Desde primera hora de la mañana el ruido de las máquinas retumba por todo el edificio. No tiene sentido quedarse en la cama. Una vez que los albañiles empiezan a trabajar en el piso de enfrente es imposible pegar ojo. La inmundicia de las obras se cuela por rendijas de puertas y ventanas dejando una gruesa capa de polvo encima de cualquier superficie. La casa ya estaba sucia pero ahora parece un jodido estercolero. Me mosquea toda esta mierda. Tengo el estómago vacío y busco con qué llenarlo. Afortunadamente quedan galletitas para gatos. Huelen bien. Cojo un puñado, me lo meto en la boca y lo mastico. No están mal. Me como unas cuantas más para engañar al hambre. Ruido y más ruido. Aquí es imposible estar. Salgo de casa. Nada más abrir la puerta me golpea una compacta nube de partículas de escayola y polvo. La acompaña el ruido estremecedor de las lijadoras. Parece que los obreros están lijando el yeso que cubre las paredes. La maquinaria eléctrica que utilizan es de una estridencia insoportable. La polvareda que levantan es comparable a una tormenta de arena. Cuesta respirar y al poco te pica la nariz y notas la garganta seca y áspera como un felpudo. Entre la neblina distingo a uno de los operarios. Le digo que cierre la puerta. No me escucha. No me extraña, con este alboroto es muy difícil hacerte oír. Insisto:
- Podíais cerrar la puerta.
- ¿Qué?
- Que cierres la puerta.
- Que cierres la puerta.
- No te oigo.
- CIERRA LA PUTA PUERTA, JODER. QUE ME ESTÁIS VOLVIENDO LOCO.
La cierra, pero ante me enseña el dedo corazón. Aunque el ruido se amortigua en gran medida no es suficiente para quedarme en casa. Huyo del alboroto buscando un lugar tranquilo donde obtener un poco de paz. Después de mucho andar encuentro una pequeña y apartada plazuela rodeada de jardines. Parece un buen sitio. Me siento en uno de los bancos. Aquí todo es silencio. Disfruto de él. Algunas hojas secas son desplazadas por la brisa. Al arrastrarse por el suelo emiten un suave carraspeo. Los pájaros cantan desde los árboles. También se distingue el rumor de una fuente y el zumbido ocasional de alguna mosca. De vez en cuando una ráfaga de aire agita las copas de los chopos. Todos estos sonidos armonizan perfectamente con el silencio de la plaza. Lo acentúan y complementan. Es un privilegio poder gozar de este sosiego. Después de cuatro días soportando el escándalo de las obras esta quietud me parece el puto paraíso. El sol sobre mi cabeza, adormeciéndome. Me dan ganas de recostarme en el banco. Dos mariposas vuelan enfrentadas en un duelo de espirales. Las sigo con la mirada hasta que desaparecen por encima de los tejados. Joder que paz. Me quedaría a vivir en este lugar. Sé que es una idea absurda, no obstante, me dejo llevar por la imaginación. Veo mis pertenencias dispuestas a lo largo y ancho de la plaza. El sofá junto a este banco. Las estanterías con libros pegadas a esas paredes. La cama debajo del árbol grande. La mesa del ordenador en medio del jardín central y la cocina ahí, aprovechando la esquina. El baño sería la fuente. Sonrío para mis adentros imaginándome un día de lluvia. Es una lástima que la plaza no disponga de techo. Dejo la mente en blanco mientras el tiempo discurre tranquilamente. Dos gorriones se enzarzan en una acalorada disputa por un trozo de pan que termina llevándose una paloma. La ley del más fuerte. Para no dormirme opto por liarme un pitillo. En estos últimos días apenas he dormido. Las putas obras y los putos ruidos. Los albañiles empiezan a las ocho de la mañana y terminan a las nueve o diez de la noche. Paran solo dos horas para comer. El resto es ruido constante. Lo jodido es que va para largo. Una ráfaga de viento impulsa una lata vacía de cerveza haciéndola rodar por todo el recinto. Finalmente se detiene junto a uno de los jardines. Se me cierran los párpados. No quiero dormirme para no parecer un vagabundo borracho…
Me despierto al escuchar las campanadas de una iglesia cercana. Me pongo en pie y abandono la plaza. El estómago guía mis pasos. Entro en un supermercado. Me hago con una cesta y me pierdo por los pasillos. La voy llenando con productos alimenticios: Jamón de york y embutidos envasados, fruta, leche, alguna chuchería, etc. Tengo estudiados los ángulos muertos donde no llegan las cámaras de vigilancia. Los voy visitando y en cada uno de ellos aprovecho para comer y beber. Una vez saciado, abandono la cesta disimuladamente y salgo del local tan campante. Estoy tentado de regresar a la plaza donde he estado antes. Se estaba bien allí. Al final me decido por El Parque del Ebro. Allí podré tumbarme en la hierba sin parecer un beodo. Dicho y hecho. Llego y elijo un lugar apartado junto a la orilla del río. Me tumbo en el césped y me fumo un cigarro que previamente me he liado. El lugar respira quietud. También aquí los pájaros cantan y se escucha el cuchicheo del agua que se desliza. Zumban los insectos y el sol adormece. Luces y sombras. Magia de la naturaleza. Me quedo dormido… Sueño con un hombre sin rostro que huele a desinfectante. No tiene ojos, ni cejas, tampoco orejas o nariz. Eso sí, tiene tres bocas: una encima de la otra. Es decir, la primera está ubicada en la frente, la segunda donde debería estar la nariz y la tercera en su lugar habitual. El hombre declama sortilegios a tres voces: bajo, tenor y barítono. Cuando termina con los cánticos, se sienta a comer, beber y fumar. Ejecuta las tres acciones a la vez, haciendo uso de cada una de sus bocas. Después escribe algo en un papel. Lo dobla en varias mitades y se lo pasa a mi madre, que entra en escena como quien no quiere la cosa. Mi madre se acerca a mí y me entrega la nota.
- Aquí tienes las respuestas a tus preguntas.
Desdoblo el papel y leo: “Hoy es el mañana que esperabas ayer”…
Me despierto. Es de noche. ¿Cuántas horas he dormido? Está claro que muchas. No me extraña. En días apenas he podido pegar ojo. Con la mirada todavía desenfocada percibo infinidad de puntos verdes que se mueven de un lado a otro. Parecen linternitas de led´s. Tardo unos segundos en darme cuenta que son una multitud de luciérnagas mandándose, las unas a las otras, mensajes de amor. En la vida había presenciado un espectáculo igual. Los grillos chirrían excitados y los murciélagos rivalizan en quiebros y velocidad. El paisaje está iluminado por la luna y todo a mí alrededor parece la ambientación de una puta película de Wall Disney. Solo falta que Bambi estuviera bebiendo en la orilla del río. Para añadir un poco de realismo sucio a la escena me acerco a un árbol y vacío la vejiga sobre él. Es hora de volver a casa.
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