar tantos años los gigantescos y amarillentos calzoncillos de su hijo, tamborileó en la vitrina para llamar la atención de la vendedora.

EL SILENCIO DE MALKA de ZENTNER & PELLEJERO





pinchar sobre las páginas para ampliar las viñetas

BLOGS RECOMENDADOS

FOTOS DE LA RED



martes, 29 de junio de 2010

FRAGMENTO

Hoy me siento tan pequeño, tanto, que esa partícula de polvo que viaja por el salón me parece inmensa cual planeta. Soy inferior a la mosca que acabo de aplastar contra el cristal. Mil veces más insignificante que el pelo púbico que ha quedado enganchado en el desagüe de la bañera. Hoy no me siento humano. Hoy soy un despojo que no se atreve a levantar la cabeza. Hoy me vas a permitir que me esconda en mi agujero, que me arrope con mi vergüenza y purgue culpas.

® pepe pereza

CUENTOS ESENCIALES de GUY DE MAUPASSANT


Así empieza Cuentos Esenciales de GUY DE MAUPASSANT
Abandonado
—Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp, y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.
La señora Cadour dijo:
— ¿Quiere usted acompañarme, Apreval?
Este se inclinó, sonriendo con una galantearía de los tiempos pasados, mientras decía:
—Iré a donde usted vaya.
—Bueno; idos a coger una insolación —exclamó el señor de Cadour.
Y se metió en su cuarto del hotel de los Baños para echarse un par de horas en la cama.
Cuando la respetable señora y su antiguo compañero quedaron solos, se pusieron en marcha. Ella dijo con voz muy baja y apretándole una mano:
— ¡Al fin! ¡Al fin!
El murmuró:
—Se ha vuelto usted loca. Estoy convencido en absoluto de que se ha vuelto usted loca. Piense cuánto arriesga. Si ese hombre...
Ella le interrumpió, sobresaltada:
— ¡Oh, Enrique! No diga usted nunca ese hombre cuando hablemos de él.
El prosiguió bruscamente:
— ¡Bueno! Si nuestro hijo sospecha cualquier cosa, y receloso descubre la verdad, nos tiene cogidos para siempre. Pudo usted pasar cuarenta años alejada, sin conocerle siquiera, ¿qué antojo es el de hoy?
Habían seguido la calle que va de la playa al pueblo. Volvieron a la derecha para subir el repecho de Etretat. El camino blanco se inundaba con los abrasadores rayos del sol.
Andaban despacio, sofocándose, a paso corto. Ella se apoyaba en el brazo de su amigo, mirando hacia adelante, con los ojos fijos, insistentes.
Preguntó:
— ¿De manera que tampoco usted le ha visto nunca?
— ¡Jamás!
—Pero ¿es posible?
—No comencemos nuevamente la eterna discusión. Yo tengo mujer y tengo hijos, como usted tiene un marido; como usted, debo guardarme de murmuraciones.
Ella no respondió. Pensaba en su juventud lejana, en las cosas que ya pasaron. Todo era triste.
Se había casado, como se casan muchas mujeres, a instancias de la familia, con un hombre al que apenas conocen. Su marido era diplomático; vivió con él como viven todas las mujeres de buena sociedad.
Pero sucedió que un joven, Apreval, casado también, la quiso con un amor profundo, y durante una larga ausencia del señor Cadour, que había ido a las Indias, enviado por el Gobierno, la señora sucumbió.
¿Le hubiera sido posible resistir más? ¿Negarse? ¿Pudo resolverse a no ceder, adorándole como le adoraba? ¡No! ¡Ciertamente, no! ¡Era pedirle demasiado! Era demasiado sufrir. ¡La vida es tan miserable y engañosa! ¿Puede uno evitar ciertas asechanzas de la suerte, huir su destino? Siendo mujer, abandonada, sola, sin ternuras que la remedien, sin hijos que la defiendan, ¿se puede, un día y otro día, evitar una pasión que arrastra la existencia? ¿Se puede huir del sol, para encerrarse hasta la muerte en la oscuridad?
Entonces, después de tanto tiempo, recordaba ella todos los detalles, las caricias, las ansias, las impaciencias aguardándole. ¡Qué días tan felices! Los únicos felices. Y ¡qué pronto acabaron!
Luego se sintió embarazada. ¡Qué angustias!
— ¡Oh! Aquel viaje al Mediodía, un viaje largo, doloroso; los temores incesantes, la vida misteriosa, oculta en la casita solitaria, cerca del mar, en el fondo de un jardín del que nunca se atrevió a salir.
¡Cómo recordaba los días eternos que pasó al pie de un naranjo, con los ojos fijos en el fruto redondo y rojo, escondido casi entre verdes hojas! Deseaba salir, acercarse al mar, cuya brisa fecunda recibía por encima de la tapia, cuyo constante vaivén oía sin cesar, cuya superficie azul, brillante al sol, y salpicada por blancas velas, era su encanto.
Pero tenía miedo hasta de asomarse a la puerta. Si alguien la hubiese reconocido en aquel estado, con aquella cintura deforme y vergonzosa...
Y los días de inquietud, los últimos días torturadores; y la espantosa noche del suceso. ¡Cuántas miserias había padecido!
¡Qué noche aquella! ¡Cuánto gimió, cuánto gritó! No se borraba de su memoria el rostro pálido de su amante, besándole a cada minuto las manos; la cabeza calva del médico, la cofia blanquísima de la enfermera.
Y la sacudida violenta de su corazón al oír el débil gemido de la criatura, aquel primer esfuerzo de una voz de hombre.
Y al día siguiente... ¡Ah! ¡Al día siguiente, único de su vida en que lo tuvo cerca y besó a su hijo! Porque jamás volvieron a verle sus ojos.
Y desde entonces, ¡qué larga, penosa y vacía existencia, en la cual siempre, siempre flotaba el recuerdo imborrable de aquella criatura! ¡Y jamás volvió a verle, ni una sola vez, a aquel pedazo de sus entrañas, al hijo de sus amores!
Lo cogieron, lo llevaron, lo escondieron. Ella supo solamente que unos campesinos normandos lo educaban, que vivía como campesino, que se casó, bien casado, y que fue bien establecido por su padre.
¡Cuántas veces, durante cuarenta años, ella quiso ir a verle, para besarle! ¡No imaginaba que se habría desarrollado! Le suponía siempre como aquella larva humana que sólo un día cogió en brazos, apretándo1e contra su cuerpo dolorido.
Cuantas veces dijo a su amante: «No aguardo más, quiero verle, voy a verle», siempre la convencía, la contenía. Ella no sabía reprimirse, callarse, y el otro adivinaría y exploraría, comprometiéndolos.
— ¿Cómo es?—preguntaba la señora.
—No lo sé. Tampoco le conozco.
— ¿Es posible? ¡Tener un hijo y no conocerle! ¡Rechazarle con temor, ocultarle como una vergüenza! Iban camino adelante, fatigados por el calor, ganando poco a poco el inacabable repecho.
Ella prosiguió:
—Parece un castigo. Jamás tuve otro. Y a aquél, no verle... No. Era imposible resistir al deseo de verle, que hace tantos años me obsesiona. Los hombres no comprenden eso. Piense usted que no está lejos el día de mi muerte.
Y ¿era posible morir sin volverle a ver?
— ¿Cómo pude aguantar tanto tiempo? He pensado en él durante toda mi vida. ¡Qué horrorosa vida, con este pensamiento constante! ¡No he despertado una sola vez, ni una sola vez, sin que mi primer pensamiento no fuese para él, para el hijo mío! ¿Cómo estará? Me siento culpable, culpable de su abandono, de mi cobardía. ¿Se debe temer al mundo en tales casos? Debí dejarlo todo para no dejarle a él; conservarle, cuidarle y educarle. Hubiera sido más dichosa. Y no me atreví. ¡Bien lo pagué con mi sufrimiento; ¡Ah! Esas pobres criaturas abandonadas... ¡cómo deben de odiar a sus madres!
De pronto se detuvo, ahogada por los sollozos. El valle estaba desierto y mudo bajo la luz abrumadora del sol.
—Descanse usted un poco; siéntese un rato —dijo Apreval.
Ella se dejó conducir hasta la cuneta, y, después de sentarse, ocultó el rostro entre las manos. Sus cabellos canosos, formando rizos, caían sobre sus mejillas, mezclándose con su llanto. Lloraba, herida por un dolor profundo.
El estaba en pie, frente a ella, inquieto, no, sabiendo qué decirle, repetía:
—Vamos.., valor...
Ella se levantó de pronto:
— ¡Lo tendré!
Y secándose los ojos, avanzó nuevamente con su paso inseguro de anciana.
El camino se hundía, más adelante, bajo un grupo de árboles, que ocultaban algunas casas. Oyeron el choque vibrante y regular de un martillo en un yunque.
Bien pronto vieron, a su derecha, una carreta parada junto a un cobertizo, y a la sombra dos hombres ocupados en herrar un caballo.
El señor de Apreval se acercó preguntando:
— ¿La masía de Pedro Benedicto?
Uno de los hombres respondió:
Tome usted el camino a la izquierda, y siga derecho; es la tercera pasando el café.
Tiene un pino junto a la valla. No es fácil equivocarse.
Volvieron a la izquierda. Ella estaba más tranquila, pero con las piernas cansadas y el corazón palpitante. A cada paso, murmuraba como un rezo: «¡Dios mío! ¡Dios mío!»
Y oprimía su garganta una emoción terrible, haciéndola vacilar como si le hubiesen cortado las corvas.
El señor de Apreval, nervioso, algo pálido, le dijo bruscamente:
—Si no sabe usted moderarse, todo se descubrirá en seguida. Trate de contenerse y disimular.
Ella balbucía:
— ¿Puedo hacer más de lo que hago? ¡Hijo mío! ¡Cuando pienso que voy a ver al hijo mío!
Avanzaban por una senda, entre los corrales de las masías, a la sombra de una doble fila de hayas.
Y, de pronto, se hallaron frente a la valla junto a la cual crecía un pino.
—Aquí es.
Ella se detuvo y observó.
La corralada, llena de manzanos, era grande. La casa, pequeña. Se veían también allí la cuadra, el establo, el gallinero. Bajo un cobertizo de pizarra, los carros, las carretas y una tartanita. Cuatro bueyes pastaban a la sombra de los árboles. Las gallinas iban y venían.
La puerta de la casa estaba abierta. No se veía a nadie; no se ola ningún ruido.
Entraron. Un perro negro salió de su casita, ladrando con furor.
Junto a la pared había cuatro colmenas en fila.
El señor de Apreval gritó:
— ¿Hay alguien?
Apareció una chiquilla de diez años aproximadamente, vestida con una camisa de algodón y una falda de lana, con las piernas desnudas y sucias, con la expresión tímida y desconfiada. Se paró delante de la puerta como para impedir la entrada, preguntando:
— ¿Qué buscan ustedes?
— ¿Está en casa tu padre?
—No.
— ¿Adónde ha ido?
—No lo sé.
— ¿Y tu madre?
—Con las vacas.
— ¿Vendrá pronto?
—No lo sé.
Y bruscamente la señora, como si temiera que se la llevaran de allí a la fuerza sin conseguir su propósito, dijo con voz precipitada:
—No me voy sin verle.
—Le aguardaremos, amiga mía. Y vieron que una campesina se acercaba con dos cántaros de hojalata que parecían muy pesados, y que lucían como espejos reflejando el sol.
Era coja la campesina; llevaba el pecho cruzado por una toquilla de lana oscura, lavada por las lluvias, deslucida por el calor, y tenía el aspecto de una criada pobre y sucia.
—Ahí viene mi madre —dijo la niña.
Acercándose la mujer, miraba recelosamente a los forasteros. Luego entró en la casa como si no los hubiera visto.
Parecía vieja, con el rostro arrugado, amarillento, duro; la cara de pavo de las campesinas.
El señor de Apreval la llamó.
—Diga usted, señora, ¿podría usted vendernos dos vasos de leche?
La mujer refunfuñó, apareciendo en su puerta después de haberse descargado los cántaros:
—No vendo leche.
—Nosotros entramos porque teníamos bastante sed. La señora es anciana y se fatigó. ¿No hay manera de que hallemos algo que beber?
La campesina, observándola con ojos inquietos y desconfiados, al fin se decidió:
—Ya que vinieron ustedes aquí, les daré leche.
Y volvió a entrar en su casa.
Luego salió la chicuela con dos sillas y las puso a la sombra de un manzano, y la mujer compareció al poco rato con dos tazones de leche, que ofreció a los forasteros.
Y se quedó cerca, vigilándolos, como si pretendiese adivinar o descubrir sus intenciones.
— ¿Son ustedes de Fécamp? —preguntó la campesina.
El señor de Apreval respondió:
—Sí; venimos de Fécamp, donde pasamos el verano.
Y después de un silencio prosiguió:
— ¿Podría usted vendernos pollos todas las semanas?
Después de algunas vacilaciones, la campesina dijo:
—Sí podré. ¿Los quieren ustedes tiernecitos?
—Tiernecitos.
— ¿A cómo los pagan ustedes en el mercado?
Apreval no lo sabía, y se volvió hacía la señora.
— ¿Cuánto cuestan los pollos en el mercado?
Ella balbució con los ojos llenos de lágrimas:
—Cuatro francos, o cuatro cincuenta.
La campesina miraba de reojo, visiblemente extrañada, y luego preguntó:
— ¿Está enferma esta señora?
Apreval, viendo que su amiga lloraba, no sabía qué decir.
—No, no... Es que... ha perdido el reloj en la carretera. Un magnífico reloj, y por eso... lo siente. Si alguien lo encuentra, nos avisará usted.
La campesina guardaba silencio; de pronto dijo:
— ¡Miren a mi hombre!
Los forasteros no le habían visto entrar porque estaban de espaldas al postigo.
Apreval se inmutó; la señora de Cadour estuvo a punto de caer al suelo desmayada.
Un hombre apareció tirando de una vaca, encorvado, jadeante.
Sin saludar a los forasteros decía:
—Maldito animal, ¡qué penco!
Y pasó de largo para entrar en el establo.
El llanto de la señora se había secado repentinamente y estaba confundida, muda, espantada. «¡Su hijo! ¡Aquél era su hijo»
Apreval, preocupado por la misma idea, preguntó:
— ¿Es el señor Benedicto?
La campesina, desconfiada, a la pregunta contestó con otra:
— ¿Quién le ha dicho a usted su nombre?
Y el caballero prosiguió:
—El herrador que hay en la carretera.
Todos callaban, con los ojos fijos en la puerta del establo, que aparecía como una mancha negra en el muro. No se veía nada; se oían ruidos leves de movimientos, de pasos, amortiguados en la paja.
El hombre apareció al fin, secándose la frente, y se dirigió a la casa con lentitud, con perezoso balanceo.
Tampoco esta vez atendió a los forasteros, y dijo a su esposa:
—Tráeme un jarro de sidra, tengo sed.
Luego entró en el portal, y la campesina fue a la bodega, dejando solos a los parroquianos.
La señora Cadour, desconsolada, murmuró:
—Vámonos, Enrique. Vámonos en seguida.
El señor de Apreval, sosteniéndola como pudo, la fue llevando para que no se cayera, después de dejar cinco francos sobre una silla.
Cuando estuvieron en el camino, ella rompió a llorar, sacudida por el dolor, y balbuciendo:
— ¡Ah! ¿Qué hizo usted con aquella criatura?
El, palideciendo, respondió secamente:
—Hice lo que pude hacer. Su masía vale ochenta mil francos. Es un dote que no tienen la mayor parte de los hijos de familias acomodadas.
Y volvieron despacio, sin hablar. Ella seguía llorando; sus lágrimas corrían por su rostro, continuas, interminables.
Al fin se calmó. Entraban ya en el pueblo.
El señor Cadour los aguardaba para comer. Se echó a reír al verlos llegar.
— ¡Bravísimo! ¡Perfectamente! Mi testaruda mujer ha cogido una insolación.
¡Cuando yo digo que de un tiempo a esta parte se ha vuelto loca!
Nada contestaron el uno ni la otra.
Y cuando el marido preguntó, frotándose las manos:
— ¿Se les hizo, al menos, agradable su caminata?
El señor de Apreval le respondió:
—Sí, muy agradable; muy agradable.


Le Figaro, 15 de agosto de 1884

MUNDO QUINO de QUINO





pincha sobre las páginas para ampliar las viñetas

BLOGS RECOMENDADOS

FOTOS DE LA RED





lunes, 28 de junio de 2010

FRAGMENTO

En la calle Gonzalo de Berceo, de camino al trabajo, suelo coincidir con un ciego. Ambos vamos en la misma dirección. Él, normalmente, camina unos metros por delante. Yo observo maravillado como se desliza entre la gente golpeando el suelo con su bastón, haciendo gala de confianza y destreza. Suele detenerse a la entrada de un bar y desde allí saluda efusivamente al camarero que hay dentro: ¡¡¡Buenos días, Manolín!!! ¿Qué hay de bueno?... No sé cómo lo hace pero siempre se detiene justamente frente a la puerta de entrada del bar. Supongo que cuenta los pasos que hay desde su portal hasta el garito en cuestión. Sea cual sea su método le funciona perfectamente, de hecho es tan eficaz que parece tener los ojos sanos.
Esta mañana ha ocurrido algo esperpénticamente gracioso. Resulta que el ciego ha calculado mal y se ha detenido unos metros antes de llegar al bar, y a un palmo de una pared enladrillada ha saludado al camarero.


® pepe pereza

EN EL CAMINO de JACK KEROUAC


Así empieza EN EL CAMINO DE JACK KEROUAC
1
Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca.
Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los Angeles. Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México.
Las cartas me interesaron tremendamente porque en ellas, y de modo ingenuo y simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía. En cierta ocasión, Carlo y yo hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al extraño Dean Moriarty. Todo esto era hace muchísimo, cuando Dean no era del modo en que es hoy, cuando era un joven taleguero nimbado de misterio. Luego, llegaron noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou.
Un día yo andaba por el campus y Chad y Tim Gray me dijeron que Dean estaba en una habitación de mala muerte del Este de Harlem, el Harlem español. Había llegado la noche antes, era la primera vez que venía a Nueva York, con su guapa y menuda Marylou; se apearon del autobús Greyhound en la calle Cincuenta y doblaron la esquina buscando un sitio donde comer y se encontraron con la cafetería de Héctor, y desde entonces la cafetería de Héctor siempre ha sido para Dean un gran símbolo de Nueva York. Tomaron hermosos pasteles muy azucarados y bollos de crema. Todo este tiempo Dean le decía a Marylou cosas como éstas:
—Ahora, guapa, estamos en Nueva York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos Missouri y especialmente en el momento en que pasamos junto al reformatorio de Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes específicos de trabajo... —y así seguía del modo en que era aquellos primeros días.
Fui a su cuchitril con varios amigos, y Dean salió a abrirnos en calzoncillos.
Marylou estaba sentada en la cama; Dean había despachado al ocupante del apartamento a la cocina, probablemente a hacer café, mientras él se había dedicado a sus asuntos amorosos, pues el sexo era para él la única cosa sagrada e importante de la vida, aunque tenía que sudar y maldecir para ganarse la vida y todo lo demás. Se notaba eso en el modo en que movía la cabeza, siempre con la mirada baja, asintiendo, como un joven boxeador recibiendo instrucciones, para que uno creyera que escuchaba cada una de las palabras, soltando miles de «Síes» y «De acuerdos.» Mi primera impresión de Dean fue la de un Gene Autry joven —buen tipo, escurrido de caderas, ojos azules, auténtico acento de Oklahoma—, un héroe con grandes patillas del nevado Oeste, De hecho, había estado trabajando en un rancho, el de Ed Wall, en Colorado, justo antes de casarse con Marylou y venir al Este. Marylou era una rubia bastante guapa con muchos rizos parecidos a un mar de oro; estaba sentada allí, en el borde de la cama con las manos colgando en el regazo y los grandes ojos campesinos azules abiertos de par en par, porque estaba en una maldita habitación gris de Nueva York de aquellas de las que había oído hablar en el Oeste y esperaba como una de las mujeres surrealistas delgadas y alargadas de Modigliani en un sitio muy serio. Pero, aparte de ser una chica físicamente agradable y menuda, era completamente idiota y capaz de hacer cosas horribles. Esa misma noche todos bebimos cerveza, echamos pulsos y hablamos hasta el amanecer, y por la mañana, mientras seguíamos sentados tontamente fumándonos las colillas de los ceniceros a la luz grisácea de un día sombrío, Dean se levantó nervioso, se paseó pensando, y decidió que lo que había que hacer era que Marylou preparara el desayuno y barriera el suelo.
—En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, como te digo, porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o cristalización de nuestros planes. —Entonces yo me largué.
Durante la semana siguiente, comunicó a Chad King que tenía absoluta necesidad de que le enseñase a escribir; Chad dijo que el escritor era yo y que se dirigiera a mí en busca de consejo. Entretanto, Dean había conseguido trabajo en un aparcamiento, se había peleado con Marylou en su apartamento de Hoboken —Dios sabe por qué fueron allí—, y ella se puso tan furiosa y se mostró tan profundamente vengativa que denunció a la policía una cosa totalmente falsa, inventada, histérica y loca, y Dean tuvo que largarse de Hoboken. Así que no tenía sitio adónde ir. Fue directamente a Paterson, Nueva Jersey, donde yo vivía con mi tía, y una noche mientras estudiaba llamaron a la puerta y allí estaba Dean, haciendo reverencias, frotando obsequiosamente los pies en la penumbra del vestibulo, y diciendo:
—Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a escribir.
—¿Dónde está Marylou? —le pregunté, y Dean dijo que al parecer Marylou había reunido unos cuantos dólares haciendo acera y había regresado a Denver.
—¡La muy puta!
Entonces salimos a tomar unas cervezas porque no podíamos hablar a gusto delante
de mi tía, que estaba sentada en la sala de estar leyendo su periódico. Echó una ojeada a Dean y decidió que estaba loco.
En el bar le dije a Dean:
—No digas tonterías, hombre, sé perfectamente que no has venido a verme exclusivamente porque quieras ser escritor, y además lo único que sé de eso es que hay que dedicarse a ello con la energía de un adicto a las anfetas.
Y él dijo:
—Sí, claro, sé perfectamente lo que quieres decir y de hecho me han pasado todas esas cosas, pero el asunto es que quiero comprender los factores en los que uno debe apoyarse en la dicotomía de Schopenhauer para conseguir una realización interior... —y siguió así con cosas de las que yo no entendía nada y él mucho menos. En aquellos días de hecho jamás sabía de lo que estaba hablando; es decir, era un joven taleguero colgado de las maravillosas posibilidades de convertirse en un intelectual de verdad, y le gustaba hablar con el tono y usar las palabras, aunque lo liara todo, que suponía propias de los «intelectuales de verdad». No se olvide, sin embargo, que no era tan ingenuo para sus otros asuntos y que sólo necesitó unos pocos meses con Carlo Marx para estar completamente in en lo que se refiere a los términos y la jerga. En cualquier caso, nos entendimos mutuamente en otros planos de la locura, y accedí a que se quedara en mi casa hasta que encontrase trabajo, además de acordar que iríamos juntos al Oeste algún día. Esto era en el invierno de 1947.
Una noche que cenaba en mi casa —ya había conseguido trabajo en el aparcamiento de Nueva York— se inclinó por encima de mi hombro mientras yo estaba escribiendo a máquina a toda velocidad y dijo:
—Vamos, hombre, aquellas chicas no pueden esperar, termina en seguida.
—Es sólo un minuto —dije—. Estaré contigo en cuanto termine este capítulo —y es que era uno de los mejores capítulos del libro.
Después me vestí y volamos hacia Nueva York para reunimos con las chicas.
Mientras íbamos en el autobús por el extraño vacío fosforescente del túnel Lincoln nos inclinábamos uno sobre el otro moviendo las manos y gritando y hablando excitadamente, y yo estaba empezando a estar picado por el mismo bicho que picaba a Dean. Era simplemente un chaval al que la vida excitaba terriblemente, y aunque era un delincuente, sólo lo era porque quería vivir intensamente y conocer gente que de otro modo no le habría hecho caso. Me estaba exprimiendo a fondo y yo lo sabía (alojamiento y comida y «cómo escribir», etc.) y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la base de nuestra relación), pero no me importaba y nos entendíamos bien: nada de molestarnos, nada de necesitarnos; andábamos de puntillas uno alrededor del otro como unos nuevos amigos entrañables. Empecé a aprender de él tanto como él probablemente aprendió de mí. En lo que respecta a mi trabajo decía:
—Sigue, todo lo que haces es bueno.
Miraba por encima del hombro cuando escribía relatos gritando:
—¡Sí! ¡Eso es! ¡Vaya! ¡Fuuu! —y secándose la cara con el pañuelo añadía—: ¡Muy bien, hombre! ¡Hay tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cuánto se necesita, incluso para empezar a dar cuenta de todo sin los frenos distorsionadores y los cuelgues como esas inhibiciones literarias y los miedos gramaticales...
—Eso es, hombre, ahora estás hablando acertadamente —y vi algo así como un resplandor sagrado brillando entre sus visiones y su excitación. Unas visiones que describía de modo tan torrencial que los pasajeros del autobús se volvían para mirar «al histérico aquel». En el Oeste había pasado una tercera parte de su vida en los billares, otra tercera parte en la cárcel, y la otra tercera en la biblioteca pública. Había sido visto corriendo por la calle en invierno, sin sombrero, llevando libros a los billares, o subiéndose a los árboles para llegar hasta las buhardillas de amigos donde se pasaba los días leyendo o escondiéndose de la policía.
Fuimos a Nueva York —olvidé lo que pasó, excepto que eran dos chicas de color—
pero las chicas no estaban; se suponía que íbamos a encontrarnos con ellas para cenar y no aparecieron. Fuimos hasta el aparcamiento donde Dean tenía unas cuantas cosas que hacer —cambiarse de ropa en un cobertizo trasero y peinarse un poco ante un espejo roto, y cosas así— y a continuación nos las piramos. Y ésa fue la noche en que Dean conoció a Carlo Marx. Y cuando Dean conoció a Carlo Marx pasó algo tremendo. Eran dos mentes agudas y se adaptaron el uno al otro como el guante a la mano. Dos ojos penetrantes se miraron en dos ojos penetrantes: el tipo santo de mente resplandeciente, y el tipo melancólico y poético de mente sombría que es Carlo Marx. Desde ese momento vi muy poco a Dean, y me molestó un poco, además. Sus energías se habían encontrado; comparado con ellos yo era un retrasado mental, no conseguía seguirles. Todo el loco torbellino de todo lo que iba a pasar empezó entonces; aquel torbellino que mezclaría a todos mis amigos y a todo lo que me quedaba de familia en una gran nube de polvo sobre la Noche Americana. Carlo le habló del viejo Bull Lee, de Elmer Hassel de Jane: Lee estaba en Texas cultivando yerba, Hassel, en la cárcel de isla de Riker, Jane perdida por Times Square en una alucinación de benzedrina, con su hijita en los brazos y terminando en Bellevue. Y Dean le habló a Carlo de gente desconocida del Oeste como Tommy Snark, el tiburón de pata de palo de los billares, tahúr y maricón sagrado. Le habló de Roy Johnson, del gran Ed Dunkel, de sus troncos de la niñez, sus amigos de la calle, de sus innumerables chicas y de las orgías y las películas pornográficas, de sus héroes, heroínas y aventuras. Corrían calle abajo juntos, entendiéndolo todo del modo en que lo hacían aquellos primeros días, y que más tarde sería más triste y perceptivo y tenue. Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un «¡Ahhh!». ¿Cómo se llamaban estos jóvenes en la Alemania de Goethe? Se dedicaban exclusivamente a aprender a escribir,como le pasaba a Carlo, y lo primero que pasó era que Dean le atacaba con su enorme alma rebosando amor como únicamente es capaz de tener un convicto y diciendo:
—Ahora, Carlo, déjame hablar... Te estoy diciendo que... —Y no les vi durante un
par de semanas, y en ese tiempo cimentaron su relación y se hicieron amigos y se
pasaban noche y día sin parar de hablar.
Entonces llegó la primavera, la gran época para viajar, y todos los miembros del disperso grupo se preparaban para tal viaje o tal otro. Yo estaba muy ocupado trabajando en mi novela y cuando llegué a la mitad, tras un viaje al Sur con mi tía para visitar a mi hermano Rocco, estaba dispuesto a viajar hacia el Oeste por primera vez en mi vida.

JAZZ CLUB de ALEXANDRE CLÉRISSE





pinchar en las páginas para ampliar las viñetas

BLOGS RECOMENDADOS

FOTOS DE LA RED





domingo, 27 de junio de 2010

FRAGMENTO

Soy de la opinión que la soledad es un plato exquisito siempre y cuando lo sepas cocinar en su justa medida. Yo dedico la mayor parte de mi tiempo libre a consolidar mi soledad. Por eso no me queda más remedio que reconocerlo. Soy un solitario empedernido. Lo he sido, lo soy y supongo que siempre lo seré.

® pepe pereza

VINALIA TRIPPERS GO HOME

Al fin tenemos en nuestras manos el nuevo Vinalia Trippers recién aterrizado del Espacio Exterior y aún calentito...

El resultado:

41 relatos inéditos ilustrados por los mejores dibujantes del Planeta Tierra + 1 fotonovela alienígena + 1 portada desplegable de M.A.Martín + 1 Suplemento Poemash dedicado a Raúl Núñez con 12 poemas inéditos.

El fanzine se pude solicitar ya por correo en

vinaliatrippers@yahoo.es

al precio de 6 euros + gastos de envío
y los primeros ejemplares, hasta agotar existencias,
se acompañarán de uno de nuestros psicotrónicos pins marcianos.

Las presentaciones, eso sí,
para después de la abducción del verano.

La mejor literatura e ilustración independiente de este país de nuevo al alcance de vuestras manos.

¡¡¡ Déjate abducir !!!
PUBLICADO POR VINALIA TRIPPERS EN
HTTP://VINALIAPLAN9ESPACIO.BLOGSPOT.COM/

CUENTOS COMPLETOS de TRUMAN CAPOTE


Así empieza CUENTOS COMPLETOS de TRUMAN CAPOTE
LAS PAREDES ESTÁN FRÍAS
(1943)
—... así que Grant les ha dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían resucitarnos de la tumba.
La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.
Ésta enderezó su traje negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas, sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces, le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los marineros..., oh, al diablo todo.
—Está bien, Mildred, de verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que puedo hacer con tus nuevos amigos.
—La verdad, querida, no creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.
La anfitriona se encaminó hacia sus invitados repentinos.
Apiñados en un rincón de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a gusto.
El más guapo del sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:
—No sabíamos que había una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?
—Pues claro que sois bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os quedaseis?
El marino estaba azorado.
—Esa chica, la tal Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la menor idea de que veníamos a una casa así.
—Qué ridiculez, qué ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona—. Sois del Sur, ¿verdad?
Él se encajó la gorra debajo del brazo y pareció más tranquilo.
—Yo soy de Mississippi. Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?
Ella apartó la mirada hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada, cansadísima de aquello.
—Oh, sí —mintió—. Un estado precioso.
Él sonrió.
—Debe de confundirlo con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi, excepto quizás en la zona de Natchez.
—Claro, Natchez. Fui a la escuela con una chica de Natchez. Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?
—No, no puedo decir que la conozca.
De repente ella se percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía razón en lo de aclimatarse.
—Ven —dijo ella—. Te pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no me llames señorita.
—Mi hermana también se llama Louise. Yo soy Jake.
—Vaya, ¿no es encantador? Me refiero a la coincidencia.
Se alisó el pelo y sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.
Entraron en el tugurio y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al otro lado del mostrador.
—Bueno —dijo—, ¿qué va a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece una copa de ron y Coca-Cola?
—Si tú lo dices —sonrió él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece salido de una película.
Ella revolvió rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.
—Si quieres, te lo enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más grande.
No sonó bien. Era demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.
—¿Qué edad tienes? —preguntó él.
Ella tuvo que pensarlo un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él supiera o no su edad? Así que se la dijo.
—Dieciséis.
—¿Y nunca te han besado...?
Ella se rió, no del tópico sino de su propia respuesta.
—O sea, violado.
Ella estaba frente a él y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.
—Oh, por lo que más quieras, no me mires así. No soy mala chica.
Él se sonrojó y ella volvió a cruzar la puerta y le tomó de la mano.
—Ven, te enseñaré todo esto.
Le llevó por un largo pasillo flanqueado de espejos a intervalos y le mostró una habitación tras otra. Él admiró las alfombras mullidas, de color pastel, y la discreta mezcla de mobiliario modernista con muebles de época.
—Ésta es mi habitación —dijo ella, manteniendo la puerta abierta para que él la viera—. No mires el desorden, no todo lo he hecho yo, casi todas las chicas se han arreglado aquí.
Para él no había nada fuera de su sitio, la habitación estaba en perfecto orden. La cama, las mesas, la lámpara eran blancas, pero las paredes y la alfombra eran de un verde oscuro y frío.
—Bueno, Jake..., ¿qué te parece, me va bien este cuarto?
—No he visto nunca uno igual, mi hermana no me creería si se lo contara..., pero no me gustan las paredes, si me disculpas que te lo diga..., ese verde... parece tan frío...
Ella pareció perpleja y, sin saber del todo por qué, extendió la mano y tocó la pared al lado de su tocador.
—Tienes razón en lo de las paredes: están frías.
Levantó la vista hacia él y por un momento su cara compuso una expresión tal que él no supo con certeza si iba a reírse o a llorar.
—No quería decir eso. Mierda, ¡no sé muy bien qué quiero decir!
—¿No lo sabes o sólo estamos empleando un eufemismo?
Como no obtuvo respuesta, ella se sentó en el lado de su cama blanca.
—Siéntate aquí y fuma un cigarrillo —dijo ella—. ¿Qué ha sido de tu bebida?
Él se sentó a su lado.
—La he dejado en el mostrador. Aquí detrás se está muy tranquilo, después de todo ese jaleo de ahí delante.
—¿Cuánto tiempo llevas en la marina?
—Ocho meses.
—¿Te gusta?
—No importa mucho si me gusta o no... He visto muchos sitios que de otro modo no habría visto.
—¿Por qué te alistaste, entonces?
—Oh, iban a reclutarme y la marina era más de mi gusto.
—¿Lo es?
—Bueno, te diré, no me acostumbro a este tipo de vida, no me gusta que me mandoneen otros. ¿Y a ti?
En lugar de responder, ella se metió un cigarrillo en la boca. Él le sostuvo la cerilla y ella dejó que su mano rozara la de él. La mano de él temblaba y la luz no era muy firme. Ella inhaló y dijo:
—Quieres besarme, ¿verdad?
Ella le miró atentamente y vio cómo se extendía lentamente el rubor por su cara.
—¿Por qué no lo haces?
—No eres de esa clase de chicas. Me daría miedo besar a una chica como tú. Además, sólo me estás tomando el pelo.
Ella se rió y expulsó una nube de humo hacia el techo.
—Ya basta, lo que dices suena a melodrama barato. De todos modos, ¿qué significa «esa clase de chicas»? Sólo una idea. Que me beses o no es intrascendente. Lo podría explicar, pero ¿para qué? Seguramente acabarás pensando que soy una ninfómana.
—Ni siquiera sé lo que es eso.
—Mierda, a eso me refiero. Eres un hombre, un hombre de verdad, y yo estoy harta de chicos afeminados y débiles como Les. Sólo quería saber qué se siente, eso es todo.
Él se inclinó hacia ella.
—Eres una niña rara —dijo, y ella se le echó en los brazos. Él la besó y deslizó la mano por su hombro y le apretó el pecho.
Ella se volvió y le asestó un empujón violento, y él cayó despatarrado sobre la alfombra verde y fría.
Ella se levantó, se puso a su lado y los dos se miraron de frente.
—Eres una basura —dijo ella. Y le abofeteó en la cara desconcertada.
Abrió la puerta, se detuvo, se alisó el vestido y volvió a la fiesta. Él se quedó sentado en el suelo un momento y luego se levantó y encontró el camino hasta el vestíbulo y entonces se acordó de que se había dejado la gorra en la habitación blanca, pero le dio igual, porque lo único que quería era marcharse de allí.
La anfitriona miró dentro de la sala e hizo una seña a Mildred de que saliera.
—Por el amor de Dios, Mildred, saca a esa gente de aquí; esos marineros, ¿qué se piensan que es esto..., la función para la tropa?
—¿Qué pasa, te estaba molestando ese chico?
—No, no, no es más que un paleto gilipollas que nunca ha visto nada como esto y al que le ha hecho un efecto raro en la sesera. Es sólo un pelmazo insoportable y me duele la cabeza. ¿Quieres sacarlos de aquí, por favor..., a todos?
Ella asintió y la anfitriona desanduvo el pasillo y entró en la habitación de su madre. Estaba tendida en la chaise longue de terciopelo y miraba al Picasso abstracto. Cogió una diminuta almohada de encaje y la apretó contra su cara lo más fuerte que pudo. Iba a dormir allí aquella noche, donde las paredes eran de un rosa pálido y estaban calientes.

SAMBRE de YSLAIRE & BALAC





pinchar sobre las páginas para ampliar las viñetas