miércoles, 30 de septiembre de 2009

MÁS DIBUJOS DE PEDRO ESPINOSA

Pedro Espinosa haciendo que trabaja

Álbum de El Loco



Viñeta de Diario de un vampiro


lunes, 28 de septiembre de 2009

EL QUEMADERO

José y Jesús eran mis mejores amigos. Entre los tres formábamos “la banda”. A mí me había tocado el papel de líder y debía tomar la iniciativa y tener programadas las actividades del día. Claro que aquel no era el problema, el problema era mi hermana Pili. Mi madre siempre la dejaba a mi cargo y ella, aprovechándose, se pegaba a mí como una lapa. Lo malo no era que viniese con nosotros a todos los sitios, lo que realmente me molestaba, era que con ella a nuestro lado yo tenía que modificar mis planes y adaptarlos a sus limitaciones. A nosotros nos gustaba subirnos a las encinas para construir casetas entre las ramas, pero con mi hermana eso no era posible porque no sabía trepar a los árboles y encima tenía vértigo. Además, José y Jesús estaban enamorados de ella y siempre andaban más pendientes de agradarla que de hacerme caso a mí. Mi hermana era consciente del poder que eso le otorgaba y hacia uso de él a todas horas:

- El que pueda más, será mi novio. – decía con aíres de princesa de cuento de hadas.

De inmediato, José y Jesús se enzarzaban en una pelea para ver quién era el vencedor. Cansado de aquello decidí que iríamos al quemadero. El quemadero estaba en la parte occidental de las afueras del pueblo, justo en medio del basurero. Constaba de un horno de ladrillos y una larga chimenea de la que brotaba un humo negro y espeso. El encargado de ir metiendo la basura en el horno se llamaba Lázaro. Era un hombre muy corpulento, con la cabeza rapada y siempre manchado de hollín. Su sola visión bastaba para ponernos los pelos de punta. Quise ir al quemadero para acobardar a mi hermana (sabía que le tenía un miedo atroz a Lázaro) y, sobre todo, recuperar la atención de mis dos amigos. ¿Cómo lo iba a hacer? Con la excusa de hacernos con una mascota. He de aclarar que Lázaro, además de quemar la basura, se encargaba de hacer desaparecer las camadas no deseadas de perros y gatos. La gente con escrúpulos que no tenían el coraje de acabar con las vidas de los recién paridos se los llevaban a Lázaro metidos en sacos y él los arrojaba al horno como si nada. Por ello recibía suculentas propinas que aumentaban considerablemente su salario. Algunas veces dejaba a los cachorros dentro del saco, apartados junto a un montón de basura, y no los echaba al horno hasta el final de la jornada. Las pobres criaturas, barruntando su final, se pasaban el día sufriendo. Lázaro parecía disfrutar de los lamentos lastimeros de los cachorros. Entre pala y pala de basura hacía una pausa y aguzaba el oído hacia el saco, después sonreía y seguía metiendo basura en el horno.
Camino del quemadero mi hermana intentó convencernos de que había sitios mejores a donde ir, pero la idea de conseguir una mascota había calado hondo en mis amigos. Según nos aproximábamos vimos la columna de humo que salía por la chimenea y a Lázaro frente al horno desempeñando su trabajo. Nos escondimos entre los montones de basura y ocultos fuimos acercándonos hasta las proximidades del horno. Enseguida distinguimos el ladrido de un cachorrillo que sonaba por encima del crepitar de las llamas. Estábamos de suerte, ya solo teníamos que acercarnos hasta donde estaba, cogerlo y salir pitando de allí. Mi hermana estaba aterrada, se le podía ver el miedo en la cara. José y Jesús estaban alerta por si había que salir corriendo y yo trataba de mantenerme tranquilo para demostrarles mi valentía, pero he de admitir que sólo era fachada. A unos pocos metros de la chimenea pudimos ver el saco donde estaba metido el cachorro. No iba a ser fácil acercarse hasta allí sin que Lázaro se diera cuenta. Estudié detenidamente el terreno y me di cuenta que podría conseguirlo si me arrastraba por detrás de unos pequeños montículos de basura que llegaban hasta el saco. Claro que arrastrase por encima de la basura no era una buena idea. Además cualquier ruido delataría mi presencia y a esa distancia seguro que Lázaro me atraparía.

- Voy a intentarlo. – dije en voz baja.
- No lo hagas. Lázaro te cogerá y te meterá en el horno. – suplicó mi hermana al borde del llanto.
- No te preocupes, soy más rápido que él. – mentí para tranquilizarla.

Corrí hasta unos matojos altos de hierba seca y me oculté tras ellos. Miré hacia donde estaba Lázaro y aproveché que él me daba la espalda para llegar hasta los montículos de basura que me ocultarían. Me arrastré con sumo cuidado, procurando no hacer ruido. De vez en cuando sacaba la cabeza por encima de la basura para vigilar a Lázaro. En mi avanzada iba apartando todos los elementos cortantes que me encontraba, tuve suerte y no me herí con nada, pero no pude impedir mancharme de arriba abajo. Pensé en que me caería una buena cuando llegase a casa, pero no me importaba, en esos momentos lo único que me importaba era llegar hasta el saco sin que Lázaro se diese cuenta. Estaba a pocos metros de conseguirlo. El cachorro, aún sin verme, advirtió mi presencia y se puso a lloriquear con ladridos agudos y prolongados. Lázaro dejó la pala a un lado y se acercó hasta el saco.

- ¿Se puede saber qué coño te pasa? – dijo con voz profunda y arrugada.

Yo me quedé inmóvil detrás de la basura, petrificado por el miedo. Lázaro cogió el saco y lo levantó a la altura de su cara.

- Como no te calles vas directo al horno. Tú verás…

El cachorro siguió gimoteando sin hacer caso de la advertencia de Lázaro. Creí que todo el esfuerzo había sido inútil y que Lázaro, irremediablemente, echaría el saco dentro del horno. Me equivoqué. Lázaro dejó el saco en el suelo y regresó junto al horno para continuar con su trabajo. Intenté avanzar, pero estaba tan aterrado que no pude moverme. Imaginé que mi hermana estaría mucho más asustada que yo y eso me dio fuerzas para arrastrarme los pocos metros que faltaban para llegar hasta el saco. Antes de echarle mano, asomé la cabeza y ví que Lázaro se alejaba unos metros para orinar. No tendría mejor oportunidad. Me incorporé, cogí el saco y salí corriendo con todas mis fuerzas. Mi hermana y los otros se unieron a mí y juntos escapamos del basurero. Ya en lugar seguro abrimos el saco. Dentro había tres cachorros, dos muertos y uno vivo. Cogí al vivo y lo saqué del saco. En cuanto lo vimos nos quedamos prendados con él. Era un perrito encantador de raza indefinida, blanco con manchas pardas y negras. Decidimos que lo llamaríamos “Piltri”. Lo llevamos a nuestro escondite secreto, una vieja casa en ruinas cerca del Torreón. A todos nos hubiese gustado llevarnos a Piltri a casa, pero sabíamos por experiencia que ninguna de nuestras madres lo aceptaría. Ya lo habíamos intentado en otras ocasiones con otros cachorros y no consintieron, ni siquiera ante cachorros tan enternecedores como Piltri.
Pasados tres días, Piltri se murió de hambre. No supimos enseñarle a beber la leche que le llevábamos.

sábado, 26 de septiembre de 2009

viernes, 25 de septiembre de 2009

NUEVO LIBRO DE JOSÉ ÁNGEL BARRUECO

Ilustración de Miguel Ángel Martín. Prólogo de Tomás Sánchez Santiago. Edición de Baile del Sol

jueves, 24 de septiembre de 2009

JACINTO EL MALO

Lo peor era cuando llegaba el recreo. Ahí tenían lugar las batallas más sangrientas entre Jacinto el Malo y yo. Y digo batallas y no peleas, porque nosotros no teníamos enfrentamientos cuerpo a cuerpo con puñetazos y agarrones al viejo estilo. A nosotros nos gustaba recoger cuantas más piedras mejor, todas las que cupiesen en los bolsillos y más. Después, cada uno elegía un árbol del patio del colegio, nos escondíamos detrás del tronco y cuando uno de los dos asomaba la cabeza se tiraba una piedra. Raro era el día que no volvíamos a casa con una pitera en la cabeza. Además estaban los daños colaterales, es decir, esas pedradas perdidas que alcanzaban, sin querer, a cualquier alumno que estaba jugando por los alrededores. Sus madres se quejaban a las nuestras y siempre recibíamos unos cuantos azotes por ello. Claro que nuestra rivalidad era más fuerte que cualquier reprimenda, aunque fuera seguida de azotes. Nosotros seguíamos inquebrantables en nuestro empeño por abrirnos la cabeza el uno al otro, y en cada recreo repetíamos la misma rutina, desobeciendo una y otra vez a nuestras madres. Con el tiempo fuimos adquiriendo una puntería excepcional, y aunque los daños colaterales disminuyeron en gran medida, nuestras cabezas acumulaban tantas brechas que hoy en día cuando me rapo la cabeza aun pueden apreciarse las numerosas cicatrices de aquellas batallas.

lunes, 21 de septiembre de 2009

PRIMER DÍA DE COLEGIO (PARVULITOS)

Era el año mil novecientos setenta, el mes septiembre. Vivíamos en Guijuelo (Salamanca) en el barrio de Las Casas Baratas. Apenas hacía dos meses que yo había cumplido seis años y había llegado el día de acudir por primera vez a la escuela. Antes de entrar en el aula mi madre me hizo prometerle que no lloraría y me portaría bien con la profesora. Sin embargo, todos los niños que esperaban con sus madres en los pasillos ya estaban llorando. A mí también me hubiera gustado llorar, me hubiera ayudado a soltar los nervios que acumulaba en el estomago, pero la promesa hecha a mi madre me obligaba a aguantarme. El día anterior mi abuelo Indalecio me había dicho que éste sería el más importante de mi vida, que el saber y el tener cultura eran lo mejor que me podía pasar.

- Mamá ¿qué significa cultura?
- Significa conocimiento. – dijo ella sin apenas mirarme.

Los berrinches de los demás niños hacían que tuviera más miedo del que ya me había traído de casa. Me agarré a la mano de mi madre. Si, como dijo mi abuelo, aquello era lo mejor que nos podía pasar ¿por qué estaban todos llorando como si los fueran a matar? Intenté concentrarme en las cosas agradables que me gustaba hacer: subirme a las encinas, dibujar vacas, jugar al escondite con los chavales del barrio… era difícil evadirse con tanto niño llorando. Miré a mi madre, ella estaba pendiente de si abrían la puerta del aula, parecía que tuviera prisa de dejarme allí, seguramente por haber dejado a mi hermana sola durmiendo en casa. Quise decirle que nos fuéramos de allí, pero sabía que no la iba a convencer, así que me callé y no dije nada. De pronto me fijé en que al final de la fila había un niño que, al igual que yo, no lloraba. Se mantenía callado y agarrado a la mano de su madre. Él se dio cuenta de que le estaba observando y me miró de arriba abajo con cierto desprecio. En respuesta, yo le saqué la lengua y él me amenazó con el puño cerrado. Apreté los dientes como si fuera un perro rabioso y se los enseñé. Él miró de reojo a su madre y viendo que estaba de cháchara con otra madre, aprovechó para hacerme un corte de mangas. Aún no habíamos comenzado las clases y ya tenía un enemigo. La puerta del aula se abrió y salió una joven rubia de unos veinte y pocos años que anunció que ya podíamos entrar. Aquello hizo que todos los niños que ya estaban llorando se pusieran como locos. Los berrinches se convirtieron en pataleos histéricos y ataques incontrolados de pánico. Quizá porque sabían que ya no había vuelta atrás. A mí también me hubiera gustado llorar y patalear, pero no lo hice. No por la promesa que le había hecho a mi madre, sino por ese otro niño que seguía sin llorar, mirándome con cara de pocos amigos. Quería demostrarle que era tan valiente como él, más. Puse cara de chulo y en un arranque de coraje me dispuse a entrar en el aula.

- Acuérdate de lo que me has prometido... – dijo mi madre cascándome un beso en la cara. –…y sé bueno.
- Vale. – contesté sin quitar ojo a mi enemigo.

Me dirigí al aula y entré. Fui el primero. Me fijé que en una de las paredes había colgados unos mapas y en otra un crucifijo y el retrato del señor que salía de perfil en las pesetas. A los pocos segundos entró él, mi enemigo. Le miré con desprecio, como diciéndole que era un segundón. Elegí un pupitre y me senté. Él hizo lo mismo al otro extremo del aula. Después fueron metiendo a los demás niños, ninguno quería entrar. Al cabo de unos minutos todas las madres se habían ido y nos quedamos solos con lajoven profesora. Cuando todos los niños estaban sentados detrás de sus pupitres, se presentó:
- Hola a todos. Soy la señorita Felisa, pero podéis llamarme señorita Filis. A partir de ahora voy a ser vuestra profesora…

Algunos niños seguían llorando, aunque la mayoría ya se habían callado y prestaban atención a lo que decía la señorita Filis.

- …¿Alguno de vosotros sabe leer o escribir?

Todos guardamos silencio, incluso los que lloraban. Mire hacia donde estaba mi enemigo. Él me miro a la vez. Me puse en pie y dije:

- Yo no sé leer ni escribir, pero sé dibujar vacas.
- ¿Cómo te llamas? – me preguntó la señorita con una sonrisa en la cara.
- José Pérez Gil, pero puede llamarme Pepito.
- Muy bien, Pepito, dibújame una vaca… Es más, quiero que todos me dibujéis algo bonito.

Saqué un cuaderno y un lapicero de mi cartera y me puse a ello, pero antes eché otra ojeada hacia mi enemigo.

- Perejil. – me insultó con voz baja, vocalizando exageradamente para que yo pudiera entenderle.

Le hice un gesto con la mano advirtiéndole de que se la estaba ganando, y él volvió a hacerme un corte de mangas. Decidí que era mejor concentrarme en hacer un buen dibujo. Otra cosa no sabía, pero dibujar vacas era lo que mejor se me daba. Me esforcé y conseguí una de las mejores vacas que había dibujado hasta entonces. Me levanté y le llevé el dibujo a la señorita Filis.

- ¿Ya has terminado? ¡qué rápido! – me dijo sorprendida.

Observó el dibujo con admiración. He de aclarar que yo me había pasado meses dibujando vacas, sólo vacas, y había llegado a hacerlo bastante bien, incluso para mi edad.

- ¡Está muy bien! Pero que muy bien… Dibujas estupendamente, Pepito.

Me gustaba la señorita Filis, y no solo porque fuese joven y guapa, también me gustaba el tono suave de su voz y los hoyuelos que le salían en la comisura de su boca cuando sonreía. Regresé a mi asiento sin dejar de mirar a mi enemigo. Ni me miró, simplemente siguió dibujando en su cuaderno. Antes de acabar la clase supe que se llamaba Jacinto Revilla. Yo siempre le llamé Jacinto el Malo y desde ese día fue mi peor enemigo.

jueves, 17 de septiembre de 2009

EL PERRO DE LA LECHERÍA

Lo recuerdo tumbado y dormitando a la entrada de la lechería. Era un viejo pastor alemán, enorme y bonachón, al que tenías que pasar por encima para poder entrar por la puerta de la lechería. Él ni se inmutaba con el continuo ajetreo de los clientes. De vez en cuando, abría su bocaza en un gran bostezo para luego recogerse la cabeza entre las patas delanteras y seguir durmiendo. Pasases a la hora que pasases, él estaba ahí, durmiendo bajo el quicio de aquella puerta. Cuando acompañaba a mi madre a por leche, me gustaba quedarme con el perro mientras ella entraba en el establecimiento. Le acariciaba la cabeza y los lomos, y él me miraba durante un breve instante con los parpados medio cerrados antes de quedarse dormido de nuevo. A veces le hablaba en voz baja y le decía lo bonito y bueno que era. Él hacía un amago de levantar la oreja y seguía durmiendo. Entonces le llamaba dormilón y volvía a acariciarle. Cuando mi madre salía con la lechera llena, yo me despedía del perro dándole una palmadas el los cuartos traseros. Me gustaba aquel perro. Con el tiempo fui cogiendo confianza con el animal y ya no me conformaba con acariciarle mientras dormía. Yo quería que me prestase atención y trataba de despertarle soplándole en el interior de sus orejas o sobre sus parpados. Hasta que una mañana me mordió en la zona del ojo derecho. Lo hizo sin intención de hacerme demasiado daño, solo quería avisarme. Con esa boca, si hubiera querido me habría arrancado el cuello, pero solo fue un pequeño aviso, un toque de atención. Sin embargo yo me asusté mucho al ver que sangraba y me puse a llorar. Pensaba que me había reventado el ojo. Mi madre salió alertada por mis lloros y al verme sangrando se puso histérica.

- ¿Qué te ha pasado?
- Me ha mordido el ojo…

A partir de ese momento todo fue bastante confuso. Mientras me hacían una cura de urgencias en la misma lechería, mi madre abroncaba a los dueños por dejar al perro suelto y amenazaba con ponerles una denuncia. Después de que me limpiasen la herida, y me tapasen el ojo con gasa y esparadrapo mi madre y yo atravesamos el pueblo hacia la consulta del medico. Llegamos a la plaza, estaba llena de puestos, ya que ese día había mercado. Mientras pasábamos entre los puestos de frutas, ropa y zapatos, yo, lleno de angustia daba mi ojo por perdido.

- ¿Mamá, me voy a quedar tuerto?
- No lo sé, hijo. No lo sé.

Me dolía tanto que di por sentado que ya lo estaba. Sopesé las dos únicas opciones que se me ocurrieron. O que me pusieran un ojo de cristal o un parche. Después de meditarlo un poco, me incliné por el parche, al menos, me daría un aspecto de pirata. Con el ojo de cristal seguro que los chavales se reirían de mí, sobre todo Jacinto el malo.

- ¿Le hiciste algo? - Preguntó de pronto mi madre.
- ¿Qué?
- ¿Qué si le hiciste algo al perro?
- No. – Mentí.
- Algo le tuviste que hacer.
- Solo le estaba acariciando.

Mi madre dio por buena la respuesta y tiró de mi brazo acelerando el paso. Llegamos a la consulta del médico. Después de examinar mi ojo durante un buen rato y ponerme un par de inyecciones, el médico nos dijo que no había porqué preocuparse, que el ojo estaba bien, a falta de que se curasen las heridas y bajase la hinchazón. Con mi ojo sano ví como la cara de mi madre recuperaba la alegría y yo respire aliviado. Al final, no iba a necesitar el parche. Ya en casa, mientras comíamos, mis padres estuvieron hablando de ponerle una denuncia a los dueños del perro, también hablaron de sacrificarlo. Se me heló la sangre ¿sacrificarlo? Pero, si fui yo quién le provoqué. La angustia por mis remordimientos me hizo llorar.

- ¿Se puede saber por qué lloras ahora? – Dijo mi padre sorprendido por mi reacción.
- Todo es por mi culpa… Le soplé dentro de las orejas y por eso me mordió.
- Ya me extrañaba a mí que te hubiera mordido sin más. - Apuntilló mi madre…

Al final, no hubo ni denuncia ni sacrificio. Todo continuó como siempre. Cuando íbamos a por leche, yo me quedaba acariciando al perro mientras que mi madre entraba en el local. Antes me advertía con un:

- Ojito con lo que le haces.

Recalcando la palabra “Ojito” para que me acordase de lo ocurrido. Nunca más volví a soplarle dentro de las orejas y él jamás volvió a morderme. Insisto, me gustaba aquel perro.

lunes, 14 de septiembre de 2009

LA MARRANA

Yo estaba en la cuadra de detrás de la casa, escondido entre unos sacos de pienso. No quería que mi hermana Pili me encontrase, ella se había empeñado en jugar a “madre e hijo” y a mí no me quedo más remedio que acceder. Ella, por supuesto, sería la madre y yo el hijo. Ese juego consistía en que ella por ser la madre mandaba en todo y yo por ser el hijo debía obedecer. Todo fue bien hasta que se le ocurrió que era la hora de comer. Como buena madre quiso cocinar utilizando los productos que tenía a mano. Preparó una especie de pasta elaborada a base de varias cabezas de ajos machacados y revueltos con huevos crudos, que robó directamente del gallinero. Removió todo creando una argamasa de aspecto y olor asqueroso. Pero aún faltaba un ingrediente especial que, según mi hermana, era lo que le daba sustancia y color al plato. Ese ingrediente era ladrillo rojo triturado a base de machacarlo con una piedra hasta que quedaba reducido a polvo, mi hermana decía que aquel polvo rojo era pimiento molido y estaba convencida de que era exquisito. El caso es que quiso hacerme probar aquella bazofia y por eso huí de ella. Mi hermana ya se había cansado de buscarme, aunque decidí ocultarme durante unos minutos más, por si acaso. Fue entonces cuando los escuché hablando al otro lado de la pared del muro del corral, eran voces de chavales. Salí del escondite y me asomé por encima del muro, ahí estaban ellos, sentados sobre la tapia del corral de enfrente al nuestro, eran dos chavales más o menos de mi edad. Al verme asomar la cabeza dejaron de hablar y me miraron con curiosidad.

- Hola. – Dije, para romper el silencio.
- Hola. – Respondieron ellos al unísono.
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo me llamo Juan. – Dijo el más bajito.
- Y yo Pedro. – Añadió el otro.

Salté el muro del corral y me acerqué a ellos.

- Yo me llamo Pepe… – Les dije con la seguridad del que está en su territorio. - … ¿Qué hacéis? – Añadí mientras me subía a la tapia y me sentaba a su lado.
- Sólo estábamos hablando. – Respondió Juan.
- Ya… Vosotros no sois de por aquí ¿verdad?
- No, hemos venido a visitar a unos parientes de mis padres. – Contestó Juan, que sin duda era el menos tímido de los dos.
- Si queréis podemos jugar a algo. – Propuse sin demasiado entusiasmo.
- Bueno. – Volvieron a contestar al unísono…

En ese momento una cerda que estaba en una cuadra a pocos metros de nosotros se puso a gruñir y a bufar como lo hacen los cerdos. Yo ya estaba acostumbrado a la presencia de la cerda y a sus gruñidos, pero a Pedro y a Juan aquello les pareció de lo más interesante, estaba claro que eran chicos de ciudad. Dado el entusiasmo mostrado por mis nuevos amigos, nos pusimos en pie sobre la tapia y fuimos andando sobre ella hasta llegar a la cuadra donde estaba encerrada la cerda. El animal alzó la cabeza y se nos quedo mirando a la vez que movía el hocico para captar nuestro olor.

- ¡Que grande es! – Dijo Pedro, amedrentado por el tamaño de la cerda.
- Es porque esta preñada y pronto parirá. – Les informé tratando de darme importancia y de quitársela a la cerda.

A parte de eso, la cuadra donde estaba encerrada no era demasiado grande, a penas metro y medio de ancha por dos o tres de larga, con lo que la marrana parecía más grande. El animal seguía mirándonos con el morro levantado. La tapia sobre la que estábamos de pie era una construcción hecha con piedras, más o menos planas, apiladas con pericia la una encima de la otra, sin necesidad de usar cemento que las diese solidez, era la gravedad y la sabía colocación de las piedras lo que hacía que la tapia fuese consistente. Pues bien, elegí una de las piedras que conformaban el muro, una pequeña, y la arrojé contra el cuadrúpedo, más que nada para que dejase de mirarnos. Le di en todo el morro. La cerda a modo de protesta soltó un pequeño gruñido que hizo mucha gracia a los otros dos. Cogí otra piedra, la lancé e hice blanco, esta vez en uno de los lomos. El pobre animal trató de huir corriendo en círculos por la apretada cuadra. Volvieron a reírse y yo supe que con esa acción me había ganado a los chicos de ciudad. Noté su respeto y admiración y eso me gustó. Me sentí importante y poderoso, aun siendo de pueblo. Esta vez me aseguré de coger una piedra más grande que las anteriores, Juan y Pedro me miraron expectantes, no podía defraudarles. Lancé la piedra y le di en el cuello, supe que le hice daño por el sonido que salió de su garganta. Pedro se animó y también lanzó una piedra, la cerda chilló con el impacto. Yo le sonreí y le di una palmada en la espalda a modo de colegueo. Cada uno de nosotros cogimos una piedra y a la de:”tres” la arrojamos con fuerza. Todos hicimos blanco y nos sentimos satisfechos. La cerda chillaba y trataba inútilmente de escapar corriendo en círculos o cambiando la dirección de sus giros. Vimos en pánico en su mirada y eso nos gusto, nuestros instintos más primitivos empezaban a fluir. Seguimos tirándole piedras, cada vez más grandes. Algunas le causaron heridas sangrantes lo cual nos llenó de júbilo. La marrana chillaba tan alto que por un momento creí que todo el pueblo la estaba escuchando y que alguien acudiría en su ayuda. Pero nadie llego y nosotros, sedientos de sangre, seguimos torturando al animal. Después de un tiempo la marrana se rindió. Se desplomó en el suelo, agotada, y allí se quedó resoplando con miedo. Lanzamos algunas piedras más pero ya no nos hacía gracia, el sufrimiento del animal era tan patente que no pudimos seguir con el juego. Los tres nos quedamos en silencio observando a la marrana. En la comisura de su boca se le había formado una especie grumos espumosos de saliva y sangre que se movían al ritmo de sus jadeos, comprendí que estaba agonizando. En un impulso de compasión quise acabar con su sufrimiento, agarré una piedra grande, tan grande como me permitieron mis fuerzas, con la intención de dejarla caer sobre su cabeza y terminar de una vez. Justo cuando me disponía a soltar la piedra, la puerta de la cuadra se abrió y asomó la cabeza Genaro, el dueño de la marrana. Al ver lo que allí estaba pasando se puso a gritarnos y a amenazarnos. Yo dejé la piedra sobre el muro y salí corriendo. Pedro y Juan me siguieron asustados, dejamos el muro y saltamos al suelo y mientras ellos corrían hacía la casa de sus familiares yo salté la tapia de nuestro corral y fui directamente a esconderme entre los sacos de pienso. Estuve allí mucho tiempo, hasta que escuché a mi madre llamándome a gritos. Por el tono de su voz supe que ya se había enterado de todo y me preparé para recibir una paliza. Aquella noche la marrana abortó y aunque ella se salvó de milagro, mis padres tuvieron que hacerse cargo de todos los gastos e indemnizar a Genaro por la perdida de los garrapos. Lo peor no fueron los bien merecidos azotes que me dieron, sino algo que vi en sus miradas y que entonces no supe lo que era. Más adelante vería esa misma mirada en infinidad de ocasiones, sabiendo que lo que veía en sus ojos no era otra cosa que decepción.

sábado, 12 de septiembre de 2009

DAVID GONZÁLEZ


EL AMOR YA NO ES CONTEMPORÁNEO + El AMOR SIGUE SIN SER CONTEMPORÁNEO (2º edición)
A partir de octubre en las librerías.

viernes, 11 de septiembre de 2009

NAVIDADES

Creo que unos de los días más tristes de mi infancia fue cuando mis padres me confesaron la realidad de los Reyes Magos. Estábamos en plena Navidad y todo el pueblo estaba bajo un manto de nieve. Mis padres me dijeron que querían hablar conmigo y yo pensé que era para regañarme por algo que había hecho, no era raro ya que me pasaba el día cometiendo travesuras. Me extrañó que entrásemos en su dormitorio, normalmente las broncas las recibía en cualquier sitio de la casa menos ahí. Fue mi madre la que hablo:

- Creemos que ya eres lo suficiente mayor para saber la verdad…Verás, los Reyes Magos no existen. Somos los padres los que traemos los regalos…

Yo no quería creérmelo. Para convencerme, mis padres abrieron su armario. Escondidos entre la ropa pude ver un par de paquetes envueltos en papel de regalo.

- …Además, con los tiempos que corren no podemos permitirnos gastos inútiles. Por eso éste será el último año que te regalemos algo. – añadió a la vez que cerraba el armario.

De pronto el mundo dejó de tener magia y se convirtió en un lugar terrible donde los padres engañan a sus hijos para luego desengañarlos y acabar con sus ilusiones. Quise renunciar de su paternidad y escapar lejos de ellos, ser un huérfano. Cuando salía por la puerta de la calle, decidido a desertar de mi familia, mi madre me ordenó no decir nada a mi hermana, ella todavía era pequeña y merecía ser engañada un par de años más. Entonces supe qué tenía que hacer. No era necesario huir, había una manera mejor de vengarme... Reuní a todos los niños del barrio que aún creían en los Reyes Magos, incluida mi hermana Pili y les conté la realidad de los hechos. A los que no quisieron creerme les aconsejé que buscasen dentro de los armarios de sus padres. En menos que canta un gallo acabé con los sueños y las ilusiones de todos aquellos niños. Si yo no podía tener magia, ellos tampoco la tendrían.



lunes, 7 de septiembre de 2009

CONVERSACIÓN ABSURDA

Eran un par de snobs, una pareja de “poetas” maduritos que mantenían una vana conversación mientras tomaban unos Bloody Mary en una terraza de moda. Ambos llevaban gafas de sol (de marca), a pesar de ser de noche. Él se hacía llamar Ataulfo Anilinas y ella La Reina de la Sinrazón. Se creían estupendos por vestirse a la última y por haber sido mencionados unas cuantas veces en las páginas de eventos literarios del diario local. Ataulfo se jactaba de haber publicado una obra de teatro. A su estreno acudieron más de doscientas personas pero antes del descanso sólo quedaron una decena, la mayoría amigos y familiares que no tuvieron más remedio que aguantar hasta el final. Un tremendo bodrio, según la crítica. Por su parte, ella alardeaba de ser la poeta más incisiva y minimalista del planeta. Había escrito varios libros de poemas pero ninguno se había publicado. Quizá ambos tenían cierto talento, pero lo exagerado de su estupidez lo eclipsaba por completo. La conversación discurría tal que así:

- …muérdeme entre las piernas si quieres verme llorar. – dijo él aspirando exageradamente del pitillo que estaba fumando.
- Encontré tus lágrimas escondidas en el cajón de mis compresas. – respondió ella, mientras daba manotazos al aire tratando de deshacerse del mosquito que la merodeaba desde hacía un buen rato.
- A ambos lados de mis orejas, se extiende el infinito. – siguió él expulsando el humo del cigarro.
- Todos los caminos terminan en mi boca.
- Conserva largas tus uñas si quieres atraparme, lagarta.
- Me duele la espalda de tanto follar; decía un castrado a su loro.
- Si quieres que te coma el coño, mejor será que lo saques del lodo.
- Adivina cuantos pelos hay en mis sobacos y te dejare entrar.
- Estornudé mi pasado en una copa de tinto y salpiqué tu escote con mis pecados.
- Cuenta conmigo para lo que no quieras hacer…

Cerca de su mesa, pasó una gitanilla de unos cinco años que tarareaba la letra de un anuncio de la tele. Ambos la observaron en silencio y no sin cierta repugnancia. Cuando finalmente la niña se alejó, La Reina de la Sinrazón siguió con el juego y, muy digna, exclamó:

- Los gases de tu vientre no siempre son la causa de mi desconsuelo.
- Seamos claros: comerse las palabras no es de hambrientos.
- El hambre acalla las palabras.
- Tus palabras se disfrazan de excusas mutiladas.
- Después de un gatillazo, siempre vienen las excusas.

Hicieron otra larga pausa. Él bebió de su vaso, ella le puso una larga boquilla a un cigarro y le prendió fuego.

- ¿Seguimos? – preguntó Ataulfo sin demasiado entusiasmo y más preocupado de mantener una postura elegante que de continuar con el juego.
- Regresa con un ramo de cuervos y una receta venenosa tatuada en tu lengua. – dijo ella con la voz engolada, a la vez que agitaba las manos tratando de espantar al dichoso mosquito.
- Usaré mi lengua como afilado puñal y te chuparé profundamente la garganta. – continuó él, quedando muy satisfecho con el resultado de la frase.
- Con tus entrañas tejeré una sombría mazmorra y arrojaré tus sueños dentro.
- Mis sueños no saben de fronteras.
- Mis fronteras no cobijan sueños.
- Almorzaré migrañas salteadas y de postre tomaré una idea equivocada.
- Escaparé de tus celos y echaré raíces en el viento taciturno de una noche amarga.
- Escupiré todas tus mentiras y tornaré mis pasos hacia un fértil camino que no sea el tuy… - él no pudo acabar la frase. El mosquito se había posado sobre la mesa y La Reina de la Sinrazón, aprovechando su inmovilidad trató de aplastarlo con un libro del genial David González. Pero no calculó bien y el golpe hizo que las bebidas saltaran por los aires y se derramaran sobre ellos.

- ¡Joder, tía!... ¿Pero qué coño haces? – dijo Ataulfo malhumorado.
- ¡Oh, no!… mi chaqueta Coco… Coco Chanel.- babuceó ella, al borde del llanto.

“A veces, la estupidez humana es ilimitada” - pensó para sus adentros un abuelo que estaba sentado a la vera de una mesa cercana a la suya y que, desde hacía un buen rato, escuchaba anonadado la absurda conversación de la pareja.

sábado, 5 de septiembre de 2009

LA ACTUACIÓN

La actuación estaba programada a las doce del mediodía, por eso habían quedado tan temprano. Él no había dormido en toda la noche porque se la había pasado con unos amigos esnifando speed y bebiendo cervezas. Sin dormir, se fue directamente al lugar donde había quedado con su socio Fernando y con Jacinto, el técnico de sonido. Eran las nueve y treinta y siete minutos de la mañana y ambos se retrasaban ya siete minutos de la hora convenida. Normalmente era él quien llegaba tarde, pero ese día, quizá porque venía de empalmada, llegó el primero a la cita. No se sentía cansado, el speed ocultaba el exceso de cervezas y la falta de sueño, manteniéndole despierto y animado. Se encendió un cigarro y siguió esperando con la vista puesta en la carretera, atento por si llegaba la furgoneta del grupo. Le habría gustado pasar por casa para darse una ducha pero apuró todo su tiempo en el bar de un colega que, a puerta cerrada, servía cerveza gratis al pequeño grupo que allí se había reunido. Y entre cerveza y raya de speed el tiempo voló tan deprisa que cuando quiso darse cuenta eran las nueve y diez de la mañana.
A las diez menos diez llegaron Fernando y Jacinto con la furgoneta. El retraso se debía a que tuvieron que parar a echar gasolina, se disculpó Fernando. Jacinto condujo la furgoneta hasta las afueras de la ciudad y después tomó la circunvalación para dirigirse al polígono industrial donde estaba la fábrica en la que tendrían que actuar. Según explicó Fernando, dicha fábrica cumplía esos días el centenario de su inauguración. Por ese motivo los habían contratado. Tenían que entretener a los niños de los obreros con una actuación de payasos. Ellos no se dedicaban a esa rama de la interpretación, más bien todo lo contrario, solían actuar en pubs nocturnos para un público adulto, pero dado que no tenían contratos pendientes decidieron montar unos cuantos números infantiles y aceptar la oferta de los de la fábrica.
A las diez y veinte llegaron al polígono industrial. Ninguno de los tres sabía dónde estaba ubicada la fábrica y deambularon por la zona sin un destino concreto. Como era domingo todas las empresas estaban cerradas y no había a quién preguntar. Todo estaba desierto y después de conducir unos cuantos minutos, se dieron cuenta de que estaban perdidos. Las bocacalles eran todas parecidas, por no decir iguales. Fernando, que era el más nervioso, fue perdiendo la compostura y a medida que pasaba el tiempo dejó escapar unos cuantos juramentos. Jacinto seguía al volante en silencio y con el ceño fruncido, atento a los letreros que daban nombre a las empresas situadas a ambos lados de la carretera. Él, por el contrario, iba disfrutando del viaje y no se sintió agobiado en ningún momento.

- Tranquilos, seguro que tarde o temprano la encontraremos – dijo, con la sana intención de animar a sus compañeros.

Justo en ese momento, al girar por una calle a la izquierda, vieron un recinto donde estaban aparcados varios coches.

- Seguro que es ahí – añadió con alegría.

Efectivamente era allí. Un operario de la fábrica les recibió. Luego les abrió una gran puerta metálica para que metiesen la furgoneta y pudiesen acceder al patio que habían destinado para la representación. El patio era bastante amplio, sin atisbo de sombra, y estaba rodeado de las paredes de ladrillo de la fábrica. En el fondo habían montado un escenario con tarimas de madera que se elevaba un metro del suelo. Delante del escenario tenían dispuestas doce hileras con quince sillas de madera cada una. Pasaban de las diez y media. Sólo tenían hora y media para montarlo todo, así que se pusieron manos a la obra sin más demora. Lo primero que hicieron fue descargar la furgoneta. Luego, mientras Fernando y él montaban la escenografía, Jacinto se ocupó del equipo de sonido. El speed aún corría por sus venas y trabajó duro sin importarle el esfuerzo y el exceso de sol. Cuando terminaron, los tres tenían la camiseta empapada en sudor. Pasaban de las once y media. Fernando y él apenas tenían media hora para vestirse y maquillarse. Así que cogieron una maleta donde llevaban el vestuario y el maquillaje y se dirigieron al vestuario, siguiendo las indicaciones dadas por el operario que anteriormente les había recibido. Tuvieron que atravesar una siniestra lonja, iluminada por los rayos de sol que entraban por las claraboyas del techo. Se internaron entre los pasillos que formaban las grandes maquinas. Se preguntó qué fabricarían allí. Echó un rápido vistazo a su alrededor en busca de pistas que contestasen su pregunta. Al final, no supo deducir la utilidad de aquella maquinaria pesada y se dio por vencido. Al fondo vieron un cartel que estaba pegado en una pared indicando con una flecha dónde estaban los vestuarios. Se dirigieron allí.
Los vestuarios, aparte de amplios, eran oscuros, tan sólo iluminados por dos tubos fluorescentes. Las pareces estaban circundadas por taquillas viejas y oxidadas. Una puerta conducía a los servicios, en el centro había una fila de lavabos tan usados y viejos como las taquillas del vestuario. Frente a los lavabos se levantaba una serie de espejos, la mayoría estaban resquebrajados. A la derecha estaban los retretes, unos cubículos deplorables sin pestillo en las puertas que les diesen un poco de intimidad. El aspecto general era desolador. No podía imaginar cómo la gente era capaz de trabajar en un sitio así. Antes de desnudarse se encendió otro cigarro. Le dio un par de caladas, lo dejó sobre uno de los lavabos y se quitó la camiseta. Se lavó los sobacos y la cara. Después de secarse con una pequeña y roída toalla, sacó la caja del maquillaje y la acomodó dentro del lavabo. Antes de maquillarse dudó entre pintarse una sonrisa o, por el contrario, alargar la comisura de sus labios hacia abajo, dándole un aspecto tristón. Se sentía animado y optó por la sonrisa. Fernando hacía del Cara Blanca y él, del Clown. Tenía que enfundarse unos zapatos extremadamente grandes, unos roídos pantalones que le subían hasta más arriba del pecho, sujetos únicamente por unos llamativos tirantes, una camiseta de rayas horizontales blancas y negras, una chaqueta de cuadros llena de remiendos, una pajarita bastante extravagante, una peluca de rizos naranjas, un destartalado sombrero de copa y una gran nariz de goma roja. Fernando se había pintado la cara de blanco con una sola ceja bien marcada en negro. Se había puesto un sombrero tipo cucurucho y un brillante traje de una pieza. Era de lentejuelas multicolores que se le ajustaba al tronco y se ensanchaba en la parte del pantalón. Le hubiera gustado meterse una raya de speed antes de salir, pero se reprimió por estar Fernando allí. Ya se la metería luego, en cuanto acabasen con su trabajo. Estaban listos. Volvieron a atravesar el pabellón lleno de máquinas extrañas. Cuando salieron, en el patio no había nadie, a excepción de Jacinto que estaba en su puesto enredando con la mesa de sonido. Fernando y él se extrañaron de no ver el patio lleno de niños.

- ¿Y los niños? – le preguntó Fernando.
- Y yo que coño sé – contestó Jacinto sin levantar la mirada de los mandos.
- Pues habrá que ir a preguntar.- dijo él ajustándose la nariz de goma.

Ninguno hizo mención de hacerlo. Al final, Jacinto dejó los mandos de la mesa y se dirigió de mala gana hacia donde suponía que estaba el operario que hasta ahora les había atendido.

- Si al menos hubiera cervezas - dijo antes de salir por la puerta.

Sin duda, él se hubiera bebido una cerveza bien fría, pero decidió no pensar en vicios y concentrarse en su papel. Sentía calor debajo de la peluca, notaba como el sudor se escurría a través del cuero cabelludo. Terminó de ajustarse la nariz de goma y ensayó un tono de voz acorde a su personaje. Fernando hacía estiramientos sobre el escenario. Al rato llegó Jacinto con su característico ceño fruncido. Nada más verle supieron que algo iba mal.

- ¿Qué pasa, Jacin? – se apresuró a preguntar Fernando.
- Me han dicho que la actuación no es hasta las tres de la tarde – contestó Jacinto consternado.
- ¿Quién te ha dicho eso? – preguntó él.
- No sé…, un tipo con pinta de ejecutivo. Por lo visto cambiaron la hora, aunque dice que nos avisaron por teléfono.
- A mí no me ha avisado nadie – dijo Fernando.
- A mí tampoco – añadió él.
- Y a mí menos – sentenció Jacinto. – Ahora viene el tipo y nos lo explica.

Permanecieron en silencio digiriendo la mala sangre. Al poco llegó el ejecutivo. Era bajito, quizás por eso caminaba casi de puntillas y con el cuello muy estirado. En seguida le cayó mal y pensó que le gustaría darle un puñetazo y borrarle la cara de autosuficiencia.

- Hola, estáis muy graciosos, de verdad… - dijo el ejecutivo mirándoles de arriba abajo.

Luego se dirigió a Fernando y le estrechó la mano.

- Me llamo Luís Bono. Soy el gerente de todo esto – añadió señalando los alrededores.

Cuando terminó extendió la mano hacia él, pero éste, en vez de estrecharla, le preguntó directamente el porqué del cambio de horario.

- Verán, pensamos que era más conveniente esperar a que los niños terminasen de comer. Además, así sus padres podrán disfrutar de lo que queda de la comida sin tener que preocuparse.
- Me parece muy bien, pero ¿por qué nadie nos aviso? – dijo él con un tono de voz que sonaba un poco nasal, ya que llevaba puesta la nariz roja.
- Claro que se les avisó, al menos es lo que yo tengo entendido.
- Le puedo asegurar que nadie se ha dignado a hacerlo – respondió él, quitándose la nariz, porque le pareció ridículo estar discutiendo con el gerente de esa guisa.
- Es verdad, a nosotros nadie nos ha avisado – dijo Fernando.
- Pues siento la falta de comunicación. Pero…

Siguieron discutiendo. Al final el gerente sentenció que la función se hacía a las tres o no se hacía, y no les quedó otro remedio que ceder. El gerente, victorioso, salió del patio más estirado aun que cuando entró. Estaba claro que no necesitaba de una buena estatura para salirse con la suya. Él estaba tan furioso que le hubiera gustado renunciar a su parte y abandonar aquella apestosa fábrica, pero sabía que los otros necesitaban el dinero del caché para sacar adelante a sus familias. Él era soltero y podía permitirse cierto orgullo, aun así cedió por sus compañeros. Volvió a ponerse la nariz de payaso e hizo una mueca exagerada tratando de mostrar su enfado.

- ¿Qué vamos a hacer hasta las tres? Quedan más de dos horas y media – dijo Jacinto consultando su reloj.
- Supongo que esperar – dijo Fernando protegiéndose los ojos del sol con la mano a modo de visera.
- Ni de coña. Me muero de sed. Yo me voy a buscar unas cervezas. – afirmó Jacinto, sacando las llaves de la furgoneta.

Jacinto se dirigió a la puerta de salida.

- Tráete unos bocatas – le dijo Fernando.
- Vale.

A Fernando y a él no les quedó más remedio que aguardar dentro del patio. Eso o se desmaquillaban y se quitaban sus disfraces para vestirse de calle. Ninguno de los dos tenía el ánimo para ello, preferían esperar. Fernando fue a sentarse en una esquina del escenario, él lo hizo en una de las sillas de madera de la cuarta fila. El sol pegaba de lleno. Aguardaron en silencio soportando el calor con dejadez. Reflexionó sobre su carrera de actor, si es que a lo suyo se le podía llamar carrera. Las cosas no marchaban bien, saltaba a la vista. Recordó que él se hizo actor por todo ese cuento de la fama y el dinero, por el glamour y las bellas mujeres, pero nunca consiguió nada de lo mencionado, además, dudaba que lo consiguiese alguna vez. El sol le estaba matando y el cansancio y la falta de sueño empezaban a hacer mella en él. Hizo mención de encenderse un cigarro, pero hacía tanto calor que desistió. Le picaba la cara, quiso quitarse el sudor de la frente pero no lo hizo para no estropear el maquillaje. De pronto se sintió muy cansado y los ojos empezaron a cerrársele. Necesitaba una buena raya de speed para volver a ponerse a tono.

- Voy al servicio a echar una meada – dijo poniéndose en pie y estirando los músculos de la espalda.

Fernando asintió con la cabeza sin decir palabra. Entró en la lonja y caminó en dirección a los vestuarios. El cambio de temperatura le resultó agradable. Se detuvo delante de una de las máquinas, la observó detenidamente tratando de averiguar su utilidad. Nada, él no estaba echo para manejar maquinas. La instalación de cualquier electrodoméstico siempre le resultó un dilema, como para saber para qué servia aquel gran armatoste. Siguió caminando hacia los vestuarios. Entró. Los tubos fluorescentes parpadearon levemente cuando él atravesó los vestuarios. De su pantalón de calle cogió la cartera y entró en la zona de los servicios. Sobre uno de los lavabos fue dejando la papelina, la tarjeta de crédito y un billete enrollado. Vertió un poco de speed sobre el cuero de la cartera y lo fue cortando y aplastando con ayuda de la tarjeta. Finalmente alineó el polvo en una fina raya. Con el billete enroscado se dispuso a esnifar, pero no pudo porque había olvidado que llevaba puesta la nariz de payaso. Se contempló en el espejo. El sudor había corrido su maquillaje dándole un aspecto de lo más macabro. Parecía una especie de Joker siniestro con los ojos inyectados en sangre. Cualquier niño que lo viese de esa guisa se echaría a llorar, y eso es, a todas luces, lo contrario que quiere un payaso. Se quitó la nariz, también el sombrero y la peluca. Realmente tenía un aspecto lamentable y su rostro, enmarcado en aquel revenido espejo, no hacía más que resaltar lo cutre de la situación.

- ¿Dónde está el glamour en todo esto? - pensó.

Allí no había glamour, eso lo tenía claro. Lo único que había allí era fracaso y desesperación. La cara amarga de la vida. Esnifó la droga. Estaba tan agotado que apenas sintió los efectos vigorizantes del speed. Abrió el grifo y se lavó la cara. De todas formas iba a tener que maquillarse de nuevo. Y esta vez lo haría pintándose una cara triste.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

EL ABORTO

Eran las nueve de la mañana cuando Julia llamó al timbre. Pepe estaba acostado y que le despertasen a esas horas no le gustaba nada. Enfurecido, se levantó de la cama. Su cabreo se incrementó al abrir la puerta. Hacía un par de semanas que había cortado con ella y no comprendía qué hacía ahora en el umbral de su puerta. La miró con desdén y sin dirigirle la palabra, regresó a la cama. Julia cerró la puerta y le siguió hasta el dormitorio. Cuando entró, él yacía de espaldas en la cama. Julia extendió el brazo y le ofreció un sobre abierto con un simple y entrecortado: “Toma”. Pepe se volvió hacia ella y cogió el sobre con enfado. Extrajo aquel folio escrito a maquina y lo leyó. No entendía muy bien el contenido de aquel escrito. Julia le aclaró que era un test de embarazo y recalcó que además era positivo. Jamás en su vida se había sentido tan confundido como entonces. Nunca antes había sufrido un despertar tan amargo y desconcertante. Miró directamente a los ojos de Julia buscando la clave, la pista que revelase la pesada broma. Al contrario, ella sólo le devolvió miedo y confusión. Aquello era suficiente, no necesitaba más pruebas.

- ¿Qué vamos hacer? - preguntó Pepe.
- Abortar. – respondió Julia.
- ¿Un aborto?... Me parece bien y seguramente sea lo más sensato. – añadió Pepe ligeramente aliviado.

Luego hubo un silencio muy largo. Tan denso, que se hacía difícil respirar…

Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio
Silencio

…Pepe no pudo aguantar la presión y decidió acabar con aquel mutismo sepulcral, pero las palabras se negaban a salir de su boca.

SILENCIO…

Al final fue ella la que habló:

- Ya he hablado con una clínica de Madrid y me han dado cita para mañana, a las diez de la mañana. ¿Me acompañas?
- Sí, claro… Entonces, habrá que mirar los horarios de trenes o autobuses.
- Nos lleva una amiga en su coche, si no te importa.
- No, todo lo contrario. Odio viajar en tren o autobús, prefiero coche mil veces…

Una pregunta le golpeó y sin pensar, la dejó caer.

- ¿Y sabes ya cuánto nos va a costar…? – “…la broma”, estuvo a punto de añadir.
- Aún no… pero lo pagaremos a medias.
- Me parece justo. – asintió Pepe.

Silencio… Los dos intentaron no cruzar miradas.

…SILENCIO…

- ¿Hablamos esta tarde y quedamos para mañana? – preguntó Julia acosada por el denso silencio.
- Vale. Te paso a buscar a eso de las seis.
- ¿Me das un beso de despedida?

Pepe se inclinó para besarla en la mejilla pero ella puso la boca. Él se apartó y finalmente se hicieron un lío. Los dos se rieron sin ganas, sintiéndose avergonzados como dos torpes adolescentes. Julia se fue y Pepe intentó dormir un poco más, pero le fue imposible.
SILENCIO.

martes, 1 de septiembre de 2009

NUEVOS PLAGIOS

Nuevo(s) plagio(s)
Un nuevo caso de plagio sacude la blogosfera. Lo he leído en el blog de Batania. Un tal Jorge Lemoine ha cogido cientos de poemas de otros poetas, incluso de poetas consagrados como Machado y Claudio Rodríguez, y los ha colgado en un foro de Internet como si fuesen suyos.Lejos de hacer escarnio de este señor, lo que los bloggers queremos es simple y llana justicia. Que no quede impune nadie que se dedique a robar textos. Aquí dejo el enlace a la entrada que ha publicado Batania y todo mi ánimo para los afectados.
Publicado por Javier Belinchón

MÁS PLAGIO

Plagio en cadena
A veces leo a Luis Oroz, silenciosamente, entro, leo y sin decir nada me voy, igual que leo a Neorrabioso, creador de Batania. Hoy me he llevado una gran sorpresa, por el cariz del plagio que denuncian, es tan enorme, tal el número de autores plagiados,: Luis Oroz, Billy Macgregor, Claudio Rodríguez, Antonio Machado..., una larga lista, a los que Jorge Lemoine ha copiado sin ningún escrúpulo.La Voz, nuestra Voz, me refiero a Lena Yau... seguro que podrá hacer algo.Os dejo los enlaces donde podréis leerlo al completo y solidarizaros si lo creéis conveniente:NeorrabiosoPoesía del instinto, Luis Oroz
Publicado por alfaro

NUEVO PLAGIO EN LA RED

JORGE LEMOINE ha plagiado a treinta y dos compañeros
.Nuevo plagio, esta vez en cadena. Luis Oroz, una de las treinta y dos víctimas, lo denuncia en su bitácora (ver AQUÍ), mientras que Jorge Lemoine y Bosshardt, el denunciado, no sólo no lo niega, sino que amenaza (ver AQUÍ) con aumentar el número y la frecuencia de los plagios. Copio la entrada que ha publicado Oroz:
Cuidado! Lo más probable es que hayas sido plagiado por este ser sin escrúpulos, Jorge Lemoine se vanagloria de haber publicado un centenar de libros, ahora se ha descubierto que toda esa poesía era de otros autores, entre los que se encuentran el mismísimo Antonio Machado, o Claudio Rodríguez.Debemos hacer fuerza para que sean retirados de la red esos "Libros"Todo se descubrió en este enlace (ver AQUÍ), donde Lemoine tenía publicados infinidad de poemas actuales de diversos autores de foros virtuales.En el posteo "Poemas de Jorge Lemoine y Bosshardt" se encuentran poemas de infinidad de autores de la red, el tipo llega a cambiar el género cuando el poema en cuestión ha sido escrito por una mujer.En mi caso han sido plagiados más de treinta poemas.Como ejemplo diré que en mi poema "La tarde era pequeña" el tipejo cambia el verso La tarde era pequeña como un Oroz sin padre por La tarde era pequeña como un Gabriel sin padre.Absolutamente vergonzoso!Luis Oroz, con afecto, a todos los poetas de la red. .
.NOTA 1: También Bletisa habla de este asunto en su bitácora (ver AQUÍ) y añade nuevos detalles. Por otra parte, y a la espera de nuevos descubrimientos, la lista de los treinta y dos plagiados es la siguiente: Luis Oroz - Ramón Carballal - Dolors Alberola - Jacobo Fabiani - Vicente Martín - Jerónimo Muñoz - Ricardo Serna - J. J. M. Ferreiro - Tino Lobato - Juan José Alcolea - Marian Raméntol - Juanmi Jerónimo - Julio González - Alonso de Molina - Morgana de Palacios - Sara Castelar - Antonio Justel - Benjamín León - Rafael Calle - Ana Garrido - Bárbara Pujazón - Carmen Iglesia - Antolín Amador - Pablo Cabrel - Carlos Guerrero - Billy MacGregor - Ernesto Pérez - Mario Martínez- Julián Borau - Ramón Carballal - Pedro Arguedas - Viviana Massares.

NOTA 2: Bletisa (que trabaja con enfermos mentales y sabe de lo que habla) dice en los comentarios a esta entrada que no se trata de un plagiador con mala fe sino de un enfermo.
Publicado por Batania (neorrabioso)

ADIOS A CRUCE DE CAMINOS

Esta es la portada del Número 5 de nuestro fanzine. Las circunstancias hacen que este número vea la luz únicamente a través del blog (no habrá edición impresa esta vez), y que sea el último Cruce de caminos que se publique. Por las propias características de este tipo de publicación sabíamos desde el primer momento que la supervivencia en el tiempo sería algo muy difícil. Y, sin embargo, quizá por haber sobrepasado esa barrera psicológica del primer número, que ha dejado en el camino a tantas otras publicaciones surgidas seguro con la misma ilusión al menos que esta, habíamos llegado a creer que podría durar indefinidamente. La realidad, no obstante, acude presta a poner las cosas en su sitio y hacer que la continuidad de este proyecto sea inviable. Lo sentimos, de corazón.No queremos dejar pasar la ocasión de agradecer una vez más a todos aquellos que habéis colaborado con nuestro fanzine y habéis hecho posible estos seis números. No nos olvidamos tampoco de aquellos que, habiendo enviado sus textos y/o imágenes no han podido llegar a verlos publicados, así como a todas aquellas personas que, de una u otra manera, nos han dado su apoyo y han contribuido a dar a conocer el fanzine. Sin todos vosotros nada de lo realizado hasta ahora hubiera sido posible. Pero como no nos gustan los sentimentalismos, os invitamos a todos quedaros con lo hecho, y no lo que ha quedado sin hacer. Esperamos que hayáis podido disfrutar de ello tanto como nosotros haciéndolo.Nuestro último número, correspondiente al mes de septiembre, cuenta con las colaboraciones de Javier García, David Refoyo, Arturo Accio, Carlos Gutiérrez Horno, Antonio Ferreira, Alfredo González, Roberto Arévalo Márquez, Ana Patricia Moya, Xurde Portilla, Daniel Romero y Marcos González; y lo podréis encontrar, así como los números anteriores, en este blog, que permanecerá abierto, aunque ya sin actualizaciones, para permitir el acceso a lo publicado durante este tiempo.La vida está llena de cruces de caminos y estamos seguros de que, tarde o temprano, acabaremos encontrándonos de nuevo.Un abrazo muy fuerte a todos y hasta siempre.
Javier García y Daniel Romero
Extraído de Cruce de caminos.