Llevaba
el ramo con desprecio, como si me importase un pito. Con el brazo colgando y
las flores mirando al suelo. Igual que si llevara una rata muerta cogida por el
rabo. Que se notase que me obligaban a acarrear con él. Y es que cuando llegaba
el mes de mayo a los alumnos nos exigían llevar flores al colegio. Eran los
profesores los que nos obligaban. Además teníamos que acudir media hora antes
de lo acostumbrado para ofrecer los ramos a la Virgen. Coger las flores no
suponía ningún problema dado que nuestra casa era de las últimas del barrio y
el campo estaba al lado. Por esas fechas los prados estaban atiborrados de
flores silvestres. Lo que no me gustaba era atravesar todo el pueblo camino del
colegio llevando el ramillete. Al verte, los chavales mayores se reían de ti y
te insultaban. Yo siempre procuraba evitar esos encuentros pero era inevitable
cruzarte con algún grupo y recibir sus burlas. El caso es que me dirigía al
colegio con el ramito de las narices. Normalmente era mi hermana quién se
ocupaba de llevar las flores. A ella no le importaba y a mí me libraba de
posibles conflictos. Para mi desgracia ese día mi hermana estaba resfriada y
tuvo que quedarse en la cama. No me quedó más remedio que llevar yo mismo el
ramo. Fue entonces me crucé con aquellos tres matones. Me sacaban un palmo. Me
rodearon y empezaron a insultarme.
- ¿Dónde
vas con tantas flores?
- ¿Se
las llevas a tu novio? Sarasa.
No
hice caso e intenté seguir mi camino. Uno de ellos, el más corpulento, aprovechando
un descuido de mi parte, me quitó el ramo y me golpeó con él en la cabeza.
Algunas flores se desojaron. Intenté recuperarlo pero terminé en el suelo de un
empujón. Me levanté y me lancé contra el tipo que me había agredido. Supongo
que no se lo esperaba y por eso conseguí endiñarle un puñetazo en plena mandíbula.
El chico dio un traspié y estuvo a punto de caerse de espaldas. Eso le cabreó.
Pude ver el odio en su cara. Le pasó el ramo a uno de sus compinches y vino
hacia mí dispuesto a vengarse. Me aprisionó por el cuello y con un giro me envió
directamente a comer tierra. Hice amago de levantarme. Antes recibí una patada
en el estómago que me dejó sin respiración.
-
¡Por
favor! Necesito el ramo… tengo que llevarlo al colegio.
El
chaval cogió el ramo y lo arrojó al tejado de una casa próxima. Después se
largaron por donde habían venido. Cuando recuperé el aliento me puse en pie. Me
sangraban las rodillas. Al caer me las había desollado. No obstante, eso era lo
menos. Miré las flores sobre las tejas. Pensé en la forma de recuperarlas. No
se me ocurrió ninguna. Recogí las que estaban diseminadas por el suelo y traté
de confeccionar un ramillete con ellas. Las flores estaban tan deterioradas y
eran tan escasas que no valía la pena.
A
la entrada del colegio me fijé en que todos llevaban su ramo. Todos menos yo.
Antes de empezar las clases era costumbre que alumnos y profesores nos
reuniésemos en una galería al final del pasillo central. Allí habían montado un
altar para la ocasión. El tabernáculo estaba presidido por la imagen de la
Virgen. Frente a ella teníamos que cantar “Con
flores a María” y luego, en rigurosa fila de a uno, le íbamos haciendo
entrega de las flores. Yo intenté escaquearme entre los demás alumnos, pero el
director no tardó en fijarse en mí. Me pidió explicaciones de por qué no había
traído las flores. Le conté con pelos y señales lo que me había sucedido. Incluso
le mostré las heridas. No logré conmoverlo.
-
Se
quedará aquí durante las clases. Pidiéndole perdón a la Santa Madre por su
desidia.
Después
me cogió de una oreja y tirando de ella me llevó hasta un rincón. Tuvimos que
atravesar la sala. Todos los presentes posaron sus ojos en mí. Noté cómo mi
cara enrojecía por la vergüenza y la rabia.
Terminada
la ceremonia el alumnado y los profesores entraron en las aulas. Me quedé solo.
Me apoyé en la pared resignado a pasar la tarde allí. Era raro estar en medio
de aquella inmensa galería. Siempre la había visto repleta de gente. Estar solo
delante de la virgen me producía una sensación de desnudez que me ponía nervioso.
Allí estaba ella, con esa carita de pena. Que si la mirabas un rato te
apiadadas de su persona y decías: Qué pobre. Pero al cabo de unos minutos de
verle el mismo careto tenías ganas de soltarle: Ya te vale, sonríe un poco.
¿Por qué a todos los santos los esculpían con esas caras de angustia? ¿No sería
mejor ponerles con una sonrisa? A pesar de lo mucho que sufrieron, esa gente también
tuvo sus momentos felices. Entonces ¿no sería conveniente mostrarles alegres y
dicharacheros? Traté de hacerme una idea de cómo sería la imagen que tenía
delante de tener una pose más relajada. Llegué a imaginármela riéndose y feliz.
De pronto el dramatismo que imponía la talla se desvaneció y la habitación se llenó
de luz. Pero no, solo era el sol que al apartarse las nubes entraba
directamente en la galería. La Virgen volvía a tener la misma cara de zozobra y
enseguida las nubes aparecieron de nuevo. Para colmo en la pared de enfrente
colgaba un retrato del Caudillo. Ese sí que tenía pinta de pánfilo. Daba la
impresión de no haber roto un plato en su vida. Aun así, su presencia me
inquietaba tanto o más que la propia Virgen. Para distraerme me puse a mirar a
través de los ventanales. Abajo en la calle vi pasar a un cazador rodeado de
sus galgos. En la mano derecha sujetaba una escopeta, con la izquierda
arrastraba lo que en un principio pensé que eran dos cuerdas gruesas, luego me
fijé que eran culebras bastardas. Evidentemente estaban muertas. Eran largas y
repugnantes, como en mis pesadillas. En aquel momento el mundo me pareció un
lugar extraño habitado por criaturas aun más extrañas.
-
¿Se
puede saber qué hace?
Me
giré sobresaltado. Era el director.
-
Si
le he dejado aquí es para que pida perdón a la Virgen, no para que mire por la
ventana. ¿Se lo ha pedido ya?
Negué
con la cabeza.
-
Póngase
inmediatamente de rodillas y pídaselo con
fervor.
Estuve
a punto de preguntarle por el significado de “fervor” pero deduje que no era el momento. Obedecí sin rechistar y me clave
de rodillas frente al altar. Las heridas al hacer contacto con las baldosas me
produjeron un penetrante dolor. Apreté los dientes y tragué saliva.
-
Me
pasaré por aquí de vez en cuando, así que no se le ocurra abandonar este lugar
hasta que yo se lo diga. ¿Me ha entendido?
-
Sí
señor.
Dicho
esto se dirigió a su despacho y desapareció por el fondo del pasillo. ¿Pedir
perdón? ¿Por qué? ¿Acaso era yo el culpable de que esos cretinos me hubieran
quitado las flores? No, yo había peleado por ellas a pesar de mi desventaja. Lo
había hecho con valentía. Me había enfrentado a un chaval mucho más fuerte,
incluso había conseguido propinarle un buen puñetazo. Entonces ¿de qué tenía
que arrepentirme? El olor de las flores me recordó los campos próximos a mi
casa. Imaginé que cazaba saltamontes y lagartijas, que corría por la dehesa,
que era verano y nadaba en el río... Después de un rato no pude soportar el
dolor de mis rodillas. Miré a ambos lados. Como no vi a nadie me puse en pie. Sobre
las baldosas quedaron un par de manchones rojos. Me dio miedo que el director pudiera
verlos e intenté limpiar la sangre con un pañuelo y algo de saliva. Al fin
quedaron limpias volví a arrodillarme, esta vez poniendo el pañuelo de por
medio. Después de un tiempo las heridas me dolían tanto por el roce contra el
suelo que dudé si podría aguantar un minuto más. Para terminar de fastidiar, me
habían entrado unas ganas enormes de mear. Tarde o temprano tendría que ir al
servicio. Claro que el director me tenía prohibido moverme de allí. No me
quedaba otra opción que aguantar. De vez en cuando, de las aulas llegaba la voz
de algún profesor o el soniquete de los alumnos al recitar la tabla de
multiplicar. No aguantaba más. O iba a todo correr a los servicios o me meaba
en los pantalones. Sin venir a cuento me imaginé a la Virgen orinando. Fue una
escena que cobró vida en mi cabeza sin proponérmelo. Así, sin más. Mentalmente
repasé los diez mandamientos y no encontré ninguno que prohibiera imaginar a la
Virgen mientras meaba. Aunque los mandamientos no lo recogiesen estaba seguro
que había pecado con el pensamiento. Tampoco me sentí culpable por ello. De no
haber estado castigado seguro que no se me habrían ocurrido tales pensamientos.
Si no le ponía remedio la vejiga me iba a reventar. Quise ponerme en pie pero
tenía las articulaciones totalmente entumecidas. Tuve que agarrarme a la base
del altar para poder alzarme. Luego cojeé a toda prisa hasta los servicios.
Llegué con el tiempo justo de sacarme la chorra y apuntar al retrete. Ni sé la
del rato que estuve meando. Litros, litros y litros de meada. Posteriormente
escurrí el pañuelo en el lavabo. Estaba empapado de sangre. De paso aproveché
para lavarme las heridas y beber un poco de agua. Sin perder un segundo volví a
la galería. Me postré de rodillas y con resignación fui dejando pasar el
tiempo.
Al
cabo de unas horas, horas de dolor y entumecimientos, oí sonar la campana que
anunciaba el final de las clases. De inmediato los pasillos se llenaron de los alumnos
que salían en tropel de las aulas. Los chavales estaban deseosos de abandonar
el edificio y salir a la libertad que ofrecía la calle. Minutos después todo quedó
en silencio. Yo me preguntaba cuándo vendría el director a levantarme el
castigo. Seguí arrodillado a los pies de la Virgen. Cuando apagaron las luces
intuí que se habían olvidado de mí. Tuve miedo. Me puse en pie y anduve hasta
el despacho del director. No vi a nadie por el camino. Al llegar la puerta
estaba cerrada. Llamé un par de veces. No recibí respuesta. Giré el pomo y la
puerta se abrió. Tal como imaginaba estaba vacío. Dudé si entrar. Ya había
estado varias veces en aquel despacho. En las ocasiones que un alumno cometía una
fechoría más audaz de lo normal, era llevado allí para que el director aplicase
el castigo según su criterio. Me armé de valor y entré. Olía a tabaco y a
loción para el afeitado. Llevado por la curiosidad abrí el armario que estaba
detrás del escritorio. Estaba vacío. Me centré en la mesa. El primer cajón
estaba cerrado con llave. Lo intenté con el segundo y cedió sin ninguna
resistencia. Para mi sorpresa en ese cajón estaban todas las cosas que al cabo
de los años habían ido requisando a los alumnos. Dentro había revistas, cromos,
tebeos, canicas, peonzas, navajas, juguetes… Todo lo que uno pudiera imaginar.
Un tesoro por el que cualquiera estaría dispuesto a dar un año de su vida. Y
era todo mío. Metí el contenido del cajón en una bolsa y salí del despacho.
Bajé al hasta la planta baja. Abrí una de las ventanas que daban a la parte
trasera y salté por ella.
De
regreso a casa pasé por delante del tejado donde los chavales habían arrojado
mi ramo de flores. Seguía allí, en medio de las tejas. La estampa tenía un no
sé qué de intrigante. Algo que no sabría explicar, pero que al contemplarlo
comprendías qué era.
pepe pereza
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