sábado, 28 de febrero de 2015

ESTE CUENTO SE HA ACABADO (Poesía reunida 2014 - 1977) LUIS MIGUEL RABANAL


(mon amour firestone)

Lo mejorcito de la autopista
es viajar contigo, claro,
y después los parkings no vigilados
donde poder acariciarte más a gusto.
Es este nuestro trato: tú conduces
y yo toco tus rodillas metálicas,
humildemente tuyo. En ocasiones
tus nervios no me permiten jugar
como quisiera y me llamas suicida,
pero son las menos.
Mejor que todo eso es volver
a nuestra casa, y ducharnos, y contar
los accidentes que tuvimos con fortuna,
y engrasar nuestra complejísima
ortopedia.




De O podríamos amarnos sin que nadie se entere (1988-1989) 

martes, 17 de febrero de 2015

VUELA

Afuera empieza a amanecer. Veo pasar a los primeros transeúntes. Gente que se dirige a sus respectivos trabajos. Personas normales que llevan un horario normal y hacen cosas normales. Ahí van, estresados desde el mismo instante que han puesto los pies en el suelo. Y es que, aquí, en el norte, las cosas van más deprisa. Supongo que nos movemos más rápido para sacudirnos el frío de encima. Me enciendo un cigarro y echo el humo contra el cristal de la ventana. Pretendo difuminar la imagen que recibo de la calle, filtrarla en volutas grises para que parezca menos real. A estas horas tan tempranas la realidad nunca ha sido de mi agrado.
El tubo fluorescente de la cocina falla y no termina de encenderse. Parpadea y crea un efecto estroboscópico que me pone de los nervios. Me subo en una silla y toqueteo el cebador hasta que consigo que la luz permanezca estática. Solucionado el problema me queda la duda de para qué he venido a la cocina. No lo recuerdo, así que regreso al salón. A pesar de llevar toda la noche en vela, aún no tengo sueño. Decido hacer un último intento. Me siento frente al ordenador y apoyo los dedos sobre el teclado. Si al menos pudiera escribir unas pocas líneas. Con eso me conformaría. Acabo el cigarro que estoy fumando y me enciendo otro. Al cabo de unos minutos la pantalla sigue en blanco. Me rindo.
Ha empezado a llover. Veo los goterones precipitarse contra los cristales de la ventana. Es reconfortante estar acostado en la cama, bien calentito y sentirse libre de los envites climáticos. Pongo la radio y apuro el dial en busca de un programa que sea de mi gusto. Pero a estas horas los locutores están bastante alterados y la música que pinchan es demasiado movida. Prefiero el repiqueteo de la lluvia y el murmullo del tráfico. Poco a poco, voy entrando en un apacible duermevela. Justo cuando estoy a punto de quedarme dormido, una frase se cuela en mi cabeza. Es de las buenas. Serviría perfectamente para el principio de un relato. Debería apuntarla antes de que se me olvide. Encima de la mesilla tengo un bolígrafo y la libreta de notas. Las gafas las he olvidado junto al ordenador. De mala gana me incorporo y salgo de la cama. Con el albornoz puesto retorno al salón. Cuando el programa de inicio termina su ciclo, abro un archivo de texto y anoto la frase en él. Una vez escrita compruebo que no es tan buena como pensaba. La borro. Dudo entre seguir aquí o volver a la cama. Tengo frío, así que opto por lo segundo. Antes, me paro a leer, por enésima vez, el mensaje que ella me dejó en el Smartphone ayer. Viene a decir que lo nuestro está terminado y me pide que la deje volar. Tengo su foto a la vista encima de una de las estanterías. La cojo y la saco del marco. Por un momento me quedo observando su cara. Luego rompo el retrato y arrojo los pedazos por la ventana.
-        Vuela alto.
Me duele la cabeza y siento una especie de vacío en el estómago que no es hambre, es otra cosa.
De vuelta en la cama. Hasta aquí llegan los ruidos propios del edificio. El ascensor subiendo y bajando, puertas que se abren y se cierran, voces, pasos… Oigo cómo el motor del mundo se pone en funcionamiento, crujiendo, rechinando… Mientras que yo, poco a poco, voy quedándome dormido.

pepe pereza

lunes, 16 de febrero de 2015

REGRESIONES - VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ - PRÓLOGO


Los lectores de Vicente Muñoz Álvarez estamos de enhorabuena. Especialmente porque Regresiones puede que sea una de las obras definitivas de su autor. A la altura de su introspección más profunda, El merodeador (Baile del sol, 2007) o de su poemario más imperecedero, Animales perdidos (Baile del sol, 2013). Un punto y aparte en una forma única de entender la creación literaria en nuestro país. Sin concesiones y estridencias, plagado de coherencia e intensidad, y por supuesto unido a una pasión y a una eficaz inercia muscular del que asume que la literatura no soluciona nada, pero lo cambia todo. Sumado a su ya consabida y siempre rebelde “apuesta suicida por la literatura” y la vida, entremezcladas en un permanente autobiografismo que persigue cambiar las reglas del juego y nuestra forma de mirar y mirarnos. Un desafío, literario y personal.

Regresiones se convierte pues en una especie de memorias precoces de un tiempo casi mágico. De su infancia en un León gris hecho color gracias a los cómics, las viejas arquitecturas (su relación con Casa Botines nos recuerda que la realidad puede ser mejor que cualquier ficción), los cromos y las teleseries, a una adolescencia y primera toma de contacto con la música popular (de ese “todo empezó con los Cardiacos” a formar parte de Veredicto Final), el cine (un recorrido por las películas eróticas y el terror), el sexo (Dedo es deslumbrante por su sencilla efectividad), la amistad (por estas páginas deambula prácticamente cualquiera que llegara a hacer algo creativo en el León de los 80), el alcohol y la noche, o la propia intuición de la muerte (“he estado a punto de morir luego otras veces, supongo que algunas sin saberlo”). En un continuo despojarse de elementos innecesarios, tan sólo emociones sin coartada, entre la narrativa sobria y el lirismo directo, con el pasado como patio de recreo en el que zambullirse y hallar las respuestas a un presente que confunde o genera desgaste, y en el que autoafirmarse es casi un acto de supervivencia (“ahora disfruto del estigma y la lacra, me singulariza entre el rebaño y me hace plenamente consciente de mi condición”).

Mirar atrás y recrearse en los detalles. Con una mirada lúcida y tierna, donde no hay que demostrar absolutamente nada a nadie. “Vive tu memoria y asómbrate”, afirmación rotunda de Jack Kerouac que Vicente Muñoz Álvarez hace suya aquí como dogma de fe, empeñado, ya desde sus primeras obras, en desenredar la propia vida como un gran maraña de lana, dejándonos presenciar la faena con curiosidad voyeur. Un atractivo tira y afloja con la memoria selectiva, los afectos personales y las distintas instantáneas de una vida que, aunque lejos, parece la de cualquiera de nosotros.

Y por supuesto, Regresiones es un positivo ajuste de cuentas con los héroes y mitos personales de su autor. Una larga lista que recorre con naturalidad lo popular y la alta cultura. Todo un particular muestrario, una guía esencial de esas influencias y pasiones más desatadas. Donde Hulk convive con Malcolm Lowry en igualdad de condiciones, lo que habla a las claras de la apertura mental de una obra y un autor que no cree en los encasillamientos o los lugares comunes. Quizá tan sólo disfrutar del recuerdo, paraíso perdido que resulta fascinante desde un presente fabricado de crisis económica y desencanto. Leit motiv último de este viejo refugio atómico desde el que observar el brillo de la bomba. Y al que ha invitado a unos cuantos, convirtiendo el cierre, un epílogo colectivo, en el sincero hermanamiento de una generación que mira lejos. 

Un canto a un tiempo que ya no volverá. De ahí su increíble magnetismo, su magia.


Julio César Álvarez, de Regresiones (Ediciones Lupercalia, 2015).



martes, 10 de febrero de 2015

LOS PATOS

LOS PATOS
El coche de policía avanzaba a toda velocidad por las calles de la ciudad. Los otros vehículos alertados por las sirenas se apartaban cediéndole el paso. Yo iba prisionero en los asientos traseros. Separado de la pareja de policías, que iban en la parte delantera, por una resistente mampara de metacrilato reforzado. La sangre de mis manos empezaba a secarse y las sentía pegajosas. Las tenía esposadas a la espalda. Noté las muñecas doloridas por la presión del metal y deseé que llegásemos cuanto antes a la comisaría para que me quitasen las esposas.
Nada más llegar, me llevaron a la sala de interrogatorios y me dejaron allí. Al rato, entró un hombre de mediana edad vestido de paisano. Me recordó a un profesor de matemáticas que tuve en octavo de EGB, un tipo entrañable del que guardaba un buen recuerdo. El policía se sentó frente a mí y dejó sobre la mesa un paquete de tabaco rubio y un mechero.
-        Sírvete, si quieres.
-        Tengo las manos manchadas.
El policía cogió un pitillo y me lo puso en la boca. Luego me dio fuego con el mechero.
-        Te has metido en un buen lío, ¿lo sabes, no?
-        Sí señor. 
-        Has herido gravemente a un adolescente…
-        Ha sido un accidente.
El policía se encendió su cigarrillo.
-        Explícate.
Guardé silencio, no me atreví a confesarle que todo lo sucedido había sido por culpa de una pareja de patos…
Todo empezó el verano pasado. Dos meses antes mi compañera había fallecido en un accidente de tráfico y las vacaciones estivales me estaban resultando una tortura. No tenía el cuerpo para viajes así que me quedé en casa. Sentía tanto dolor por la pérdida de mi amante que era incapaz de ver una salida. Incluso llegué a sopesar muy seriamente la idea del suicidio. Lo que fuera con tal de acabar con el dolor. Al fresco de la noche todo era más llevadero, por eso adquirí la costumbre de esperar la llegada del nuevo día asomado al balcón. Dicho balcón daba a un parque y las vistas eran buenas. Ya que me era imposible dormir prefería quedarme allí observando cómo las luces de mis vecinos se iban apagando según pasaban las horas. Una de esas noches, a mediados de julio, llegó la pareja de patos. Uno era negro con manchas blancas, el otro gris. Aparecieron en el parque rebuscando con sus picos entre el césped. De inmediato decidí que el gris era la hembra y el de manchas el macho. No tenía ninguna base para tal afirmación, sin embargo, esa fue mi conclusión. Entré en la cocina, cogí un cuscurro de pan, lo humedecí en agua y se lo eché a los patos. Se lanzaron a por él y lo estuvieron picoteando hasta que no quedo ni una miga. De pronto, los aspersores del parque se pusieron en funcionamiento y espantaron a las aves. Levantaron el vuelo y se alejaron en dirección al río. Al quedarme solo noté de nuevo el dolor, el mismo que me venía corroyendo desde el día que ella murió. Me di cuenta de que durante los breves minutos que había compartido con los patos me había sentido libre de todo sufrimiento. Por primera vez el dolor me concedía una tregua.
Al igual que la noche anterior los patos llegaron a eso de la una de la madrugada. Me alegré de verlos. Esta vez, además de pan húmedo, les agasajé con unas cuantas hojas de lechuga y una manzana cortada en pequeños pedazos. Los patos se dieron un festín y para cuando los aspersores se pusieron en funcionamiento ya habían acabado con todo.
La noche siguiente acudieron directamente debajo de mi balcón. Les serví un surtido de frutas. Ellos me lo agradecieron dando buena cuenta del banquete. Me fijé en que el pato con manchas, es decir, el que yo había tomado por macho, le cedía los mejores bocados al pato gris. Pensé que era una galantería por su parte. Eso me hizo profundizar en la relación que mantenían las aves. Me los imaginé al acabar el verano volando hacia el sur, salvando juntos todas las dificultades y peligros del viaje, los vi en la sabana africana protegiéndose el uno al otro de los depredadores y me pareció admirable.
El dolor siempre desaparecía cuando acudían los patos. Durante esos quince o veinte minutos me veía libre de toda pesadumbre. Era un pacto entre mi corazón y yo, una pequeña pausa para recobrar fuerzas y poder sobrellevar el sufrimiento que me aguardaba en cuando las aves se iban.
Así fueron pasando los días hasta que las vacaciones terminaron y pude volver al trabajo. Para mí fue un alivio. Por lo menos estaba ocupado y el dolor era más llevadero. Por las noches esperaba a los patos para compartir con ellos unos momentos de paz. Acabado el verano empecé a sentirme mejor. Seguía echando de menos a mi compañera, pero estaba  aprendiendo a vivir sin ella. Eso hacía que todo fuera más fácil y menos doloroso. Cuando el buen tiempo dio paso al descenso de las temperaturas, los patos dejaron de acudir. Supuse que habían emigrado al sur huyendo del frío.
Pasó un año. De vez en cuando me acordaba de ellos. Me preguntaba si seguirían vivos y si volvería a verlos. Una noche, a principios de junio, volvieron a aparecer. Yo estaba viendo la televisión con las ventanas abiertas y de pronto los escuché en el parque. Cuando me asomé al balcón y los vi no pude dar crédito a mis ojos. Sin embargo, allí estaban. Me alegré muchísimo. Fue como reencontrarme con unos viejos amigos. Entré en la cocina y busqué algo bueno para darles de comer. Viéndolos pensé en lo maravilloso de permanecer juntos. El pato con manchas seguía cediéndole los mejores bocados al pato gris. La de cosas que habrían compartido esos patos. Había oído decir que se emparejaban de por vida. Me pareció maravilloso que fuera así.
Y llegó el fatídico día. Había salido bastante tarde del trabajo. Mientras me hacía la cena escuché en el parque las voces de un grupo de chavales que trataban de impresionar a unas chicas, pero no le di importancia. En vez de eso me concentré en darle la vuelta a la tortilla de patatas que estaba cocinando. Cené viendo la tele. En el canal Odisea emitían un documental sobre ataques de tiburones a bañistas. Un surfero narraba su encuentro con un tiburón toro y mostraba a la cámara las cicatrices que le habían quedado de la experiencia. De pronto, me llamó la atención algo que decía uno de los chavales que estaban en el parque:
-        Mirad, unos patos.
Inmediatamente me levanté del sofá y me asomé a la ventana. Efectivamente, los patos habían llegado. Los chavales señalaban su posición con el brazo estirado. Dos de ellos se pusieron de acuerdo para rodear a las aves. Desde la ventana vi claramente la estrategia de los jóvenes.
-        Dejadlos en paz –les grité.
Con mi prohibición había logrado el efecto contrario. Sin darme cuenta les había ofrecido una oportunidad de oro para que los jóvenes se envalentonasen delante de las chicas. Salí de la casa y bajé a la calle lo más rápido que pude. Rodeé el edificio y llegué corriendo al parque. Justo en ese momento, vi a uno de los chavales lanzando una patada traicionera al pato gris. El ave salió despedida por la fuerza del impacto y terminó estrellándose contra una pared. Corrí hacia el atacante. Al llegar a su lado le di un empujón para apartarlo de mi camino y poder llegar donde estaba el pato. El ave no se movía y permanecía en el suelo junto a la pared donde había impactado. Al cogerlo, su cuello se descolgó inerte y supe que estaba muerto. Busqué al pato con manchas. Lo vi junto a unos metros. Estaba atento a lo que sucedía. Tuve la seguridad de que entendía la gravedad, la tragedia. Me sentí culpable de lo ocurrido. De no haberles acostumbrado a una comida fácil nada de eso hubiera ocurrido. Seguí observando al pato con manchas, haciéndome cargo del dolor que sentía. Si se emparejaban de por vida debía estar abatido por la repentina muerte de su compañera. Me sentí identificado con el ave. Yo también había perdido a mi amante y sabía lo que era pasar por ese trance. En ese momento, una de las chicas del grupo arremetió contra mí y comenzó a golpearme en el pecho.
-        Lo has matado, cabrón. Lo has matado.
Creí que se refería al pato y no logré entender su comportamiento. Menos aún, que me acusase de un acto que era evidente que no había cometido.
-        ¿Qué estás diciendo?
Señaló al grupo de jóvenes que la acompañaban. De primeras, no supe lo que pasaba, tan sólo vi a unos cuantos muchachos alborotados. Cuando miré más atentamente, me di cuenta de que uno de ellos yacía inmóvil en el césped. Le pasé el cadáver del pato a la chica y avancé hasta el grupo. La chica al notar el ave en sus manos lo dejó caer con un gesto de repugnancia. Me abrí hueco entre el mocerío y me arrodillé junto al chico que yacía inmóvil. Era el mismo que había pateado al pato, el mismo que yo había empujado. Por lo visto, con el envite había perdido el equilibrio y había caído de espaldas golpeándose la nuca con el bordillo de la acera. El muchacho realmente parecía muerto. Vi que debajo de su cabeza se había formado un charco de sangre. Metí la mano entre el cuero cabelludo para comprobar si la herida era profunda. Lo era. Le cogí la muñeca. Afortunadamente tenía pulso.
-        Que alguien llame a una ambulancia.
Con la ambulancia también llegó la policía.
Antes de que me metiesen en el coche policial, vi al pato con manchas junto al cuerpo inerte de su compañera. Parecía que quisiera reanimarlo a base de pequeños toques que le daba con el pico. Sentí pena por él.

En la sala de interrogatorios el policía seguía esperando una respuesta. Pero yo me limité a bajar la mirada y a guardar silencio. Pensé en el pato con manchas y me pregunté qué estaría haciendo en esos momentos.

domingo, 1 de febrero de 2015

LAS PRUEBAS (Relato inédito)

Muerte. Es el primer pensamiento que tengo al despertarme. Últimamente pienso mucho en ella. Hace frío. Muchísimo frío. Es lo que tienen los inviernos del norte. Salir de la cama es un acto de valentía suprema. Abandonar entre las mantas todo el calor acumulado durante las horas de sueño es un desperdicio, es más, me atrevería a decir que es un pecado. Desde la ventana contemplo la escarcha sobre el césped. Una mortaja gélida y mortal que vuelve a recordarme lo efímero de la vida.
Al entrar en la cocina me recibe un fregadero lleno de platos sucios. Es una imagen triste y deprimente. Para colmo, no quedan tazas limpias donde servirme un café. Me veo obligado a meter las manos en agua helada para fregar una.
Solo después de un café bien cargado tengo arrestos para entrar en el cuarto de baño y desnudarme. Hace tanto frío que el calefactor no da abasto para templar la habitación. Observo mi imagen tiritando en el espejo. A pesar de mis cincuenta años sigo estando fibroso y delgado. Es en mi cara donde se aprecia el paso del tiempo. Qué más da. Todo esto, algún día, será comida para gusanos. Ese es el único y verdadero futuro que nos espera: una horda de gusanos hambrientos abriéndose paso a través de la carne putrefacta de nuestros cuerpos. Le doy al grifo del agua caliente y espero a que el chorro se caldee para ponerme debajo.
En la calle aún no ha amanecido. Las farolas siguen encendidas, al igual que los faros de los coches. Sopla un viento proveniente de los Pirineos. Su azote traspasa la ropa de abrigo y llega hasta los huesos. Acelero el paso, más que nada, para procurar entrar en calor. No obstante, la temperatura es tan baja que los músculos de mis piernas siguen ateridos. A las nueve tengo cita con el especialista. Dispongo de cuarenta y cinco minutos para llegar al hospital. Tiempo de sobra, incluso para tomarme otro café.
En la cafetería del hospital hay bastante trasiego de gente. Lo bueno es que la calefacción está a tope. Mientras espero a que uno de los camareros me atienda toqueteo el bote con la muestra de heces que llevo en el bolsillo del abrigo. Por fin, me sirven el café que he pedido. Al fondo ha quedado una mesa libre. Me apresuro a ocuparla.
Según los papeles tengo que subir al cuarto piso y aguardar en la sala 7 C a que me llamen. Aún siendo tan temprano, en la sala hay una docena de personas esperando a ser atendidas. Tomo asiento junto a una señora excesivamente perfumada. Todos los presentes guardan silencio y se puede apreciar en sus semblantes que están pendientes de sus propias preocupaciones. Me pregunto si ellos también estarán pensando en la muerte. Desde el mismo momento que he pisado este recinto me he sentido incómodo. Sé que nadie se encuentra a gusto en la sala de espera de un hospital, sin embargo mi malestar va más allá de esa sensación general de hastío. Lo mío es una especie de desasosiego, como si mi futuro dependiese de una moneda que alguien ha lanzado al aíre y yo estuviese esperando a que cayese al suelo para ver cuál de sus caras deja al descubierto. El perfume de la señora no me deja respirar. Me ahogo y, en todo momento, tengo la urgencia de largarme de aquí. No obstante, sigo pegado al asiento. Un hombre mira su reloj. Hago lo propio con el mío. Faltan dos minutos para que den las nueve. Me imagino que seré de los primeros que llamen, ya que en el papel que me dieron pone que mi cita es justamente ahora. La señora del perfume también quiere saber qué hora es. Se la digo. Suspira resignada y me confiesa que hace más cuarenta y cinco minutos que deberían haberla llamado. Todas mis esperanzas de que me atiendan enseguida se desvanecen al instante. Sabiendo que la cosa va con retraso me planteo bajar a la calle a fumar un cigarro. De pronto, me doy cuenta de que he sacado el bote con las muestras de heces y estoy jugueteando con él a la vista de todo el mundo. Lo guardo de inmediato. Afortunadamente, parece que nadie se ha enterado de mi descuido, ni siquiera la mujer del perfume. De por sí, ya es bastante embarazoso tener que llevar con tu propia mierda en el bolsillo, para que encima te vean enredando con ella. Me pongo en pie con la intención de bajar a la calle. Justo en ese momento se abre la puerta de la consulta y sale una enfermera.
-        Que pase Guadalupe Soriano.
La mencionada se levanta y entra en la consulta.
-        Los que no hayan entregado sus papeles, que me los den a mí.
Un pequeño grupo nos apiñamos alrededor de la sanitaria y le vamos entregando dichos papeles. Una vez que ha recogido toda la documentación entra y cierra la puerta. El personal vuelve a ocupar sus asientos. En vez de eso, yo me dirijo a los ascensores.
En la calle, la lluvia cae en diagonal, debido a que es arrastrada por un fuerte y racheado viento. Por culpa del frío no consigo disfrutar del cigarro. Apuro unas cuantas caladas y regreso al vestíbulo del hospital. Han bastado un par de minutos al raso para quedarme congelado. Me acerco a uno de los radiadores que hay junto a la pared y espero a que el cuerpo recupere la temperatura. Me fijo en una pareja de jóvenes que pasa por delante. Ella llora, él trata de consolarla. Capto una frase al vuelo:
-        Con todo lo que estaba sufriendo, lo mejor es que se haya muerto.
Las palabras del joven no aplacan los llantos de la chica. Ambos continúan avanzando hasta la puerta principal y salen a la calle. Siento un escalofrío trepando por la espalda. El calor del radiador no es suficiente. Necesito algo que me caliente por dentro.
En la cafetería la cosa está más calmada que a primera hora. No hay tanta gente y sobran mesas libres. Pido un cortado y me acomodo junto al ventanal. Alguien ha dejado un periódico abierto por las páginas de las esquelas. Otra vez ella, la muerte. Está en todas partes: en la paloma aplastada en el asfalto, en el aviso de defunción que hay en el escaparate de la peluquería, en la palmera seca de la rotonda… Aparto el periódico a un lado y me centro en el café. La lluvia golpea con fuerza contra el cristal a pocos centímetros de mi cara. Me gusta el repiqueteo que provoca.

La sala de espera sigue repleta de pacientes. De hecho, no quedan asientos libres y tengo que esperar de pie. No hay ni rastro de la señora del perfume. Me imagino que estará dentro de la consulta o, lo que es mejor, camino de su casa. Ahí es donde quisiera estar yo: en casa, metido en la cama, bien calentito. De pronto, la imagen de mi cama queda demasiado lejana, como si estuviera en otra ciudad o en un país remoto. Quiero irme del hospital. Lo noto en cada partícula de mi cuerpo. Este sitio me repele y me produce desazón. Entonces, me doy cuenta de que lo único que me retiene aquí soy yo mismo. Sin una orden concreta mis pies me sacan de la sala y me llevan directamente a los ascensores. Ya no me importan ni las pruebas ni los análisis, lo que quiero es llegar a casa y meterme en la cama.

pepe pereza