sábado, 11 de junio de 2016

MUSGO

Mi padre conduce y yo, sentado en el asiento del copiloto, finjo que estoy dormido. Hace media hora que salimos de la ciudad. No sé muy bien dónde nos dirigimos, con lo cual no puedo calcular cuánto durará el viaje. Espero que no se alargue. Mientras tanto sigo con los ojos cerrados, haciendo que duermo. Se acercan las navidades y en la parroquia quieren montar un Belén. En su momento mi padre se ofreció a llevar el musgo, así que esta mañana, aprovechando que es sábado y que no tengo instituto, me ha pedido que le acompañe al bosque a buscarlo. No me hace gracia tener que acompañarle, y es que nunca sé de qué hablar con él. A él le pasa lo mismo conmigo. Cuando estamos juntos la mayoría del tiempo permanecemos en silencio. Un silencio incómodo que nos separa y nos lleva a mundos diferentes. De repente, el coche pega un frenazo y salgo impulsado hacia delante. El cinturón de seguridad evita que me golpee contra el parabrisas delantero.
-¿Has visto eso?
No sé a qué se refiere. En la carretera no hay nada fuera de lo normal.
-Hemos estado a punto de atropellar un jabalí.
-No he visto nada.
-Era enorme. Ha cruzado la carretera como un rayo. Menos mal que he podido frenar a tiempo.
Estamos en zona boscosa y la carretera está flanqueada de árboles. El hábitat ideal para toparse con ese tipo de fauna. Reemprendemos la marcha. Hace frío dentro del coche. Subo la calefacción y enciendo la radio. Música clásica. No es lo que me apetece oír, pero dado que a mi padre parece gustarle dejo el dial donde está. Al fondo, a lo lejos, pueden verse los picos nevados de unas montañas. Un mar de nubes desciende por sus laderas a paso de tortuga. Seguimos por la carretera comarcal. Un poco más adelante hay una pequeña explanada. Mi padre desvía el coche hacia ella y para el motor. Antes de adentrarnos en el bosque en busca de musgo, nos abrigamos con los plumas, los guantes y el gorro de lana. Abrimos el maletero, cogemos una pequeña azada y dos cestos y nos ponemos en marcha. Debido al frío, el aliento que sale de nuestras bocas lo hace en forma de vapor. El suelo está empapado por la lluvia caída y a los pocos pasos tenemos las botas embarradas. Mi padre va en cabeza, abriendo camino. No vamos por ningún sendero, nos limitamos a avanzar campo a través sorteando zarzas y todo tipo de vegetación. Llegamos a una pendiente que se eleva casi en vertical. La bordeamos y salimos a un terreno más accesible. Seguimos ascendiendo. Sé que el musgo crece en lugares húmedos. Todo lo que nos rodea está húmedo, encharcado, chorreante, inundado… sin embargo, no veo musgo por ningún sitio.
-¿No hubiera sido mejor comprar el musgo en una floristería?
-Seguramente, pero entonces no estaríamos disfrutando de estas vistas.
El paisaje es bonito, no cabe duda, pero hace tanto frío que si me dan a elegir entre estar aquí o en mi cama, elegiría lo segundo sin dudarlo. Tengo los pies helados y empiezo a estar harto de todo esto. Continuamos andando. Al rato, salimos a una franja despejada de árboles. Es un cortafuegos que atraviesa la montaña dividiéndola en dos. Al no tener la protección de los árboles en esta zona el viento sopla con más fuerza. Cruzamos deprisa y volvemos a internarnos en la floresta. Empiezan a caer pequeños copos de nieve. El viento los impulsa de un lado para otro. Miro al cielo con preocupación. Mi padre sigue colina arriba sujetando su cesto. Le sigo.
Finalmente damos con un área donde las rocas y el suelo están cubiertos de musgo.
-Lo ves, te dije que lo encontraríamos.
Se muestra contento por el hallazgo. Me quito los guantes y avanzo hacia un grupo de piedras dispuesto a arrancar un buen pedazo de musgo que cubre una losa plana, pero antes de que lo haga mi padre sugiere que nos tomemos un descanso.
-Disfrutemos un rato del paisaje.
Le da la vuelta a su cesto y se sienta sobre él. Hago lo mismo. Aunque sigue nevando, los copos no llegan a cuajar. En cuanto tocan el suelo, se disuelven y desaparecen sin dejar rastro. Los minutos pasan y ninguno dice nada. Es en momentos como este cuando la falta de comunicación entre mi padre y yo se vuelve incómoda. Me gustaría poder decir algo. Tener la confianza para hablar con él sin tapujos, pero siempre se origina un bloqueo por parte de los dos que lo impide. Mi padre es un completo desconocido. Me di cuenta el otro día en el parque del Ebro. Juanjo, mi mejor amigo, y yo conocimos a una pandilla de chicos y chicas en el Bunker, estuvimos bebiendo cervezas con ellos y nos caímos bien. Alguien sugirió ir al parque a fumar unos petas y todos nos fuimos para allá. Llegamos y los canutos empezaron a circular. Todo iba genial, hasta que uno de los chicos dijo: Mirad, ahí está el pervertido que viene a espiar a las parejas. Todos dirigimos nuestras miradas hacia un tipo alto que iba vestido con un abrigo largo. En un principio no le reconocí, pero cuando el grupo se puso a insultarle y él se volvió brevemente pude ver que era mi padre. Me quedé helado. No podía creérmelo… Se escuchan unos ruidos entre la vegetación. Lo que sea que origina el ruido es grande y se acerca. Bien podría ser un jabalí furioso como el que hemos estado a punto de atropellar. De reojo veo que mi padre sujeta la azada con fuerza. Sus nudillos están blancos por la presión que ejerce sobre el mango. Pero no, los que salen de la espesura son una vaca y su ternero. Pasan pacíficamente por delante de nosotros y siguen su camino hasta que desaparecen detrás los árboles. El incidente pone fin al descanso. Empezamos a coger pedazos de musgo. Mi padre ayudándose de la azada, yo directamente con las manos. Es como arrancar postillas de una gran herida.
Si caminar por el monte con los cestos vacíos era peliagudo, acarrearlos llenos se vuelve tremendamente complicado. Tengo que esforzarme por mantener el equilibrio, luchar con la vegetación y no resbalar con el barro. Luego está que no caminamos por terreno llano o un sendero, vamos campo a través, igual que lo hicimos antes. No me parece la opción más inteligente, pero la iniciativa es de mi padre y no me queda más remedio que seguirle. A medida que avanza la mañana la nevada va tomando fuerza. Si hace unos minutos los copos eran escasos y se derretían al tocar el suelo, ahora se han multiplicado y al posarse permanecen intactos. Dentro de poco estará todo cubierto de blanco.
En el suelo hay tres dedos de nieve. Sigo las huellas que va dejando mi padre. Para mí que ya deberíamos haber llegado al cortafuegos. Hace rato que caminamos y tengo la impresión de que nos hemos perdido.
-¿Seguro que vamos bien?
-Seguro. Confía en mí.
Sospecho que en realidad no sabe dónde estamos. Nieva tanto que apenas se distingue lo que está a unos metros de distancia. Mi padre avanza en línea recta. En un momento dado se detiene. Mira de izquierda a derecha. Titubea. No sabe qué dirección debe tomar. Sus dudas confirman mis temores.
-Admítelo papá, no tienes ni idea de dónde estamos.
-Puede que me haya despistado un poco.
-¿Y qué hacemos ahora?
-No sé. Déjame pensar.
Noto la preocupación en su cara y eso me da miedo. Saco el móvil. No hay cobertura. Estamos perdidos en el bosque, nieva, hace frío y para colmo no podemos hacer uso de lo único que nos podría ayudar. Dejamos los cestos en el suelo y echamos un vistazo alrededor. Árboles por todos los sitios, imposible ubicarse.
-Imagino que si seguimos bajando, tarde o temprano llegaremos a la carretera.
Volvemos a cargar con los cestos y descendemos. La vertiente es pronunciada, tenemos que agarrarnos a las ramas de los árboles para no caer de culo. Llegamos a un tramo donde la fisonomía del terreno nos obliga a ascender. De repente deja de nevar. Un problema menos.
Después de subir y bajar unas pocas colinas seguimos sin dar con la carretera. Entramos en un área plantada con grandes pinos. El suelo es blando, se nota que debajo de la capa de nieve hay una tupida alfombra de agujas secas que amortiguan nuestras pisadas. A lo lejos escuchamos unos ladridos. Tanto mi padre como yo llegamos a la misma conclusión: donde hay un perro hay un dueño. Sin necesidad de hablarlo cambiamos de dirección y nos dirigimos hacia los ladridos. Salimos a un claro. Un perro ratonero aparece frente a nosotros y se acerca amistosamente moviendo el rabo. Dejo el cesto en el suelo y le rasco detrás de las orejas. El animal se pega a mis tobillos.
-¿Qué pasa, perrito, te gusta que te rasquen?
-Yo que tú tendría cuidado, esos chuchos suelen estar plagados de pulgas y garrapatas.
No hago caso de las advertencias de mi padre y sigo rascándole los lomos. De pronto escuchamos un silbido. El perro sale disparado hacia el lugar de donde proviene. Le seguimos. El silbido es la confirmación de que alguien está cerca. Sorteamos unos arbustos altos y vemos a un hombre de mediana edad sentado en un tocón. En la comisura de los labios sostiene un cigarrillo liado a mano. Manipula una soga y apenas presta atención a nuestra llegada, tan solo una mirada de soslayo. A su vera, el perro mueve la cola con entusiasmo. Le damos los buenos días y le ponemos al tanto de nuestra situación. El hombre, sin ningún entusiasmo, nos señala el camino que debemos tomar.
-Vayan por ahí hasta que lleguen a un sendero. Síganlo y les llevará directamente hasta la carretera.
 Mientras habla el perro vuelve a acercarse a mí.
-          ¿Cómo se llama el perro?
-          Ese malnacido ha dejado de tener nombre. No se lo merece.
-          ¿Por qué?
-          Ahí donde le ves, anoche mató cinco gallinas. Por eso lo voy a colgar por el cuello de esa rama-dice señalando con la punta de la nariz hacia uno de los árboles.
Me doy cuenta de que habla en serio al ver que con la cuerda que tiene entre las manos está haciendo el típico nudo corredizo de la horca.
-Supongo que está bromeando-dice mi padre.
-No señor, no bromeo. Cuando un perro mata a una gallina tenga por seguro que lo volverá a hacer. Si no lo hace en tu propio gallinero lo hará en el del vecino. Por eso es mejor acabar con animal cuanto antes y así evitarse problemas.
No quiero ni pensar que este perro tan simpático que estoy acariciando dentro de unos minutos estará colgado de la rama de un árbol.
-Se lo compro.
Lanzo la oferta sin pensar. Un acto reflejo que sorprende tanto a mi padre como a mí. El hombre deja de manipular la soga y me mira directamente a los ojos.
-¿Cuánto ofreces?
Abro mi cartera. Tengo treinta y cinco euros.
-Por esa cantidad prefiero darme el gusto de verlo colgado por el pescuezo.
Miro a mi padre suplicando ayuda.
-No sé si es buena idea. Además, a tu madre nunca le han gustado las mascotas.
-Papá, por favor, préstame el dinero que lleves, te prometo que te lo devolveré.
De mala gana saca la cartera. Hacemos recuento. Entre los dos sumamos ciento diez euros. Mi padre reserva el billete de diez, el resto se lo ofrecemos al hombre a cambio del perro. El perro, ajeno a las negociaciones, sigue junto a mí reclamando caricias.
-Cien euros me parecen bien.
Mi padre le entrega el dinero.
-Por el mismo precio les regalo la correa- dice arrojándome la soga con el nudo corredizo terminado.
La cuerda es lo único que puedo utilizar para poder llevarme al perro, así que la cojo y se la pongo alrededor del cuello. Empieza a nevar otra vez. Miramos al cielo. No pinta bien.
-Va a caer una buena. Si quieren les acompaño hasta la carretera.
El ofrecimiento del hombre nos parece bien. Cargamos con los cestos y nos ponemos en camino. Al poco llegamos a un sendero. Lo seguimos hasta dar con la carretera. En el arcén hay un todoterreno. El hombre monta en el vehículo y pone el motor en marcha.
-Les aconsejo que se den prisa si no quieren que les pille la tormenta.
A continuación  se despide de nosotros y se aleja conduciendo en dirección opuesta a la nuestra. El perro al ver que su dueño se marcha sin él quiere seguirle. Tengo que sujetar firmemente la cuerda para detenerle. Tiro con fuerza, pero está obcecado en ir en busca de su amo. Dejo el cesto en el suelo y trato de imponerme al animal. Cuanto más tiro de la soga más presión ejerzo sobre su cuello. Veo que el pobre chucho está con la lengua fuera. Al ceder un poco para no ahogarlo la cuerda se me escurre de las manos. El perro aprovecha para escapar. Corro detrás intentando darle alcance. Es una batalla perdida. El perro se aleja cada más y más. Al final lo pierdo de vista. Pronto me quedo sin aire en los pulmones y tengo que parar. Frente a mí los copos de nieve caen como confetis en una fiesta. Doy la vuelta y regreso hasta el lugar donde aguarda mi padre.
-Veo que no has podido alcanzarle. Mejor.
Me jode que diga eso porque en estos momentos ese perro tonto corre para reunirse con su verdugo. Para colmo, lleva al cuello la cuerda de la que terminará colgando.
-¿Te acuerdas del otro día en el parque cuando un grupo de chavales te insultaron diciéndote que eras un pervertido y un mirón? Yo estaba con esa gente-le digo sin pensar, dejándome llevar por un arrebato.
Mis palabras lo paralizan. Con él se detiene la expansión del universo y los planetas dejan de girar. Los copos de nieve que caen se frenan en seco y quedan flotando en el aire. Todo, absolutamente todo se detiene durante el breve momento que mi padre guarda silencio. La pausa universal acaba cuando habla y el mundo recobra el movimiento con sus palabras:
-Ya hablaremos de eso en otro momento.
Emprende el camino. No le veo la cara, aunque puedo notar la tensión a través de su espalda. Me gustaría decirle que no, que este es el momento perfecto para hablar de Eso. Pero callo. Me limito a coger el cesto y a seguirle a cierta distancia. 

pepe pereza

miércoles, 8 de junio de 2016

MI RELATO EN LA ANTOLOGÍA "MÚSICA DE VENTANAS ROTAS" HOMENAJE A JOHN FANTE

HABITACIÓN 226
Cuando abro los ojos mi mujer ha salido de la cama y está frente a la ventana. Miro el reloj. Son las cuatro de la madrugada.
-¿Qué pasa?
-Explícamelo tú.
Lo dice cabreada, como si yo fuera el culpable de su enfado. No entiendo nada. ¿Qué me he perdido desde que nos acostamos pacíficamente hasta este otro momento dramático? ¿Qué ha ocurrido en este lapsus de tiempo? Por un instante creo que sigo dormido y que la escena es parte de un sueño surrealista. Pero no, yo estoy despierto y ella está enfadada.
-¿Quién es Irene?
-No lo sé.
-Pues no dejas de nombrarla en sueños.
-No recuerdo haber soñado nada.
-Es por ella que mañana te vas a Madrid ¿verdad?
-No digas tonterías. Sabes que voy a la presentación de un libro.
Uno de Dan Fante, hijo de mi idolatrado John Fante. John Fante está entre mis escritores favoritos. He leído todos sus libros y todos son grandes obras literarias, algunos ellos obras maestras. Por ahora no he leído nada de Dan Fante, no obstante, estar junto a él es lo más cerca que estaré nunca del difunto John Fante. Dan comparte el mismo ADN de su padre y eso basta para que yo me tome la molestia de viajar hasta la capital.
-Vas por ella, lo sé.
-No conozco a ninguna Irene. Entérate. Además, te he pedido que me acompañes y no quieres.
-Sabes que tengo que trabajar y no puedo.
Agarra la cortina y se seca los ojos con ella. Un inmenso pañuelo capaz de absorber un océano de lágrimas.

El noventa y nueve por ciento de los lectores que hemos llegado a John Fante ha sido por recomendación de Charles Bukowski. El viejo indecente detestaba a gran parte del gremio de escritores, de hecho, de la quema total solo salvaba a dos: Louis-Ferdinand Céline y John Fante. Fue de este modo que los lectores de Buk nos interesamos por esos dos desconocidos y buscamos sus libros para saber si realmente eran tan buenos. Y lo eran. Joder, si lo eran. Sobrepasaron con mucho mis expectativas. Lo primero que leí de John Fante fue “Pregúntale al polvo”. Recuerdo que pensé: Este tío escribe como los ángeles. Fue un gran descubrimiento que siempre le agradeceré al viejo Hank… No encuentro la camisa de franela. Miro en el armario y no está. ¿Dónde la habrá dejado Ana? Cojo el teléfono y marco el número de la oficina donde trabaja mi mujer. No sabe dónde está, además, por el tono de su voz noto que sigue enfadada. Cuelgo. En vez de la camisa elijo una sudadera y la meto en la mochila. Solo voy a pasar una noche fuera, así que no necesito llevarme demasiada ropa. Con una muda y la sudadera será suficiente. Añado un neceser y un par de libros de John Fante para que me los firme su hijo Dan. Ese es todo mi equipaje. El autobús sale a las catorce treinta. Tengo la mañana entera para organizarme. Preparo café y pongo música. En esas llaman al teléfono. Me imagino que es Ana para decirme que ha recordado dónde ha guardado la camisa. Descuelgo. Es mi madre la que habla. Me dice que a mi padre se lo acaba de llevar una ambulancia con un fuerte dolor en el pecho. Que ella ha cogido un taxi y va camino del hospital. Dejo todo y salgo de inmediato para reunirme con ella.

            Mi madre retuerce los puños de la chaqueta como si estuviera escurriendo un paño mojado. Es un gesto motivado por los nervios. A mi padre le siguen haciendo pruebas mientras que nosotros aguardamos impacientes en la sala de espera.
-Esta mañana se ha levantado y estaba bien. Yo, al menos, le he visto como siempre. Después de desayunar ha empezado a notar una presión en el pecho y le costaba respirar. Creí que le estaba dando un ataque al corazón.
Miro la hora del reloj que cuelga de la pared. Son las doce y media. Quedan dos horas para que el autobús salga rumbo a la capital. Me pregunto si me dará tiempo a cogerlo. Sé que mi padre no tiene la culpa de lo que está pasando pero no puedo evitar sentir un leve resquemor hacia él por haber elegido justamente hoy para ponerse enfermo.
Acaban de dar las dos de la tarde y seguimos sin saber nada. He preguntado a un par de enfermeras pero no han sabido decirme qué está pasando con mi padre. No nos queda más remedio que seguir esperando. Llamo a la estación de autobuses para informarme de la salida de próximo autocar. A las dieciséis horas. La presentación del libro está programada para las nueve de la noche. Llegaría muy justo de tiempo pero llegaría, que es lo importante.
Pasada una eternidad se acerca un médico. Nos comunica que no han encontrado nada inusual en las pruebas que le han realizado a mi padre. Aun así, no quieren arriesgarse a darle el alta y lo ingresarán durante un par de días para seguir con los chequeos. Eso quiere decir que mi viaje a Madrid termina aquí. Me cabrea tener que renunciar a mis planes, aunque, mirando el lado positivo es un alivio saber que mi padre está bien.
-Lo hemos instalado en la habitación 226.
Subimos a la planta de cardiología y buscamos la habitación 226. Nada más entrar escuchamos un quejido bastante desagradable. Afortunadamente no es mi padre quien lo emite. La causante es su compañera de habitación, una anciana con más años que Matusalén que agoniza en la cama de al lado. Un pellejo relleno de huesos que da la impresión de haber salido de un campo de concentración. Comparado con ella mi padre parece rebosante de salud.
-¿Qué tal te encuentras, campeón?
-Estoy bien, hijo. Solo ha sido un susto.
-Susto el que me has dado a mí. Pensaba que me dejabas viuda.
-No te preocupes nena, aun tengo pensado darte mucha guerra.
Por un momento nos quedamos callados escuchando el lamento de la anciana. Es insoportable, además, la mujer le da una cadencia que lo hace aun más irritante.
-Lleva así desde que me han metido aquí.
Suena mi móvil. Me disculpo y salgo de la habitación para contestar a la llamada. Es Irene. No tengo registrado su número para evitar problemas con mi mujer pero me lo sé de memoria y nada más verlo he sabido que era ella.
-¿Vienes de camino?
-Malas noticias, cariño.
Le explico lo que pasa y me lamento por no poder pasar la noche en su compañía. Teníamos pensado acudir a la presentación del libro. Después iríamos a cenar a un buen restaurante, seguidamente daríamos una vuelta por los bares de la zona, tomaríamos unas copas y por último nos esperaba un maratón sexual en su casa. Lo teníamos todo planeado. Desgraciadamente al destino le ha dado por jodernos los planes.
-Una pena, porque me he comprado un conjunto de ropa interior que te iba a quitar el sentido.
A veces la vida es una puta mierda.
Odio los hospitales y todo lo que tenga que ver con ellos. Sus muros están impregnados de dolor, tristeza y muerte. Puedo notarlo, olerlo. Soy sensible a ello y me afecta negativamente. Estar dentro de uno me deja sin defensas y acaba con mi ánimo. Mi único pensamiento es escapar, huir de este ambiente deprimente. Después de comer mi padre se ha quedado dormido. Desgraciadamente, la anciana sigue con sus gemidos lastimeros. Emite un quejido y lo mantiene durante una par de segundos, luego se toma una pausa para tomar aire y vuelve a soltar el mismo lamento. Así una y otra vez. Su sufrimiento queda de manifiesto cada ver que pronuncia ese sonido. Nos obliga a ser conscientes de su dolor y eso me enerva. Joder, noto que voy a perder los nervios.
-¿Mamá, por qué no aprovechamos y bajamos a comer? Me muero de hambre.
En el restaurante del hospital sigue presente ese sentimiento de angustia que me achica el estómago y me impide comer. Necesito un respiro, salir de este lugar. Llego a un acuerdo con mi madre para establecer unos turnos. Ella se quedará con mi padre por la tarde y yo lo haré por la noche.

            Entro en casa dispuesto a darme un baño caliente que me relaje. Mientras se llena la bañera llamo a mi mujer y le pongo al tanto de la situación. La muy zorra se alegra de que haya tenido que suspender el viaje. Me dice que en cuanto salga de la oficina se pasará por el hospital para estar con mis padres.
El agua está demasiado caliente, aun así me meto en la bañera muy lentamente. Dando tiempo al cuerpo para que se adapte a las altas temperaturas. Una vez dentro, me enciendo un porro y me lo fumo con los ojos cerrados, dejándome llevar por la música que llega del salón. Enseguida mi mente despega y me lleva al otro lado del espejo. Me veo en la barra de un bar, hablando con Dan Fante sobre su padre mientras tomamos unas cervezas. Me gustaría saber tantas cosas de ese hombre. Para mí su mejor libro es “La hermandad de la uva”. Quizás porque el argumento me recuerda a un episodio que viví años atrás con mi padre. Por aquellos días, la casa que teníamos en el pueblo estaba llena de goteras y había que arreglar el tejado. Para ahorrarnos un dinero decidimos hacerlo nosotros mismos. Un trabajo aparentemente sencillo que se fue complicando por culpa nuestra incompetencia, hasta el extremo de tener que abandonar y contratar a unos profesionales. Mi padre y yo aprendimos la lección. Desde entonces hemos renunciado a todo lo que tenga que ver con el bricolaje y las chapuzas caseras.
Cuando me despierto el agua de la bañera está helada y tengo las yemas de los dedos arrugadas. Miro el reloj. Son las nueve y tres minutos de la noche. A esta hora, en Madrid, Dan Fante estará dando comienzo la presentación del su libro. Me jode no estar allí. Me jode aun más tener que pasar la noche en el puto hospital. Salgo de la bañera y me preparo para ir a relevar a mi madre. Después de una cena rápida salgo de casa con la mochila que en un principio había preparado para viajar a la capital. De camino no se me quita de la cabeza la presentación del libro. De no haberse puesto enfermo mi padre ahora estaría delante del hijo de John Fante.
Nada más abrir la puerta de la habitación 226 lo primero que me llega son los quejidos de la anciana. Dañinos como agujas en los oídos. Esperaba encontrarla dormida y en silencio, pero no. Intuyo que va a ser una noche muy larga. Mi madre y Ana se han ido. Quedamos la moribunda, mi padre y yo. Entra una enfermera con un carrito. Viene con la intención de cambiarle los vendajes a la abuela. Me pide que espere en el pasillo. Así lo hago. Cuando termina sale de la habitación y yo vuelvo a entrar. Mi padre se dirige a mí con un ligero crepito en la voz. Está impresionado por lo que acaba de ver.
-Esa pobre mujer tiene la espalda llena de llagas. Me ha dicho la enfermera que es de estar todo el tiempo tumbada.
Que se joda. Pienso para mis adentros, pero enseguida me arrepiento de mi falta de sensibilidad.
La habitación está en penumbra. Mi padre duerme. Yo leo “La hermandad de la uva” con ayuda de una linterna. La estancia estaría en silencio de no ser por los interminables y repetitivos lamentos de la vieja. Trato de olvidarme de ellos y centrarme en la lectura, no obstante, cuanto más lo intento más presentes están. Así no hay manera. Opto por salir y acercarme hasta la máquina de café. Selecciono un cortado descafeinado y me lo bebo junto a una de las ventanas. No hay nadie por los pasillos y disfruto de este momento de soledad. El zumbido del aire acondicionado resuena constantemente por toda la sala. Es bastante molesto aunque lo prefiero mil veces a las quejas de la anciana. Terminado el café me apetece fumar. Me lio un porro en el servicio de minusválidos. Luego bajo a la calle para fumármelo. Afuera está refrescando y me arrepiento de no haber cogido la sudadera. El cielo nocturno está limpio de nubes y estrellas y la luna destaca sobre los tejados de la ciudad. Hay un sentimiento de derrota hurgando en mi interior. Una especie de desgaste que me oprime el pecho. Me gustaría salir corriendo. Huir lejos de este edificio. No quiero volver dentro, pero es mi obligación. Además hace frío.
Cuando entro en la habitación mi padre sigue durmiendo. Por desgracia, la vieja no. Me acomodo en el sillón reclinable y cierro los ojos. Imposible. Con sus lamentos no consigo conciliar el sueño. Alumbro su cara con la linterna y le digo que se calle. La anciana hace caso omiso de mis palabras y continúa dejando constancia de sus padecimientos. Dudo que se haya enterado de algo. Vuelvo a cerrar los ojos e intento dormir. Y pensar que ahora tendría que estar follando con Irene. Escuchando sus gemidos de placer y no los estertores de una moribunda. En fin, prefiero no pensar en eso. Centrarme solo en dormir para que el tiempo vuele. Lamentos, lamentos y más lamentos. Ahora, en el silencio de la noche, resultan más penetrantes y desagradables que por el día, donde quedan atenuados por el ajetreo del hospital, el tráfico de la calle y demás ruidos. Me levanto del sillón, me acerco a ella e intento dejarle claro que estoy a punto de perder la paciencia.
-Cállate de una puta de vez, joder.
Por un momento guarda silencio. Luego intenta hablar.
-Aaa… taaa… mmmm.
-¿Qué coño dices?
-Mmm… taaa… mmmme.
-¿Qué?
-Mmmm… tamme.
No entiendo lo que dice. Prueba de nuevo hasta que al fin consigue vocalizar una palabra.
-Mmmátame.
La macabra petición me deja momentáneamente bloqueado. Antes de que pueda reaccionar me coge la mano y con ella se tapa la boca y la nariz. Trato de apartarla pero la sujeta con fuerza contra su cara. Quiere que la asfixie. Nos miramos fijamente y por un instante se produce una conexión. Noto su sufrimiento como propio y comprendo la necesidad de acabar con él. Cuando quiero darme cuenta la anciana ha dejado de respirar. Aparto la mano de su cara. Silencio total. De repente estoy muy cansado. Me tumbo en el sillón, cierro los ojos y me quedo dormido. Sueño con John Fante y con su hijo Dan. Ambos están encaramados en un tejado. Un enjambre de moscas los rodea mientras quitan las tejas y las sustituyen por pescado podrido.
Me despierto al escuchar a una enfermera entrando en la habitación. A través de las ranuras de la persiana veo que aun no ha amanecido. La enfermera se acerca a la cama de la anciana. No hace falta ser muy listo para saber que está muerta. Le toma el pulso para asegurarse. Sale de la habitación y al momento regresa acompañada de un médico. Certifican su fallecimiento y sacan el cadáver de la habitación para llevarlo al tanatorio. Me pregunto si debería mostrarme sorprendido como lo está mi padre. Aquí nadie sospecha de mí, todos dan por hecho que la anciana ha fallecido por causas propias de su enfermedad, así que me evito el paripé.
-Pobre mujer. Ha muerto sola, sin que nadie le haga compañía.

Al poco llega mi madre para relevarme. En el pasillo llamo a Irene. Quiero saber cómo fue la presentación del libro y si ha hablado con Dan Fante, pero no contesta a mi llamada. Salgo del hospital y me recibe un sol primerizo. En la calle la gente acude sus respectivos quehaceres y el tráfico colapsa las avenidas. La vida no se detiene y sigue su curso.