sábado, 1 de noviembre de 2014

DEMASIADO CALOR PARA NOVIEMBRE

Principios de noviembre y seguimos con un calor del demonio. De hecho parece que estemos en pleno agosto. Hoy mismo los termómetros marcan 27º. Lo mires como lo mires esto no es normal, y menos en el norte. Otros años por estas fechas el frío ya estaba haciendo de las suyas. Para que luego vayan diciendo por ahí que el cambio climático es una milonga. Aun con todo, la gente está encantada con esta prórroga veraniega, pasean por las calles tan campantes luciendo sus camisetas de manga corta y sus bermudas. Sinceramente, a mí todo esto me preocupa. Temo que sea la calma que precede a la tempestad y miro al cielo con desconfianza. Estoy sentado en un banco del parque con estos devaneos en la cabeza cuando veo acercarse a una anciana cargada con una bolsa de plástico. Lo que más me llama la atención es que viene descalza de un pie. Según se acerca noto que está desorientada. Hay algo en ella que me recuerda a mi madre, quizás sea eso lo que me impulsa a ofrecerle ayuda.
-        ¿Se encuentra bien?
-        Por favor ¿sería tan amable de llevarme a casa?
-        ¿Dónde vive?
-        El caso es que no lo recuerdo.
-        ¿Lleva encima el carnet de identidad?
Se palpa los bolsillos con la mano libre pero no encuentra nada.
-        No lo tengo.
-        No se preocupe. Dígame cómo se llama.
-        Eso tampoco lo recuerdo.
-        Señora, no me lo está poniendo fácil.
-        Lo siento, no me acuerdo de nada.
-        Está bien, tranquilícese. ¿Me deja mirar dentro de esa bolsa? Tal vez tenga ahí su documentación.
La señora me pasa la bolsa. Al abrirla noto cómo la Tierra deja de girar y todo se paraliza a mí alrededor. La gente se detiene en seco, el tráfico también, incluso los pájaros que vuelan quedan colgados en el aíre como si de una fotografía se tratase. Dentro de la bolsa hay una fortuna. Billetes y billetes. Centenares de ellos.
-        Pero, señora ¿dónde va con todo esto?
-        No sé.
La anciana no hace mención de que le devuelva la bolsa, tan solo deja escapar un suspiro.
-        Estoy tan cansada.
En mi vida había visto tanto dinero junto. Es una visión maravillosa.
-        Joven ¿usted no sabrá dónde está mi zapato?
-        No.
-        ¿Me ayudaría a buscarlo?
-        Señora, con toda la guita que lleva aquí puede comprarse una zapatería entera.
-        Prefiero estos por lo cómodos que son.
-       
-        ¿Me ayudará?
Sería tan fácil salir corriendo con el dinero.
-        Está bien, la ayudaré a buscar su zapato.
-        Es usted muy amable.
Me coge del brazo y marchamos por el sendero por el que unos minutos antes llegaba. Sigo teniendo la bolsa, ella en ningún momento ha hecho alusión a que se la devuelva así que me encargo de llevarla.
-        Supongo que no se acuerda de dónde lo ha perdido.
-        No, hijo, no me acuerdo.
Continuamos en busca del zapato. Aunque yo no paro de pensar que este dinero puede ser mío. Tan sencillo como salir corriendo…
Dejo de teclear. Qué haría yo si me encontrase en lugar del personaje del relato. ¿Le quitaría el dinero a la anciana o le seguiría ofreciendo ayuda? Por otro lado tengo que pensar cuál de las dos opciones le viene mejor a la narración. Es lo que tiene la ficción, que debes tomar un montón de decisiones. A mí, realmente lo que me gusta escribir son relatos que hablen de mi vida cotidiana. No obstante, soy un ser solitario que se pasa el día encerrado en casa, y claro, sobre eso no hay mucho que contar. Así que de vez en cuando tengo que echar mano de la imaginación y ficcionar alguna historia. La verdad es que no me cuesta meterme en la piel de otros personajes, fui actor durante muchos años y eso me ayuda a la hora de retratarlos en el papel. Sin embargo, las historias de ficción que escribo normalmente me dejan un saborcillo a derrota. Por bien redactadas que queden no puedo evitar sentirme como un niño pequeño que le ha colado una trola a su profesora. Conste que por mucha ficción que lleven mis cuentos siempre procuro aplicar varias pinceladas de verdad. Por ejemplo, esta historia que escribo me la sugirió el titular de un periódico que decía así: LA POLICÍA AUXILIA A UNA ANCIANA QUE DESORIENTADA VAGABA POR LA CIUDAD CON UNA BOLSA LLENA DE DINERO. La señora y su bolsa de dinero existen, son reales. Yo lo único que hago es adueñarme de la historia. Por supuesto me tomo mis licencias, de otra forma seguiría siendo una noticia en un diario local y no un relato de ficción.
… No hay manera de encontrar el dichoso zapato. Empiezo a cansarme de esta búsqueda sin sentido. Si no fuese un calzonazos ahora estaría en casa contando el dinero, pero no, aquí sigo como un idiota. Por mucho que lo intento no dejo de escuchar una voz interior que me grita: Escapa. Lárgate con la pasta. No obstante, los músculos de mis piernas hacen caso omiso de la voz y se limitan a seguir el ritmo que marca la anciana con su lento y cansado caminar. ¿Es porque se parece a mi madre? ¿Ese es el motivo? ¿Se trata de eso? No puedo creerme que un gesto tan cursi y estúpido me impida hacerme con la bolsa.
-        Joven, me duelen los pies ¿podemos descansar un rato?
Nos acercamos hasta un banco y nos sentamos en él.
-        Hace un día precioso ¿verdad?
-        Sí, señora. Un día cojonudo.
Si no me hago con el dinero me voy a arrepentir, sé que si no lo hago tarde o temprano me arrepentiré…
Me levanto y me acerco a la ventana que da al parquecillo. La abro y de inmediato el salón se llena con las voces de los chiquillos que juegan abajo. Realmente parece que estemos en pleno verano. No es normal que el invierno esté a la vuelta de la esquina y los árboles sigan con las hojas verdes. Este calor no es habitual para el mes que estamos. Me apetece un café, así que me llego a la cocina y pongo la cafetera al fuego. Mientras el agua hierve me pregunto si merece la pena seguir con el relato. Me enciendo un cigarro y salgo a la terraza a fumármelo. Si tuviera claro el final podría juzgar mejor. A veces, como es el caso, comienzo un relato sin saber cómo va a terminar. Me gusta dejarme arrastrar por los personajes y ver dónde me llevan. Es lo bueno de la ficción. Oigo el silbido de la cafetera. Apuro el pitillo y entro en la cocina.
Sopeso si continúo con la historia de la anciana o empiezo otra nueva. Una que muestre parte de mi vida. No sé, quizás podría hablar del temor que le tengo al cambio climático. Por otra parte es una pena desperdiciar lo que ya tengo escrito. Con el final adecuado podría ser un buen relato.
… Una oportunidad como esta solo se presenta una vez en la vida. Tengo que hacerlo. HAZLO. Salgo corriendo con la bolsa fuertemente aferrada a mi mano. Corro a toda velocidad. Lo más rápido que puedo. Me imagino la cara de la anciana, sorprendida por mi inesperada reacción. Noto sus ojos clavados en mi espalda observando cómo me alejo de ella. No dejo de ver esa cara que tiene rasgos parecidos a los de mi madre. Aun así sigo corriendo. Corro porque también veo otras muchas cosas que podré hacer con el dinero. Cosas que nunca me he podido permitir. Cosas bonitas y caras. Veo viajes exóticos, mujeres, divertimento, drogas, ropa de diseño. Veo una casa amueblada a mi gusto, veo montones de libros… Puede que ahora me remuerda la conciencia, pero cuando me esté dando la gran vida seguro que se me pasa. Fijo que tumbado en la playa con un mojito en la mano los remordimientos son más llevaderos…
Necesito llamar a mi madre. Puede que hablando con ella encuentre la clave para terminar el relato.
-        Dígame.
-        Mamá, soy yo.
-        Hola, hijo.
-        ¿Qué haces?
-        Aquí viendo la tele.
-        ¿Qué ves?
-        Un programa de esos que no hacen otra cosa que gritarse.
-        ¿Y para qué ves esa basura?
-        Me entretiene.
-        Ya.
-        ¿Llamabas por algo?
-        No, solo para saber cómo estabas.
-        Estoy bien ¿y tú?
-        También.
-        ¿Has comido?
-        Sí.
-        Mira que te estás quedando muy delgado.
-        Como bien, mamá. No te preocupes por eso.
-        Cuando vengas a verme el domingo tendré preparada una paella.
-        Hum, ya estoy deseando probarla.
-       
-       
-        Bueno, hijo. Me alegra que hayas llamado.
-        Mamá, cuídate mucho.
-        Lo haré.
-        Un beso.
-        Un beso.
…Corro. Es tan fácil como correr. Cada metro que avanzo estoy más cerca de todas esas cosas que nunca antes me he podido permitir. Miro al frente, hacia el horizonte. Todo parece diáfano y pronosticado. Me aferro a ese sentimiento. Entonces lo veo tirado en medio del camino. Es el zapato de la anciana. Sin lugar a dudas es el suyo. Algo superior a mí me obliga a detenerme. Siento la tensión de una vida entera atenazándome los pulmones y la fuerza devastadora de un agujero negro en mi estómago. Un torbellino de jugos gástricos y miedo. Debo ser fuerte. Si me ablando y recojo el zapato habré fracasado. Si lo hago dejaré escapar la casa amueblada, los libros, los viajes, la playa, las mujeres bonitas… Todo se irá a la mierda. De pronto me viene a la memoria las paellas que prepara mi madre los domingos y cuando quiero darme cuenta, imbécil de mí, tengo el zapato en la mano y voy al encuentro de la anciana. 

pepe pereza

2 comentarios:

Maica dijo...

Sigo disfrutando enormemente con tus relatos Pepe, algo cercano y cálido se abre camino con tus palabras inmerso en la realidad que destilan.

pepe pereza dijo...

un besazo, Maica. Y muchas gracias