jueves, 28 de mayo de 2009

LA VIRGINIDAD

Pablo lloraba en el cuarto de baño de su casa. Estaba desnudo sentado sobre el bidé, sujetando su pene con la mano izquierda mientras que con la derecha agarraba un afilado cuchillo. Junto a sus pies, un ramo de rosas rojas desperdigadas por el suelo daba un toque de color a la escena… Pablo sufría una rara variante de narcolepsia. La narcolepsia ya de por si es una enfermedad bastante rara que consiste, más o menos, en la alteración psíquica del sueño. Es decir, que cuando el paciente se excita, le sobreviene un episodio de sueño profundo que lo deja fuera de juego. Pero a Pablo, sólo le ocurría cuando se excitaba sexualmente. Por este motivo, a sus cuarenta y tres años, seguía siendo virgen. Había intentado consumar el acto de todas las maneras posibles, pero en todas, el sueño se interpuso haciéndole fracasar. Lo intentó tomando tranquilizantes, estimulantes, drogas, hierbas medicinales, baños termales, sesiones de terapia, yoga, hipnosis… Todo resultó inútil. Siempre que su pene se dilataba, él caía fulminado por el sueño. Y claro, perder la virginidad en seas condiciones era bastante difícil. Por no poder, no podía ni masturbarse porque en cuanto tenía un amago de erección se iba directo al reino de Morfeo. Pablo jamás sintió el placer que da un orgasmo, y dudaba que lo sintiera alguna vez. A no ser que alguien encontrase una cura satisfactoria. Los médicos eran incapaces de ayudarle, cada uno tenía un diagnostico diferente, a cada cual más disparatado. Uno, incluso, llego a decirle que su volumen sanguíneo era demasiado escaso y que cuando el pene reclamaba la porción de sangre necesaria para la erección, esa sangre era recogida directamente del cerebro, éste, al quedarse sin riego, lanzaba un aviso de alerta que culminaba en un episodio de sueño. Su vida había sido un infierno, un tremendo desbarajuste hormonal y emocional que lo mantenía apartado de la rutina de cualquier persona normal. Porque él se sentía tremendamente anormal, una especie de marciano inadaptado en lucha permanente con su sexualidad y su rara enfermedad. Lo llevaba mejor que años atrás, cuando era un adolescente que se empalmaba simplemente por respirar. Esa fue sin duda, su peor etapa, donde la enfermedad se hizo patente en su grado máximo. En un día normal, podía llegar a sufrir de cuarenta a cincuenta ataques de sueño profundo. Los tenía en cualquier sitio, en la biblioteca, en las clases, en el gimnasio, en las discotecas, en plena calle… Un día en la piscina, estuvo a punto de ahogarse al entrever un poco de vello púbico que sobresalía del biquini de una jovencita. Otro, de poco es atropellado por un autobús por mirar una gran valla publicitaria con una modelo impresionante que anunciaba una marca de lencería. Otro, se rompió el tobillo derecho en clase de gimnasia al caerse de la cuerda por la que trepaba. Por lo visto, el roce de la cuerda con sus genitales provocó el incidente. Sucesos como éstos o parecidos eran tan habituales que se habían convertido en rutina. Una vez que la adolescencia fue dando paso a la juventud, las cosas se calmaron un poco, aunque los ataques de sueño seguían siendo constantes y le impedían relacionarse, no ya con mujeres, sino con todos los que le rodeaban. Los amigos eran cada vez más escasos y sus familiares menos cercanos, le veían como un bicho raro que era mejor evitar. Quizá por ello se fue volviendo más y más introvertido. La juventud dio paso a la madurez y su vida se estabilizo un poco. Seguía teniendo sus accesos de sueño pero ya no eran tan frecuentes y de alguna manera, había aprendido a evitarlos.
El caso es que hacía unos cuantas semanas que Pablo había conocido a Lara y después de entablar amistad y salir unas cuantas veces juntos, decidieron ser algo más que amigos. Pablo estaba muy nervioso porque sabía que la hora de follar estaba cerca. Por ahora, había intentado esquivar todo lo relacionado con el sexo, aún así, Lara se le acercaba cada vez más y más. Notaba como ella trataba de dilatar los pocos besos que se daban. Percibía su respiración entrecortada y su cuerpo sobrecogido. Pablo, en cuanto subían un poco de tono, se disculpaba con lo primero que se le ocurría, excusándose con tonterías que ni el más tonto se creería. No se atrevía a dejarse llevar pero tampoco a confesarle el problema. Las disculpas y las excusas se le estaban acabando y pronto tendría que enfrentarse a la situación. No era la primera vez que pasaba por esto, y seguramente no fuese la última. Pablo sabía que lo mejor era ir con la verdad por delante, aunque la mayoría de las veces, por no decir todas, sus aspirantes a amantes al saber de su rara enfermedad terminaban perdiendo la paciencia y abandonándolo por alguien más dispuesto. De ahí su recelo a la hora de confesar a Lara su problema. No estaba para otro desengaño, Lara le gustaba mucho y no quería perderla, por eso iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para que lo suyo prosperase. Pensó en hacerle una visita sorpresa y contarle, de una vez por todas, la verdad. Si ella le quería tendría que aceptarle tal y como era. De camino, paró en una floristería y compró un ramo de rosas rojas, tratando de darle un toque romántico a su inminente confesión. Al pasar por delante de una cafetería que estaba muy cerca de la casa de Lara, la vió sentada en el interior. Estaba guapísima, engalanada con un ligero vestido de color verde pistacho. Abrió la puerta del local y entró dispuesto a sorprenderla. Justo en ese momento, un hombre joven de aspecto saludable se acercó a Lara por detrás y la abrazó cogiéndole los senos con sus manos. Ella se giró y le beso apasionadamente. Pablo se quedó petrificado en el umbral de la puerta, mirándolos con cara de idiota y sin dar crédito a sus ojos. Fue un mazazo tremendo para su orgullo. Después de todas las preocupaciones y desvelos que había padecido, se lo pagaba así… Salió de la cafetería de regreso a casa.
Pablo acercó el filo del cuchillo a la base de su pene. Quería acabar con el problema de raíz. Ya estaba harto de tanto sufrimiento y esa era la mejor manera de ponerle fin. El frío del acero le hizo estremecerse y las lágrimas desenfocaron la visión del cuarto de baño. Las rosas le parecían manchas de sangre sobre las baldosas, como en una especie de premonición de lo que estaba a punto de hacer. Por un instante retomó la imagen de Lara siendo abrazada. Recordó sus senos, sus pezones endureciéndose con las caricias del joven, haciéndose notar en su vestido verde pistacho. Entonces Pablo tuvo un amago de erección y cayó dormido sobre las rosas.

martes, 26 de mayo de 2009

ATRAPADO

Estaba conduciendo por la autopista cuando le invadió un intenso sentimiento de tristeza. Sin más, sus ojos se llenaron de lágrimas que desenfocaron la visión de la carretera. No había ningún motivo aparente para sentirse triste y lo achacó a la balada que sonaba por los altavoces. Pero la canción, aunque triste, no le gustaba ni emocionaba, y le parecía propia del programa de radio que la emitía y que venía escuchando: “Los cuarenta principales”. Se había olvidado, como siempre, de poner la antena y era el único programa que el aparato logró sintonizar. El programa le parecía de lo peor, al igual que la música que en él ponían, pero era eso o nada. Estaba claro que la música no tenía nada que ver con su repentina tristeza. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano sin quitar la vista de la carretera y trató de averiguar el motivo de su desánimo. Indagó en su cabeza y en su corazón, no encontró nada que fuera digno de la tristeza que sentía. Nunca antes le había pasado algo parecido, no era normal que un sentimiento le afectara tanto, y más sin tener un motivo para sufrirlo. Se dio cuenta de que iba demasiado rápido y aflojó el acelerador, de ciento setenta bajó a ciento diez kilómetros hora. No era cuestión de perder el control de su vehículo por un insensato sentimiento de tristeza que no tenía razón de ser. Entonces tuvo una premonición, una especie de presagio. Supo que su tristeza se debía a que de un momento a otro iba a tener un accidente en el que perdería la vida. Por un momento no le importó. Se sentía tan triste que lo mismo le daba morir que seguir viviendo. Pero luego la tristeza se convirtió en miedo. Un miedo atroz que apenas le dejaba respirar. Buscó desesperadamente un sitio donde poder detener el coche y librarse de la amenaza, pero el arcén era demasiado estrecho como para aparcar. Siguió conduciendo. Con cada metro que avanzaba su miedo se intensificaba. No quería morir. Aun era joven y esperaba hacer muchas más cosas en la vida. De pronto se le ocurrieron cien mil cosas que necesitaba hacer antes de morir. Quiso hacer uso de la lógica y se dijo a si mismo que su revelación no tenía fundamento, que no debía preocuparse, pero había algo en su interior, no sabía qué, que le decía que el accidente estaba al caer. Puso sus cinco sentidos en la carretera, si iba a palmarla no quería que fuese por un despiste suyo. Por el espejo retrovisor vio que se acercaba un coche a bastante velocidad. Sintió pánico, seguramente ese era el coche que le obligaría a salir de la carretera o el que le embistiese por detrás haciéndole volcar. Se vio entre un amasijo de hierros retorcidos, sangrando por los oídos y por la boca. Intentó apartar esas imágenes de su cabeza y concentrarse sólo en conducir. El coche cada vez estaba más cerca, lo veía acercarse por el retrovisor como un proyectil que iba dirigido contra él. De no ser por el quitamiedos hubiera sacado su coche de la carretera, ya que estaba convencido de que el coche que le perseguía le iba a embestir. Sin embargo, cuando el coche se acercó, lo que hizo fue dar el intermitente de la izquierda anunciando el cambio de carril y le adelantó sin más incidentes. No podía ni respirar, si aparecía otro coche no sabía cómo iba a reaccionar. Estaba al borde del pánico cuando vio una señal que indicaba que a pocos metros había un área de descanso. Fue como recibir un salvavidas en aguas bravas. Llegó al desvío del área de descanso, entró y dirigió el coche hasta los aparcamientos. Quitó la llave del contacto, salió del coche y se alejó unos cuantos metros como si el vehículo fuera a explotar. Cayó de rodillas y vomitó. Echó todo el menú que horas antes había comido en un restaurante de un área de servicio. Cuando terminó intentó incorporarse pero las piernas aún le temblaban y no pudo. Siguió arrodillado junto a sus vómitos durante unos minutos, recuperándose. Afortunadamente el área de descanso estaba vacía y nadie pudo verle en tales condiciones. Por fin pudo levantarse y fue a sentarse en uno de los bancos de madera. Sin la presión del volante y con los pies en la tierra volvió a analizar el porqué del presagio y si tenía fundamento. Después de muchas cavilaciones no llegó a ninguna conclusión, sólo sabía, y lo sabía con certeza absoluta, que si volvía a ponerse al volante tendría un accidente mortal. Eso era lo realmente importante, de dónde venía el presagio era algo secundario. Miró de soslayo al coche y fue como mirar un ataúd. No había manera de sacarse el miedo de encima. De hecho, intentó encenderse un cigarro y no pudo de tanto como le temblaban las manos. Pensó en llamar a alguien para que viniera a recogerlo pero eso no haría más que empeorar las cosas. Lo único que conseguiría era implicar a un inocente y poner en riesgo su vida. Desechó la idea de pedir ayuda. Tal vez, lo mejor era alejarse de las carreteras e ir andando campo a través hasta llegar a su ciudad. Enseguida se dio cuenta de que era una insensatez, estaba a más de quinientos kilómetros y no se creía con fuerzas suficientes para emprender tal hazaña. Era como si la muerte estuviera sentada a su lado, aguardando a que él volviera a la carretera para blandir su guadaña. Intuyó que el área de servicio era tierra de nadie y que mientras estuviera allí nada malo le pasaría. En un principio se sintió aliviado, más tarde, el pánico volvió a adueñarse de él al comprender que estaba atrapado en ese lugar y no veía la forma de salir. Se quedó sentado en el banco sin saber qué hacer, temblando por el miedo, sin llegar a entender lo que estaba pasando. Pasaría la noche allí ¿qué otra cosa podía hacer? Quizás al día siguiente notase que el peligro había pasado y podría retomar su camino…
Durmió tumbado en el banco, arropado con la chaqueta y una sudadera. Apenas pudo pegar ojo, cada dos por tres se despertaba sobresaltado por alguna pesadilla. Se levantó justo antes de amanecer, con el canto de los pájaros. Le dolía la espalda y tenía muchísima hambre. No había comido desde el día anterior y para colmo lo que había comido lo tuvo que vomitar. Así que tenía el estomago vacío, se acordó de que en el coche llevaba una botella de agua y un paquete de chicles. Ese fue su desayuno, unos pocos tragos de agua y un par de chicles con sabor a mango. Después buscó un sitio apartado donde orinar, mientras lo hacía tuvo un presentimiento, que no estaba solo. Se subió la cremallera del pantalón y oteó los alrededores en busca de la presencia augurada. No vio a nadie, sin embargo él sabía que, algo o alguien, le estaba acechando.

-¿Quién eres? – gritó.

No obtuvo respuesta, tan sólo el canto de algunos pájaros que estaban por los árboles.

- ¿Eres la muerte?...

Silencio.

- Sé que eres la muerte. Aunque no te vea sé que estás ahí…

Silencio.

- ¡Maldita sea! A mí no me vas a atrapar… Todavía me queda mucho que vivir… ¿Oyes lo que te digo? Me queda mucho tiempo…

Silencio.

- Mientras esté aquí no puedes hacerme nada ¿lo sabes, no?... Pues te diré que mi paciencia es infinita y puedo esperar lo que haga falta…

Cayó en la cuenta de que tenía que avisar a sus familiares del retraso de su llegada. Estarían muy preocupados. Fue al coche y cogió el móvil. No tenía cobertura y para empeorar las cosas se estaba quedando sin batería.

- ¡Mierda!...

Arrojó el móvil dentro del coche y se giró para gritarle a la nada.

- No te vas a salir con la tuya. ¿Me oyes?…

Volvió a girarse, apoyó la cabeza sobre la carrocería del coche y se puso a berrear. Lloraba de rabia y de miedo, porque en el fondo sabía que no podría aguantar mucho sin comida. Un Opel Corsa entró en el área de descanso y aparcó a unos metros de su coche. Del vehículo salieron un joven y una chica. Él se secó las lágrimas con la mano e intentó disimilar. En un primer impulso quiso acercarse a la pareja y explicarles su extraña situación, quizá pedirles algo de comer y un móvil para llamar a los suyos. Pero cómo les iba a explicar que la muerte estaba allí esperando para llevárselo, le tomarían por un loco. Se metió dentro del coche y se encendió un cigarro. La pareja también fumaban al lado del Opel. Les miró de reojo, pensó que parecían buena gente. Seguro que si les contaba lo sucedido le ayudarían. Buscó la forma de narrarles su historia sin parecer un desquiciado. Cuando quiso darse cuenta, el coche de la pareja estaba arrancando y tomando el carril que les llevaría de nuevo a la autopista.

-¡Hey! Esperad… - gritó saliendo de su coche y levantando los brazos.

Era demasiado tarde. Los perdió de vista antes de que pudiese añadir algo más. Había desperdiciado una valiosa oportunidad. Se sintió como un idiota y para desahogarse golpeó el techo del coche con el puño cerrado.

- Te ríes ¿Eh?... – dijo apuntando con el dedo índice al vacío. - … Pues que sepas que el que ríe el último ríe mejor. Esto no termina aquí. Vendrá más gente y les pediré ayuda… No, esto no se termina aquí…

Fue a sentarse al banco donde había dormido. La chaqueta y la sudadera aun estaban allí, las apartó con la mano y se sentó. ¿Y si realmente estaba loco y todo era producto de su locura? No sabía qué era peor, si estar como una regadera o que la muerte le estuviera esperando. De una u otra manera estaba jodido.

domingo, 24 de mayo de 2009

LA PELÍCULA

Estaba hasta los cojones del puto cine americano, con sus héroes de pacotilla y sus mensajes fascistas. Harto le tenían de mostrar la jodida banderita en la mayoría de sus escenas. De acuerdo que lo hacían muy bien y tenían grandes presupuestos, los mejores actores y los más increíbles efectos especiales, pero sus historias daban por culo. No había por donde cogerlas. Una mierda pinchada en un palo o mástil de bandera. Eso pensaba Pepe del cine americano, exceptuando algunas películas independientes como las de los hermanos Cohen o las que habían sido escritas por Charlie Kaufman. Su novia Carmen no estaba de acuerdo y creía que los americanos eran los mejores en todo, incluido el cine. Eso a Pepe le sacaba de quicio. Carmen soñaba con viajar a Estados Unidos y visitar New York, Los Ángeles, Chicago, Boston, etc. Pepe no hubiese viajado a Norte América ni aunque le hubiesen pagado. Ambos evitaban sacar el tema para no discutir, pero esa tarde decidieron ir al cine. En la cartelera ofrecían la reposición de “Toro Salvaje” de Martin Scorsese y aunque era americana, Pepe optó por ella. Carmen prefirió una comedia de amor con Richard Gere de protagonista. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder. Justo en medio de la discusión, cuando trataban de comparar el talento de Robert De Niro con el de Richard Gere, dieron un salto en el espacio-tiempo y aparecieron en medio de un desierto. Aquello les dejó sin habla durante unos momentos. Estar en un sitio y al segundo siguiente en medio del desierto, acojona de la hostia. Ya no importaba si De Niro era mejor o peor actor que Richard Gere, ya no importaba la película que verían, lo único que importaba era cómo coño habían llegado hasta allí. Y lo que era más importante, cómo podrían regresar al punto de partida. Escrutaron el horizonte intentando distinguir un lugar donde dirigirse. No había rastro de civilización y hasta donde alcanzaba la vista sólo se oteaban dunas y más dunas. Decidieron encaminar sus pasos en sentido contrario al sol, así podrían caminar dándole la espalda y sus ojos no sufrirían la violencia de su luz. Poco a poco fueron pasando las horas y el astro rey empezó a ocultarse dando paso a la fría noche. Pepe y Carmen hicieron un alto en su camino para recuperar fuerzas, se abrazaron intentando aprovechar el calor de sus cuerpos, tenían la boca seca y pequeñas quemaduras en los rostros. Apenas pudieron dormir, la ropa que vestían no era la adecuada para las bajas temperaturas. También acusaban la falta de agua y alimentos. Carmen rompió a llorar, necesitaba desahogarse de alguna manera y pensó que soltando unas cuantas lágrimas se sentiría mejor, Pepe la abrazó y trató de calmarla. Justo en ese momento dieron un salto en el espacio-tiempo y aparecieron sentados a la mesa de un restaurante. La sorpresa fue mayúscula, pero aprovechando que estaban allí decidieron pedir. Pepe levantó el brazo para llamar la atención de uno de los camareros, el chico se acercó inmediatamente a la mesa y les preguntó que iban a cenar, pero Pepe y Carmen no entendieron ni una palabra, quizá porque el camarero les hablaba en griego...

miércoles, 20 de mayo de 2009

LA HIJA

Desde niña, Mercedes supo que convertirse en madre sería una máxima en su vida. Cómo era soltera, se sometió a varias sesiones de inseminación artificial hasta que tuvo éxito. Embarazada de cinco meses, se sentía feliz porque en apenas cuatro, sería madre de una niña. Tenía pensado llamarla Azucena porque era un nombre dulce que siempre le había gustado. “Incluso si lo gritas, suena como un susurro.” Solía decir. Tenía todo preparado para cuando llegase Azucena. Había decorado la mejor habitación de la casa con motivos infantiles y muchas flores de colores. En el centro, había instalado una preciosa cuna con sabanas y colcha a juego con las paredes. Armarios y cajones rebosaban ropita de bebé, pañales, juguetes y colonias suaves. Pero una mañana despertó y comprobó con espanto al apartar el edredón, que yacía sobre un enorme charco de sangre. Los médicos le extirparon todo lo que el aborto había dañado. La vaciaron de órganos, vísceras y sentimientos. No podría dar a luz ya nunca jamás…
Habían pasado tres meses de la tragedia y aún no se había recuperado. La depresión y el frío sentimiento de vacío interior la mantenían en un estado lamentable. Nada le importaba. Dejaba pasar los días como si no fueran con ella. Una tarde que estaba paseando, se detuvo delante de un escaparate del centro comercial y se quedo mirando la ropita de bebé expuesta en su interior. Las lágrimas hicieron acto de presencia. Se las secó con un clínex y mientras lo hacía, descubrió su reflejo en el cristal. Parecía un fantasma del pasado, alguien a quien había conocido y olvidado. Estaba tan desmejorada que ni se reconocía. Siguió caminando sin rumbo. Llegó al supermercado y entró. Se arrastró por los lineales tratando de olvidar sus penas. Una mujer con un cochecito de bebé la adelantó. Un impulso irrefrenable la obligo a seguirla. La persiguió por todo el supermercado hasta que la mujer se separó del cochecito unos pocos metros para comprobar el precio de unos forros polares que estaban expuestos, más allá, en un perchero circular. Esa era la oportunidad que Mercedes estaba esperando. No se lo pensó y se fue directamente hacia el cochecito. Cogió en brazos al bebé y se dirigió a la salida. Nadie la detuvo. Siguió caminando por el aparcamiento sin volver la vista atrás. Llegó a su coche, lo abrió y entró. El bebé la miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa que sobresalía tras el chupete. Mercedes comprobó con agrado que en sus orejitas llevaba unos pequeños pendientes de oro. Evidentemente era una niña.

- Te llamaré Azucena. – dijo con voz suave.

La acomodó en la parte de atrás, accionó el contacto y abandonó el aparcamiento.

domingo, 17 de mayo de 2009

EL ALCOHÓLICO

Se despertó tirado en el suelo del váter con la espalda empapada de orina y vómitos. Nada más abrir los ojos notó que algo raro pasaba. Apenas su mente se puso a funcionar se percató de que el silencio era absoluto, cosa anormal en aquel garito. Se incorporó como pudo y salió del baño. El local estaba a oscuras, tan solo se colaba algo de luz a través del cristal de la entrada y de la claraboya. Se dirigió hacia la puerta e intentó abrirla. El garito estaba cerrado. Le habían dejado encerrado. En un primer momento, se inquietó un poco, pero pronto se dio cuenta de que tenía todo el bar para él solo. Un sueño que siempre había querido cumplir y que ahora lo tenía en bandeja de plata. Puso el morro debajo del surtidor de cerveza, lo abrió y bebió hasta que su estómago estuvo a punto de reventar. Se lo había visto hacer a Homer Simpson en infinidad de capítulos y no se resistió a imitarlo. Se sintió cojonudamente. Acababa de cumplir dos sueños y la cosa no había hecho más que empezar. Se metió en la barra y desfiló por delante de las estanterías seleccionando unas cuantas de las mejores botellas: rones viejos, whiskies de doce años, en resumen, grandes reservas. Bebió y saboreó cada uno de los néctares. ¡Joder! Estaba claro que no era el garrafón al que él estaba acostumbrado. El licor seleccionado entraba en su estómago sin abrasarlo, dejándole una amalgama de sensaciones únicas en paladar y cerebro. Para que fuese del todo perfecto, necesitaba algo que fumar y un poco de buena música. Conectó el equipo, metió el CD “Alice” de Tom Waits y le dio al play. Se aseguró de que el volumen estuviera bajo para que no se le escuchase desde la calle. Rebuscando en el cajón de los puros, encontró la caja de los habanos y se encendió uno, el mejor. Así debía de ser el paraíso: un bar para él solo. Se acomodó en un butacón con un vaso de Chivas etiqueta negra colgando de una mano y el habano en la otra. Y feliz se dejó llevar por las dulces melodías de su amigo Tom Waits. Caprichos del azar, aquella tarde se había gastado los cuatro cuartos que le habían dado por descargar un camión de congelados, bebiendo. En principio, la noche se presagiaba dura y al raso. Sin embargo, unas horas después, allí estaba él, disfrutando de todo lo que se le podía antojar. La suerte era su amiga, al menos esa noche. Para celebrarlo, se llegó hasta el surtidor de cerveza, lo abrió y bebió hasta hartarse. La cerveza se saboreaba mucho mejor así que en jarra. Homer sabía lo que se hacía. Regresó bailando al butacón y se dejó caer en él. La felicidad brotaba por cada uno de sus poros. Por una noche, no tendría que preocuparse por la falta de bebida. Se bebió el Chivas despacito, sin el agobio habitual. Sabía que había cientos de botellas esperándole y que esa noche, su insaciable sed sí sería saciada…
A la mañana siguiente, la mujer de la limpieza lo encontró tirado debajo del surtidor de cerveza en medio de un gran charco de bebida fermentada. Al parecer, se quedó sin aire y se ahogó debajo del chorro. Seguramente estaba tan borracho que no pudo levantarse. Tenía el estomago tan hinchado como una pelota de playa. Aun así, su cara mostraba un evidente gesto de satisfacción.

viernes, 15 de mayo de 2009

LAS ESTRELLAS

Ramiro era un jubilado que casi todas las noches salía en busca de mensajes de las estrellas. Desde que su mujer murió, siempre que el tiempo era propicio, salía en busca de un mensaje que no terminaba de llegar. Observaba atentamente los tintineos de luz de cada estrella para apuntar de seguido en una libreta: punto, raya, raya, raya, punto, punto… En los tres años que llevaba escrutando el cielo nunca logró encadenar una pequeña frase en Morse que tuviera algo de sentido. Aun así, él seguía inquebrantable en su empeño. Antes de morir, lo último que le dijo su mujer fue – Búscame en las estrellas, yo te hablaré a través de ellas. – Ese era el motivo por el cuál Ramiro buscaba un mensaje en Morse en el cielo. Por eso salía cada noche esperanzado. Aunque regresara cada amanecer cabizbajo y con una fría sensación de tristeza y fracaso. Notaba la falta de su mujer a cada segundo, después de más de cincuenta años de matrimonio era normal que la echase de menos. Su vida había dejado de tener sentido y sólo aguantaba en este mundo por si las estrellas se decidían, de una vez, a enviarle el ansiado mensaje de su difunta esposa. Mientras esperaba, la tristeza se iba adueñando de él y lo poseía hasta el extremo de hacerle perder las ganas de todo. Ramiro siempre fue un hombre risueño que contagiaba su buen humor a todos, pero desde que se quedo viudo parecía otro. En tres años había envejecido diez. Su pelo, que siempre fue negro, se había ido agrisando. Su rostro y frente estaban llenos de pliegues y su miraba vacía era un fiel reflejo de la tristeza que le acompañaba siempre. Esa noche estaba siendo muy fría y Ramiro no paraba de tiritar mientras escribía en su libreta. Estaba enfadado con las estrellas. Hasta ese momento, todo habían sido mensajes ilegibles y sin sentido. El vapor salía de su boca formando pequeñas nubes blancas. De pronto, una estrella llamó su atención. Se apresuró a apuntar en su libreta una serie de espacios, rayas y puntos. Al principio no le dio ninguna importancia, pero según iba anotando en la libreta, una frase comenzó a surgir. Cada una de las señales formaba letras y palabras completas con sentido. Ramiro repasó el mensaje una y otra vez para no caer en errores. Todo era correcto. Lo leyó una vez más. No cabía duda, su mujer por fin le hablaba a través de las estrellas. Ramiro dió gracias al cielo, saltó de alegría cómo si fuese un chaval y gritó de júbilo a las estrellas, a una en concreto. Ya no habría más días tristes porque el mensaje decía: “No estés triste, mi amor. Mañana antes del anochecer estaremos juntos”

miércoles, 13 de mayo de 2009

EL DROGADICTO

“El Chutas” le llamaban sus colegas de aguja porque era el yonki más tirado del barrio. Se había ganado el mote a base de miles de pinchazos repartidos por todas sus venas. No obstante, gozaba de cierto prestigio, ya que en su día fue un destacado guitarrista de jazz. Los que le conocían de entonces, le guardaban cierta admiración. El Chutas realmente se llamaba Carlos, aunque ya nadie le conociera por su nombre… Aquel día en la calle, Carlos acechaba a una anciana que confiada sacaba dinero de un cajero automático. Vió que aquel era el momento de actuar. No había nadie por los alrededores que pudiese acudir en ayuda de la anciana. Cruzó la calle mirando a ambos lados, mientras sacaba su revolver. Se colocó al lado de la vieja y apretando el cañón contra su vientre, le pidió amablemente que sacase el máximo permitido por su tarjeta de crédito. La anciana aterrorizada no opuso resistencia e hizo todo lo que Carlos le ordenó. Le entregó el dinero y las pocas joyas que llevaba (un anillo de matrimonio y unos pendientes baratos). Después abandonó el sitio sin dar la voz de alarma. Carlos la había advertido de antemano y la anciana, aunque muy asustada, se sentía afortunada de haber salido viva de la experiencia. Carlos corrió con el botín en sus bolsillos y se refugió en un oscuro y húmedo callejón para contabilizar la suma de sus ganancias. Entonces apareció aquel mamarracho. Iba vestido de superhéroe, con leotardos naranjas, botas rojas de goma, capa bermellón al vuelo, camiseta extra ajustada (a juego con los leotardos) con un relámpago estampado en el pecho, además de una ridícula máscara que ocultaba su rostro. El tipo era bajito y rechoncho, con una prominente barriga a la que apenas cubría la camiseta.

- Detente, malvado ratero. – Dijo el superhéroe con un marcado acento gallego.

Sin duda era un trastornado escapado de algún psiquiátrico, pensó Carlos.

- Muy gracioso… – Dijo Carlos sin dejar de contar los billetes. - … ¿Te has escapado de una fiesta de disfraces o qué?
- He visto lo que le has hecho a esa pobre señora. - Añadió el superhéroe, sin dejar nunca el acento gallego.
- Eso no es asunto tuyo, pelele. – Dijo Carlos a modo de contestación.
- ¡Soy Relámpagoman! Y estoy aquí para combatir la injusticia. – Anunció el superhéroe, poniendo los brazos en jarras.
- Pedoman, como me sigas tocando los cojones, voy a enfadarme contigo. Le advirtió Carlos, guardándose el dinero en la entrepierna.
- Prepárate para luchar. Gritó Relámpagoman, con ese condenado acento gallego, mientras ensayaba una postura marcial.

Carlos sacó el revolver y lo puso a la vista diciendo:

– Mira fantoche, me caes bien y no quiero hacerte daño, pero como me obligues no dudare en vaciar el cargador ¿Me has entendido?...

El superhéroe se echó a reír, con una risa fingida que sonaba de lo más peliculero y dijo:

– No le temo a las balas, soy inmune a ellas… además poseo otros superpoderes, así que es mejor que te rindas y aceptes tu castigo.

Carlos no sabía si echarse a reír o empezar a disparar.

– Porque me haces gracia, que si no... – Señaló con tono condescendiente.
– Está bien… Tú lo has querido… - Replicó Relámpagoman.

Extendió su brazo derecho con la palma de su mano abierta, apuntando directamente a Carlos. Increíblemente, de su mano surgió un zigzagueante rayo luminoso que le alcanzó de lleno, dejándolo k.o. Horas después, encontraron a Carlos a la entrada de la comisaría, atado de pies y manos y un pelín chamuscado. Junto a él había un sobre que iba dirigido a todos los criminales y delincuentes locales. La carta advertía a todos de que a partir de entonces, la ciudad sería patrullada por un nuevo superhéroe y que ningún delito quedaría inmune. La firmaba: Relámpagoman… Tiempo después, Carlos les contaba la historia a sus colegas:

- Vosotros reíros, pero por culpa de ese hijo puta yo me he pasado una larga temporada en la trena y os juro por mi madre que es lo que más quiero, que ese carbón, además de tener un acentazo gallego que te cagas, le salían relámpagos por las manos.

Sus colegas se partieron el pecho de risa y él añadió.

- Relámpagos. Os lo juro, le salían relámpagos…

sábado, 9 de mayo de 2009

EL ABOGADO

Félix era abogado, un mal abogado. Pidió el décimo Dyc. Tenía pensado agarrarse una buena. Necesitaba limpiar su conciencia, aunque fuese a base de lingotazos de segoviano. Por su ineficacia, desidia, falta de profesionalidad y sobre todo, por su adicción al alcohol, había acabado mandado a la cárcel a un joven inocente. ¿El motivo? No haberle defendido correctamente pese a tener todos los argumentos a su favor. Había fuertes indicios que constataban la inocencia del joven, pero el fiscal fue en todo momento mucho más elocuente y convincente que Félix y al final, el jurado se decantó por la acusación. Se bebió el whisky de un trago y pidió otro. El camarero cansado de tanto ir y venir, dejó la botella junto a Félix para que él mismo se fuera sirviendo. Antes de exiliarse al otro extremo de la barra, Félix le preguntó por la canción que estaba sonando.

- No lo sé, pero el cantante se llama Peter Hammill. – Contestó sin ningún entusiasmo.

Félix asintió con un cansado gesto y luego desvió su mirada a la botella. En un acto de amabilidad sin precedentes, el camarero se acercó hasta la estantería de los CDs y miró el nombre de la canción, con la información recién adquirida, se acercó hasta Félix y le dijo:

- Curtains.
- ¿Qué? – Preguntó Félix sin saber muy bien de que le estaba hablando.
- Curtains. La canción. – Recalcó el camarero señalando a los altavoces del local.

Félix levantó el pulgar para expresar su agradecimiento y seguido se sirvió su decimoprimer whisky. Intentó concentrarse en los acordes de la canción pero la imagen del joven se lo impedía. Nuevamente vació el vaso y se sirvió otro, que a su vez vació de nuevo. Bebió toda la noche. Por la mañana, a primera hora, tenía otro juicio importante.

viernes, 8 de mayo de 2009

LAS CENIZAS

Santiago tenía una urna donde guardaba las cenizas de su difunta esposa. Cada vez que la echaba de menos, cogía la urna, la abría y con una tarjeta de crédito, extraía un pequeño montoncito que después, machacaba y trituraba con la tarjeta. Finalmente, distribuía el montoncito en una fina línea y a través de un billete enrollado esnifaba los restos de su mujer. Esto le ayudaba a seguir adelante. Aliviaba sus penas y añoranza. Santiago consideraba su hábito, no un hecho extraño, sino una intima y estrecha comunión con su esposa. Sólo era un acto de amor, uno más de los tantos con los que se habían correspondido a lo largo de su relación. La muerte prematura de ella los había separado para siempre, pero mientras le quedasen sus cenizas, seguiría comulgando con ella. Todos sus amigos le disculpaban, sabiendo que lo suyo era un inútil intento de acercamiento a su difunta mujer producido por el dolor. Pero no hay posibles acercamientos después de la muerte. La muerte no deja fronteras que se puedan cruzar. Sólo deja un vacío infinito y ahí no había acercamiento posible. Santiago aseguraba que cuando esnifaba las cenizas de su mujer la sentía dentro de él, que escuchaba su voz y que notaba sus caricias. Ante tales afirmaciones, sus amigos y familiares no podían hacer nada.
Santiago fue abusando de su “vicio”, consumiendo su “droga” cada vez con más frecuencia y en mayores dosis. Las cenizas eran cada vez más escasas. Santiago, cual yonki, calculaba mentalmente las dosis que le quedaban y se atormentaba con pensar que un día se acabarían. Como era de esperar, ése día llegó y Santiago dejó de sentir a su mujer. Desolado, escribió unas cartas de despedida, llenó con agua caliente la bañera y cogió una cuchilla de afeitar…

jueves, 7 de mayo de 2009

LA AMBULANCIA

La ambulancia circulaba a toda velocidad haciendo sonar su sirena. Llevaban a Tino, un tipo que se había pasado con la dosis de LSD y no paraba de reírse de manera desaforada. Tino miraba a la pareja de enfermeros que le acompañaban y veía sus caras distorsionadas. Entonces las carcajadas le salían del estómago descontroladas, generándole una falta de aire en los pulmones. Estuvo varias veces a punto de asfixiarse pero la mascarilla de oxigeno conseguía reanimarle. A pesar de todo, seguía riéndose sin control. Las luces que entraban por la ventanilla de la ambulancia se movían zigzagueantes dejando estelas luminiscentes de tiovivo. Tino tenía las pupilas totalmente dilatadas y un entumecimiento caliente le recorría todo el cuerpo. Poco a poco, a ojos de Tino, las estelas que dejaban las luces se fueron convirtiendo en llamas abrasadoras. En su mente narcotizada le pareció que el interior de la ambulancia estaba ardiendo. Aquello le pareció muy gracioso. Y sus risas se intensificaron. A pesar de las carcajadas, Tino consiguió decir:

- Vamos a morir abrasados… - Y siguió riéndose como un trastornado.

Los ATS trataban de conectar con él intentando dilucidar qué había ingerido, pero Tino les escuchaba sin llegar a entender el significado de sus palabras. Todos sus envenenados sentidos estaban sometidos a la risa histérica y descontrolada que le invadía. Nunca imaginó que unas carcajadas pudieran causar tanto dolor físico. Una mancha húmeda fue esparciéndose por su entrepierna. Uno de los enfermeros probó a inyectarle una dosis de vitamina B-12 que no le hizo efecto alguno. Tino lloraba de risa, tenía los abdominales tan contraídos que a penas podía respirar, aun así, siguió desternillándose. De pronto, sintió la necesidad de salir de aquel lugar asfixiante y abrasador. En un ramalazo de locura empujó a los enfermeros, llegó hasta la puerta trasera, la abrió y saltó al duro asfalto. Cayó como un pelele y después de dar varias vueltas sobre sí mismo, se quedó tirado en medio del tráfico. Algunos coches tuvieron que frenar para no atropellarle y hubo varios choques en cadena. Tino quedó inconsciente bajo los faros de los coches, inmóvil en una postura imposible, como un muñeco de trapo. Se había roto infinidad de huesos pero había logrado acabar con la incontenible risa que lo estaba matando. Después de muchos meses de recuperación y rehabilitación su cuerpo sanó. Su mente, no. A día de hoy, continúa en manos de los psiquiatras.



martes, 5 de mayo de 2009

EL ASESINO

Desde el tejado tenía una perspectiva estupenda de toda la calle. Una señora salió de la panadería y Nico apuntó con la carabina. Jacinto, que estaba tumbado sobre las tejas, se fijó en que su amigo estaba apuntando a alguien. Se incorporó y se acercó sigiloso.

- ¿A quién apuntas? – Preguntó, a la vez que echaba un rápido vistazo abajo, a la calle.
- A esa gorda que lleva la barra de pan.

Nico apretó el gatillo y el perdigón impactó en una de las nalgas de la señora. Al sentirlo, la pobre mujer no pudo reprimir un sobresalto acompañado de un ridículo grito. Los chavales se ocultaron para no ser interceptados por las miradas de la confundida señora, que dolorida atisbaba de un lado a otro buscando el origen de aquel ataque. Nico y Jacinto reprimieron sus carcajadas, aunque desde donde estaba la señora, era imposible que les oyese. Asomaron sus cabezas por la repisa y echaron un vistazo a la calle. La señora seguía mirando a su alrededor mientras se pasaba la mano por la nalga herida. Se replegaron de nuevo ocultándose de la vista de los viandantes y rieron, esta vez sí, sin cortarse.

- Ahora me toca a mí. – Dijo Jacinto arrebatándole la carabina a su amigo.

Ambos habían trabajado durante meses repartiendo publicidad por los buzones. Con lo ganado, se habían comprado la carabina y desde entonces no habían parado de disparar a todo lo que se movía, especialmente a otras personas. Empezaron disparando a pájaros y lagartijas, más tarde a ratas de basurero, de ahí a gatos y perros y finalmente pasaron a la caza mayor, es decir, a las personas. Una vez que lo habían probado no querían volver a malgastar sus balines con animales. Era mucho más divertido y emocionante disparar a la gente.

- Antes cambiemos de sitio. – Dijo Nico, dándoselas de profesional.
- ¿Vamos a la vía a por los que pasan asomados en los trenes? – Sugirió Jacinto, con la inconsciencia y el entusiasmo propio de su juventud.

Llegaron a un descampado cercano a la salida de la estación donde había cañaverales tras los que ocultarse y por donde los trenes pasaban a una velocidad moderada. Escondidos entre las cañas, esperaron la llegada de un tren de pasajeros.

- Yo de mayor quiero ser asesino a sueldo. – Dijo Nico en tono serio.
- Mi padre quiere que yo sea abogado, pero a mí lo que me gustaría es ser millonario. – Añadió Jacinto siguiendo con la conversación.
- Toma y a mí, pero como no nos toque la lotería o acertemos una quiniela, lo tenemos claro.
- Entonces no me va a quedar más remedio que hacerme abogado.
- Pues así, si un día la poli me coge a mí, tú me defiendes y me sacas de la cárcel, ¿vale?
- Vale, colega.

Ambos chocaron sus puños cerrando el trato. Jacinto se preguntó mentalmente quién ganaría más dinero, si los asesinos a sueldo o los abogados… pero no llego a ninguna conclusión así que tampoco dijo nada. Nico por su parte pensó en que si viviera en Norteamérica, en vez de una carabina tendría un UZI.

domingo, 3 de mayo de 2009

LAS SEÑALES

Sabih se quitó la camiseta y se miró en el espejo de la habitación que acababa de alquilar, tratando de verse la espalda. Unos tremendos arañazos la cruzaban en diagonal. Hizo un gesto de fastidio y arrojó la camiseta sobre la cama. Conectó la radio y el locutor anunció el tema “Roads” de Portishead. Le encantaba esa canción. Se tumbó a escucharla, concentrándose sobre todo en el bajo. A media canción, llegó Elena. Sabih siguió a lo suyo sin inmutarse. Elena le miró de reojo y se fue directa al baño, cerrando la puerta tras de sí. Al poco, volvió a salir pero esta vez, completamente desnuda.

- Te dije que no me dejases señales y tengo la espalda totalmente arañada. – Dijo Sabih.
- Déjame ver. – Ordenó Elena según se acercaba a él.

Sabih le mostró la espalda y ella acercó su mano, parecía que lo fuera a acariciar, pero en el último momento sacó las uñas y se las clavó. Él gritó de dolor y se apartó.

- ¡Joder! – Protestó Sabih frunciendo el ceño.

Elena soltó una carcajada seca.

- Para que no vuelvas a decirme lo que puedo y lo que no puedo hacerte. – Dijo Elena cambiando el semblante y poniéndose seria.

Se tumbó junto a él. Sabih notó como un hilo de sangre bajaba por su espalda. En la radio sonaba otro de sus temas favoritos: “Cuando te duermas” de Los Piratas.

- ¿Has traído el lubricante? – Preguntó Elena.
- Sí…

Sabih se incorporó y sacó del bolsillo de su cazadora, que estaba tirada sobre los pies de la cama, un frasco.

- …aquí lo tienes. - Dijo mientras se lo pasaba.

Elena lo tomó en sus manos y leyó con atención la etiqueta.

- Nos servirá… Y tú, ¿por qué no te has desnudado todavía?
- Ya voy.

Sabih se despojó de pantalones, calcetines y calzoncillos.

- ¿Estás preparado?
- Sí.
- Extiende tu mano.

Elena vertió un chorro de lubricante sobre su palma.

- Ya sabes lo que tienes que hacer. – Dijo ella poniéndose a cuatro patas.

Sabih se extendió el lubricante por las manos e introdujo su dedo índice en el ano de ella. Poco a poco, lubricó el agujero hasta que pudo meter el segundo dedo. Elena gimió, estaba a punto cuando introdujo el tercero. Sacó los dedos y se acomodó para penetrarla con el pene, que entró sin dificultad.

- ¡Métemela hasta dentro! – Suspiró Elena a la vez que se agarraba con fuerza a las sábanas.


Sabih apretó las mandíbulas y empujó con rabia las caderas. Elena acompasaba sus gemidos con las envestidas de su compañero.

- Vete preparándote… - Le advirtió Elena.

Sabih alargó el brazo, cogió un cigarro y un mechero de encima de la mesilla. Se metió el pitillo en la boca y le prendió fuego, aspiró y soltó el humo sobre la punta del cigarro poniéndola al rojo.

- Hazlo ahora. - Ordenó Elena.
- Estás segura.
- Hazlo, joder…

Sabih obedeció y apagó el cigarro sobre la espalda de ella. Elena llegó al orgasmo. Justo en ese momento sonaron los primeros compases del tema de Mark Lanegan “One Way Street”. Ella separó sus nalgas de él, se giró y se metió la polla en la boca. Sabih se concentró en las notas de la canción, especialmente en las que ejecutaba la segunda guitarra acústica. Elena apartó ligeramente el pene de su boca y le dijo:

- Dame tu lefa.

Sabih asintió con la cabeza. Durante todo el día había estado bebiendo zumo de tomate porque alguien le dijo que eso daba buen sabor al semen. Elena siguió chupando, en un momento dado, sacó sus uñas y las clavó en las nalgas de él haciéndole eyacular. Después Sabih volvió a encenderse el cigarrillo que momentos antes había apagado sobre la espalda de su compañera y aspiró el humo llenándose los pulmones. Elena saboreó el semen, lo notó más dulce de lo habitual. El zumo de tomate había sido efectivo. Ambos se relajaron tumbados en la cama mientras en la habitación aún persistía un ligero tufillo a carne quemada.

sábado, 2 de mayo de 2009

EL RECOGEPELOTAS

Manuel García Armas se dedicaba a la política, pero su verdadera vocación era el fútbol. De no ser por una grave lesión que tuvo en la rodilla cuando era joven, se hubiera consagrado de pleno a su deporte favorito. Fue un brillante delantero que sabía regatear en el área sin perder los nervios ni el control del balón, además era rápido como un rayo y durante tres temporadas seguidas fue el pichíchi de la tercera división. Todos los entrenadores que tuvo le auguraron un futuro brillante, pero lo cierto es que la grave lesión le apartó de los terrenos de juego para siempre. Más tarde, según fueron pasando los años se metió en política, pero siempre que le era posible acudía al palco del Bernabéu para animar a su equipo. Ese día en concreto jugaba el Madrid contra el Barcelona. En ése partido se iba a decidir la liga, y todos estaban ansiosos por saber el resultado final. Por ahora ganaba el Barcelona cero tres y tan solo se llevaban jugados treinta minutos de la primera parte. Mal lo tenían los de la capital. O se espabilaban sus jugadores o aquello se iba a convertir en un desastre. Todos los aficionados que llenaban el estadio no perdían ojo de cada jugada, todos excepto Manuel García Armas. Manuel ignoraba lo que ocurría en el terreno de juego. Toda su atención estaba puesta de uno de los recogepelotas. El chaval tendría doce o trece años, era rubio y delgado, desde el palco era lo único que Manuel alcanzaba a apreciar, no distinguía ni el color de sus ojos, ni sus rasgos faciales, pero no era su físico lo que había captado su atención. Su curiosidad se debía a que había advertido una extraña cualidad en él. Parecía como sí el chaval supiese de antemano por donde iba a salir la pelota porque, cuando eso sucedía, ahí estaba justamente él esperándola para devolverla al césped. Luego en lugar de regresar a su zona y sentarse a esperar, el chaval acudía directamente a un lugar específico del campo y allí se quedaba parado. Al poco tiempo la pelota salía de nuevo por donde él se había situado. Así una y otra vez. Aunque Manuel era un gran entusiasta de los encuentros entre su Madrid y su eterno rival el Barca, no podía quitar la vista del chaval. La cabeza de Manuel no paraba de analizar hipótesis que explicasen la habilidad premonitoria de la que aparentemente el chaval hacía gala, pero no llegó a ninguna conclusión satisfactoria. La única posibilidad era que el chaval tuviese acceso directo a un futuro inmediato. Fuese lo que fuese aquello no era normal. Entonces pasó algo especial que sólo Manuel pudo apreciar: el recogepelotas hizo un gesto contenido de celebración. Manuel no supo a que se debía hasta que pasaron unos quince segundos y el R. Madrid metió un gol. Manuel ni siquiera lo celebró, estaba tan estupefacto que no pudo. ¿Cómo era posible anticiparse a los hechos? Eso dentro de los límites de la ciencia no tenía ninguna lógica. Así fueron pasando los minutos hasta que el árbitro pitó el final del primer tiempo. En los descansos Manuel tenía por costumbre acercarse al bar a tomarse una copita de “Torres 5”, pero en esta ocasión prefirió quedarse donde estaba, vigilando al recogepelotas. Aprovechando que tenían el campo para ellos solos, los recogepelotas saltaron al césped y se pusieron a intercambiar unos cuantos pases con un balón. El chaval no parecía distinto a sus compañeros, sin embargo, Manuel intuía que sí lo era, que había algo en él que lo hacía especial y único, un sexto sentido que el resto de los seres humanos no tenemos. Sintió ganas de abandonar el palco y bajar al césped para hacerle infinidad de preguntas: ¿cuál era el secreto de su don, cómo lo había adquirido, le venía dado de nacimiento o, por el contrario, era algo que había potenciado una y otra vez hasta dominarlo de una forma natural?... Pero justo en ese momento, árbitros y jugadores salieron de nuevo al campo dando por inaugurado el segundo tiempo. Al igual que en el primero, el chaval seguía anticipándose a todas las salidas del balón por su zona. A aquellas alturas del partido, Manuel tenía claro que el recogepelotas adivinaba el futuro, por eso cuando le vió apretar los puños y dar un par de pequeños saltitos de satisfacción supo que enseguida llegaría el segundo gol. Y así fue, justo unos segundos después, el R. Madrid marcaba otro gol. Esta vez Manuel sí lo celebró, aunque sin demasiado entusiasmo porque ya lo había hecho de forma contenida unos instantes antes, con el recogepelotas. Se sintió privilegiado, podía anticiparse al futuro por medio del chaval y eso le gustó. Si pudiese utilizarlo en la política estaba seguro de que su carrera despegaría de manera fulgurante. Si el chaval podía adivinar por dónde iba a salir una pelota, ¿por qué no iba a ser capaz de adivinar los resultados de una votación? Ese pensamiento le abría las puertas de sus ansiadas metas, del éxito y de lo que era más importante, del poder. Con ese chaval a su lado la presidencia del país estaba al alcance de su mano. Justo cuando le estaba dando vueltas a esta idea, sucedió algo que le puso los pelos como escarpias. El recogepelotas estaba a lo suyo y de repente se giró y miró directamente al palco donde estaba Manuel. Durante unos segundos que parecieron eternos, ambos se miraron mutuamente. Manuel estaba aterrado, no podía moverse. De haber podido, hubiera abandonado el palco de inmediato. Sintió cómo la mirada del chaval penetraba en su mente y su cuerpo cómo un escáner de rayos x, apropiándose de sus más íntimos pensamientos. Manuel se considero violado. A partir de ese momento el recogepelotas dejó de anticiparse a los hechos y se comportó cómo lo haría cualquier recogepelotas. Manuel salió del Bernabéu un cuarto de hora antes de que finalizase el partido. Ya no le importaba si el Madrid ganaba o no la liga, lo único que deseaba era llegar a casa, meterse en la cama, taparse la cabeza con la almohada y sacarse el miedo del cuerpo.

viernes, 1 de mayo de 2009

EL VAGABUNDO

Eduardo se parecía a Robert De Niro. De hecho, si los hubiesen presentado como hermanos gemelos, nadie hubiera dudado, porque su parecido era asombroso. Pero Eduardo no encajaba en esos ambientes porque él era un vagabundo resentido con el lujo y el buen vivir. Su vida se reducía a vaciar cuantas más botellas mejor, dormir la mona y luego seguir bebiendo. Siempre estaba metido en peleas de borrachos, ya fuera por defender su territorio en un banco del parque o su parcela de barra en un garito. Había pasado tantas veces por urgencias que allí todo el mundo le llamaba por su nombre, mejor dicho, por su apodo: De Niro. Eduardo se había aprendido algunas frases de las películas de Robert De Niro y las interpretaba imitando sus gestos y voz, mejor dicho, la voz del doblador, porque Eduardo no sabía inglés. Cuando veía algún bebedor con la cartera llena, se le acercaba y le hacía una de sus imitaciones. Con un poco de suerte, le sacaba unos euros que inmediatamente reinvertía en alcohol. Otras veces eran los propios clientes los que le incitaban:

- ¡Eh! Deniro, por qué no te arrancas con una de las tuyas.

Y Eduardo iba, les hacía una de sus imitaciones y los clientes agradecidos, le invitaban a uno o dos tragos. El tiempo fue pasando, y por el rostro de Eduardo parecía que hubiese pasado dos veces. El alcohol, la mala vida y las peleas le fueron degradando física y mentalmente. Debido a una infección de encías, fue perdiendo dientes. Luego, se rompió la nariz al caerse por unas escaleras y a los pocos meses, le vaciaron un ojo de un botellazo. Ya no se parecía en nada a Robert De Niro, la gran cantidad de cicatrices y golpes recibidos le habían deformado tanto el rostro que cuando hacía sus imitaciones ya nadie reconocía al actor en él y no le veían la gracia. Le siguieron llamando DeNiro, más que nada, por la fuerza de la costumbre aunque muy pocos se acordaban de que hubo un tiempo en el que se pareció asombrosamente al gran actor. Un día apareció tirado en un callejón con cinco puñaladas. Parecía la escena final de uno de esos films sobre mafia italiana en los que De Niro siempre era el protagonista.