Amor líquido en
carpetas amarillas
Se trata solamente de crear otra voz:
la voz ausente dentro de las cosas.
ROBERTO
JUARROZ
El coño de la Bernarda se erizaba
los lunes al atardecer con una grandeza digna de admiración, o eso decía el subteniente
retirado Urdiales cuando acertaba a enlazar algunas palabras después de
aquellos bebedizos de las once y treinta y dos. Ahora bien, lo que no acababan
de comprender medianamente los recomponedores de huesos de la zona oeste de la
villa de Séliva era que el verdadero coño de la Bernarda gozaba de vida propia,
se derretía como cualquier coño de la sin par y gloriosa plazuela de San Ginés
pero giraba sobre sí mismo y daba gusto oírle gruñir: ya vale, ya vale, ya
vale, que ya vale. Corrían rumores, sin embargo, de que no quedaría mucho
tiempo para continuar con semejante paparrucha, tres semanas más a lo sumo y el
coño de la Bernarda sería enclaustrado para siempre en un séptimo piso sin
ascensor, y sin provecho.
El chico de los recados
jactanciosos jamás regresó a la trastienda de su primera vez, no por falta de
ganas o de tiempo sino porque Chu F., el sastre del emporio del quinto derecha
no le habría dejado pasar más de lo justo, muéstrame antes esas manos sucias,
perillán. Nunca fue fácil ni cómodo trabajar con tantas peleas a escondidas del
público tasador de telas estampadas porque entre otras razones a considerar sus
trifulcas no eran a escondidas y las señoras de R. y Olivares, ambas
prepotentes, estúpidas y flojas, se pavoneaban entre risas y bostezos en la
calle de atrás de estos asuntos nimios de las sedas rebajadas de Shanghai.
Alguien quiso verse morir desterrando de sus ojos la serenidad y el mal aliento
pero se quedó sin ganas, atragantado de uvas secas. Alguien como él quiso morirse
de otros males medianamente pasajeros y se abrazó a su sombra, como perro
guardián bajo el agua helada de la lluvia. El chico de los recados jactanciosos
jamás regresó a la trastienda de su primera vez, ay.
La muchacha del segundo, Martita,
le preguntó a Montoto, el amigo de los gatos, si no vio algo anormal en la
escalera del octavo, la del hombre misterioso del termo, los días en que a ella
le había sido imposible personarse ante la presidenta de la comunidad de propietarios
San José con las carpetas usurpadas. De todos era sabida la historia
escandalosa de corpulencia y desdén de Gerard y de Conrado, pero la de aquel
hombre rozaba el murmullo, aunque no el murmullo acostumbrado, se sobreentiende,
sino que la depravación y el sinsentido atrás no se quedaban. Una tarde, la
tarde más tórrida de aquel mes de julio, se le creyó culpable de pronunciar las
palabras precisas, las que no quieren herir, las que quieren herir, las que
hieren al cerrarse las puertas con rayitas del cocotero en el cristal nevado.
Te odio, Genoveva. Y se sucedieron desgracias como rostros que arden después
del amor, y hubo lágrimas azules como goterones de semen depositados
cuidadosamente sobre las faldas de la mesa camilla del recibidor de la portería
de Alberta, la asustada. Por lo demás, pobrecito el Larkin.
La polla de Serafín no era
notable, era muy notable, y eso que el pesar se viste de dama desolada y el
amor, en tales casos, se esfuma de repente cuando menos lo esperan los
operarios soldadores del turno de las seis, porque no olvidemos que el sopor de
las damas es un tórrido cuartel para los abrazos menos necesarios: si tú me
das, yo te entrego la decencia y, si me apuras, el enigma. Haría falta contar
por los dedos las sensaciones, las conocidas y las menos conocidas, para un
desarrollo exacto de cuanto sucedió en el colorista rellano de Heriberto
minutos antes de toparse Ariadna con el dueño de la polla. El hilo musical
atronaba como de costumbre y en el sofá de cuadros se sucedieron estampas
costumbristas del tipo buenos días nos dé Dios. Seguramente que afuera, en la
calle oscura, la gente argüía razonamientos bajo la sospecha del temor, y no
importaba. Los dos, sumisos hasta el letargo y el ahogo, se cogían de los
pelos, se anudaron los brazos y las pelvis en cabriolas contundentes hasta que
la morriña les exigió firmeza y les obsequió con dos chupitos de negrura.
Se trataba de cubrir en el
mínimo tiempo posible una distancia no menor de mil pasos para caer rendidas en
los brazos del sátrapa Lorenzo, el que mejor pensaba en voz alta de Logroño, así
como el que mejor besaba sin lengua, no lo vayan a echar en vaso roto ustedes. Dispuestas
estábamos las cinco a ser vilmente seducidas por cualquiera que pasase a
nuestro lado y pasó él y se nos desgarraron las carnes blandas como si un
motorista rubio, ya me entienden. Pasó él y se nos quitó el hipo y el miedo, y
a María José se le quitó una gripe aviar que le rondaba desde hacía unas
semanas. Allí erguido, el muy presuntuoso, qué bello era sobrevivir con el Loren
engatusando al personal desde su ático, haciendo para ti, entre los muslos,
unos jeroglíficos incandescentes que mejor omito de la intriga. Vanessa, Tremendina
y Carmen Luz no se portaron nada bien cuando decidieron abrirse de piernas en
la Calleja del Marqués, o era de los Cuernos, no recuerdo ya, y solucionaron su
porvenir de ese modo tan ridículo. En cambio, yo, la resabiada del grupo, me
negué a caer en la trampa de aquel hombre. Y también Monique, pero fue solo al
principio.
No había escapatoria, la
muchacha salió de estampida de su cuarto y la luz de la terraza se confundía
con las ganas de hacerle daño a la soledad: anda, otro rasguño de recuerdo,
cari. Adentro, en la habitación fantasmagórica, el frío acondicionado no
ayudaba en absoluto a recoger del pudor braguitas, pelucas azules y pulseras,
ya iba siendo hora de que el tropiezo de anoche se borrara de su bloc de notas
con una tinta tremendamente desigual. Los labios de aquella chica extraña, los pezones
de aquella chica extraña, los lunares de aquella chica extraña, los brazos
abiertos de aquella chica extraña. En su memoria aún se representaban escenas
amables de cuando fue feliz, pero feliz sin ceremonias preliminares que lo
único que añaden son fracturas del candor y vértigos malsanos. El amor no sabe
de sandeces o lo que es lo mismo, bien mirado, el amor es una estupidez y la
nostalgia un
coño cerrado a cal y canto.
Luis
Miguel Rabanal, 2014