EL REY DE LOS TEJADOS
Eran mediados de los setenta y él
tenía trece años. Por aquel entonces se acababa de estrenar la serie de
televisión “Los Hombres de Harrelson”. Con
diferencia lo que más le gustaba de cada episodio era cuando el teniente de los
SWAT ordenaba a TJ, que era uno de los integrantes del comando, que se subiera
al tejado.
-
TJ, al tejado.
Le encantaba esa frase y la
repetía una y otra vez: “TJ, al tejado”.
Por supuesto TJ era su personaje favorito. Desde el primer momento se sintió
identificado con él. Quizá porque los tejados que lindaban con la terraza de su
casa eran su lugar habitual de juegos. En su mente juvenil asociaba los tejados
con TJ, que era un francotirador que siempre se situaba en las alturas para
abatir a los malos de turno. El motivo por el cual él siempre estaba por los
tejados se debía a que su padre no le dejaba jugar en las calles del barrio.
Alegaba que por allí solo andaba gentuza de la peor calaña. Y no mentía. Su
padre y él vivían en la calle Herrerías. Justo en el centro del casco antiguo.
Un sitio que antaño, además de estar situado en el centro, era muy bien visto
por el resto de la ciudad. Su padre compró el edificio de tres plantas, donde
vivían, a principios de los años sesenta. En los bajos montó un negocio de juegos
recreativos con billares y futbolines. En la segunda planta se instaló la
familia. En la tercera, que era la que daba a la terraza, la dejaron de
trastero. Al poco nació él. Diez años más tarde la madre murió de cáncer. El
padre tuvo que hacerse cargo del negocio sin dejar de lado a su hijo. Para
empeorar las cosas, a principios de los setenta el barrio empezó a llenarse de
putas y borrachos. En poco tiempo la gente que vivía allí empezó a mudarse y a
vender sus casas y comercios. Ellos se quedaron. El negocio les iba bien y no
era cuestión de abandonar. Al barrio siguió llegando lo peor de la ciudad y en
menos de tres años estaba plagado de antros y prostíbulos.
El chico, acostumbrado a vivir
sin el cariño de su madre y casi sin el de su padre, se había resignado a estar
siempre solo. Quitando el tiempo que estaba en el colegio, el resto lo pasaba
en soledad. Comía solo, hacía los deberes solo, veía la tele solo, jugaba solo…
Con tanta soledad no le quedó otra que aprender a utilizar su imaginación para
ampliar el pequeño mundo en el que se movía. Con su fantasía los tejados podían
ser un océano surcado por barcos piratas, la selva africana, el espacio
exterior o cualquier otro sitio que su mente crease. Aquel día los tejados eran
las azoteas de los edificios del centro de Los Ángeles. Él, con su carabina de
perdigones, aguardaba órdenes escondido entre un bloque de chimeneas. Habló por
una radio imaginaria:
-
Teniente, estoy en mi puesto. Cambio...
-
TJ, mantente a la espera y si ves movimiento avísame. Cambio
y corto.
Vio algo detrás de un grupo de
antenas y decidió echar un ojo. Avanzó con precaución. Manteniéndose siempre
alerta por si tenía que disparar. Llegó al lugar. No había nadie. De pronto un
disparo. La bala pasó muy cerca de su cabeza. Se ocultó a tiempo de esquivar un
nuevo disparo. Cogió la radio y pidió ayuda.
-
Teniente, necesito ayuda. Cambio.
-
TJ ¿Qué ocurre? Cambio.
-
Me está disparando. Cambio.
-
Enseguida te llega ayuda. Cambio y corto.
-
Daos prisa.
Se asomó con cuidado. Esta vez la
bala impactó justo delante de sus narices. Se tiró al suelo y rodó sobre las
tejas hasta el hueco de una cornisa y la pared de un abuhardillado. Tenía que
protegerse o acabarían con él. Cogió una piedra y la arrojó a unos metros de
donde estaba situado. El terrorista salió de su escondrijo apuntando con su
fusil hacia el lugar de donde venía el ruido. Había caído en la trampa. Ajustó
la mira telescópica y apretó el gatillo, pero justo en ese momento el blanco se
movió y erró el disparo. Él se arrastró por el suelo para llegar a una nueva
ubicación. Al pasar cerca de una claraboya algo llamó su atención. Se asomó y
vio a una joven desnuda y a un hombre frente a ella con los pantalones bajados
hasta los tobillos. Era una prostituta y su cliente. La imagen le dejó tan impactado
que se olvidó del juego. Dejó la carabina a un lado y se centró en la visión
que le ofrecía el tragaluz. Nunca hasta entonces había visto una mujer desnuda.
Las había visto fotografiadas pero nunca al natural. La joven era una belleza.
Tenía el pelo largo y rojo como a él le gustaba. Le recordó a Mary Jean: la
novia pelirroja de Spiderman. Ver a esa hermosura en plena acción le excitó
como nunca antes lo había estado. Echó una mirada a su alrededor para
asegurarse de que estaba solo. Cuando estuvo seguro de su intimidad empezó a
masturbarse. En la habitación el hombre se tumbó sobre la joven. El chaval
observó desde el tejado. Una gota de agua cayó en su espalda. Otra más cayó a
su lado y otra le dio en la cabeza. Empezaba a llover. La lluvia se intensificó.
Al minuto ya estaba calado de pies a cabeza. No le importó y siguió pajeándose
hasta que llegó al orgasmo. Después se giró para recibir el aguacero en la
cara.
Llegó a casa con la ropa
empapada. Cayó en la cuenta de que se había olvidado la carabina. La recogería
al día siguiente. Total por los tejados solo andaban él y los gatos.
Cuando se acostó no pudo apartar
la imagen de la pelirroja. Sus pechos, el sexo abierto y ese pelo rojo como el
infierno... Tuvo que hacerse dos pajas para poder dormir.
Por la mañana se despertó
empalmado y no le quedó más remedio que aliviarse.
En el colegio no se pudo
concentrar. Estaba deseando ver a Mary Jean. A falta de otro nombre había
decidido llamarla así. Después de unas horas interminables sonó la sirena que
anunciaba el final de las clases.
Cuando terminó de comer subió a
la terraza. Saltó a los tejados y corrió hasta la claraboya. Asomó la cabeza
esperando ver a la joven. Era demasiado temprano y la habitación estaba vacía.
Se retiró decepcionado. A un par de metros se hallaba la carabina. Estaba en
medio de un charco de agua marrón. Al recogerla vio que la zona de la recámara
se había oxidado. Tendría que limpiarla a fondo y engrasarla bien. La apoyó
contra la pared para que el agua se fuera escurriendo y se sentó en las tejas a
esperar. Desde su posición gozaba de una vista espectacular de la ciudad. A su
izquierda despuntaban los campanarios de la Iglesia de Santiago, en frente
tenía la torre de San Bartolomé y a su espalda las torres gemelas de La Redonda.
Todos esos monumentos surgiendo como icebergs en medio de un mar de tejados.
Sin duda era una bella panorámica. Le gustó estar allí sentado. No había mejor
sitio en toda la ciudad. Aquel lugar era mágico y había sido perfecto cuando le
dio por ser Spiderman. Lo fue cuando el planeta fue invadido por
extraterrestres y lo estaba siendo ahora que su principal diversión era la de
ser un agente de los SWAT. Mientras pensaba en ello observó a un jilguero
posarse en una tapia cercana. El pájaro dio un par de saltitos y picoteó el
musgo. De repente una sombra saltó sobre él, atrapándolo. Era un gato negro.
-
Suéltalo, cabrón.
Se levantó y corrió hacia donde
estaba el gato, que huyó con su presa en la boca. Con la mano reprodujo la
forma de una pistola y disparó imitando con la voz el sonido de las
detonaciones. De pronto estaba en medio de un tiroteo. Las balas llegaban de
todos los lados. Intentó cubrirse, pero recibió un disparo en un costado. Cayó
al suelo con grandes aspavientos. Comprobó la gravedad de su herida. Tenía mala
pinta. Cogió la radio y pidió ayuda:
-
Teniente… Me han herido. Cambio.
-
TJ ¿Qué pasa? Cambio.
-
Me han alcanzado en un costado y… me estoy desangrando…
Cambio.
- TJ, tranquilo. Pediré un helicóptero para trasladarte
al hospital. Aguanta. Enseguida estamos contigo. Cambio.
-
Me encuentro… muy… débil… No sé… si… podré…
Con un exceso de dramatismo
fingió un desvanecimiento. Permaneció tirado en el suelo pensando en cómo sería
estar muerto de verdad. Le vino a la cabeza el recuerdo de su madre. Tan solo
hacía tres años de su muerte, aunque a él le parecieron muchos más. Se levantó
sacudiéndose el polvo de la ropa y regresó cabizbajo hasta la claraboya. Se
asomó discretamente. Para su sorpresa la habitación estaba ocupada. Ahí estaba
Mary Jean. El hombre que la acompañaba era alto y corpulento, con la cabeza
rapada y los brazos llenos de tatuajes. Al verla con el tipo se sintió
tremendamente excitado. La visión la chica desnuda en aptitud provocadora fue
motivo suficiente para masturbarse una vez más. Mientras tanto el hombre cogió
a la joven e hizo que se arrodillase frente a él. Ella se dejó llevar y se
metió el pene en la boca. Entonces el individuo hizo algo que el chaval no
acertó a comprender: se encendió un cigarro y luego acercó el mechero a la roja
melena de Mary Jean. De inmediato el pelo empezó a arder. El espectáculo era
dantesco. Tanto el chaval como el hombre quedaron absortos contemplado la
fogata que coronaba la cabeza de la joven. Pelo bermellón y fuego en una
simbiosis de macabra belleza. En un primer momento la chica no se percató y
siguió chupado como si nada. Continuó así durante un tiempo. Cuando quiso darse
cuenta, las llamas habían crecido considerablemente y no pudo hacer nada para
salvar su cabello. Desesperada trató de apagarlo golpeándose la zona con las
manos. Aun así las llamaradas fueron consumiendo la queratina y convirtiéndola
en cenizas. Finalmente optó por taparse la cabeza con la colcha y así pudo
sofocar la deflagración. Aquello hizo mucha gracia al hombre y se rió a carcajadas.
La mujer se encaró con él y recibió un puñetazo que la mando directamente sobre
la cama. El muchacho estaba atónito y no daba crédito a lo que veía. Observó la cabeza de la chica. La mayor parte
de su pelo había desaparecido, el resto eran mechones sueltos y chamuscados. El
hombre la cogió por los tobillos y la atrajo hacia sí. A falta de lubricante se
escupió en la mano, restregó la saliva sobre la vagina y seguidamente la
penetró. Ella trató de resistirse pero el puñetazo en la cara la había dejado
aturdida y obraba casi sin conocimiento. Gritó, pero él le tapó la boca con la
palma de su mano. Ella se defendió arañándole el cuello. Eso le enfadó y la
emprendió a puñetazos. La mujer trató por todos los medios de cubrirse la cara.
En un momento dado ella miró hacia la claraboya y vio al chaval. Alargó la mano
solicitando su ayuda. El chico estaba petrificado. Ella imploró auxilio con su
mirada pero él siguió sin moverse. Al final recibió un derechazo en la sien y
perdió el sentido. Aun así, el hombre siguió agrediéndola sin piedad. El
adolescente ya no quiso mirar más y se apartó asqueado. Recogió la carabina y
regresó a casa. Entró en el trastero sintiéndose un cobarde por no haber hecho
nada por la chica. Mientras limpiaba la carabina trató de buscar una excusa
para justificar su cobardía. No encontró ninguna. Lo suyo no tenía
justificación. Pensó en llamar a la policía pero lo descartó de inmediato.
Tendría que dar explicaciones y no le apetecía confesar que espiaba a la gente
desde los tejados. Pensó que lo mejor era hablar con su padre.
La planta baja estaba medio
vacía, tan solo media docena de personas desperdigadas frente a las máquinas.
Su padre vigilaba el negocio desde su oficina: un apartado acristalado donde
tenía instalado su despacho. El chaval avanzó entre las mesas de billar. Cuál
fue su sorpresa cuando de camino se topó cara a cara con el hombre que había
agredido a Mary Jean. El tipo estaba tan tranquilo jugando en una pinball. Al verlo se quedó patitieso.
Más cuando el sujeto se giró y durante un instante cruzaron las miradas. Allí
no estaban Spiderman ni TJ para salvarle. Aquello no era un juego. Era la cruda
realidad y estaba solo. Ahora se enfrentaba a un villano de verdad. Uno de
carne y hueso. Un malnacido que para divertirse prendía fuego a la melena de
una pobre chica. Alguien capaz de destrozar una cara a base de puñetazos. Pensó
en Mary Jean, en su pelo rojo, en lo bonita que era antes de que ese animal le
pusiera las manos encima. Ahora tenía la oportunidad de demostrar que no era un
cobarde, de redimirse. Podía ser el héroe que siempre soñó. En ese momento el
hombre se apartó de la máquina y se dirigió al chaval.
-
¿Dónde puedo conseguir cambios?
Tenía la voz grave, de cazallero,
acorde con sus pintas barriobajeras. Sí, había llegado la hora de la verdad.
Hora de decidir: ¿Héroe o cobarde?
-
¿Me has oído?
Se fijó en los arañazos que tenía
en el cuello. Los mismos que le había hecho Mary Jean al tratar de defenderse.
-
Tú, pasmao ¿Oyes lo que te digo?
Entonces ocurrió. Tenía tanto
miedo que se meó patas abajo. Al tipo le hizo mucha gracia ver cómo el
adolescente mojaba los pantalones y soltó una carcajada que retumbó por todo el
local. El infeliz corrió avergonzado. Subió las escaleras y se encerró en su
habitación. Estaba claro que era un gallina. Ese sentimiento lo dejó abatido.
Volvió a recordar la mirada suplicante de Mary Jean, la sangre sobre la cara,
los golpes, los mechones de pelo quemados… y, como el cobarde que era, se echó
a llorar.