En
la tele la anunciaron con bastante anterioridad, y todos los chavales estábamos
entusiasmados con la idea de visionarla. En el colegio, en la calle, en casa,
en todos los sitios, no hablábamos de otra cosa que no fuera de la película
King Kong. Me refiero a la original de 1933, la dirigida por Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack. Claro que en aquellos
tiempos -principios de los setenta- tampoco había otras versiones.
-
¿La
verás, no?
-
No
me la pienso perder por nada del mundo.
-
He
oído decir que la chica sale casi desnuda.
-
Genial.
-
Y
que el gorila mide más de cincuenta metros.
-
¿Tanto?
-
O
más. Ten en cuenta que lucha con dinosaurios, así que imagínate…
Un
gorila gigante, dinosaurios y una chica medio desnuda. La película tenía todo
lo que un chaval de nuestra edad estaba deseando ver. Con ansiedad contábamos
los días que quedaban para su emisión, y según se acercaba la fecha más nos
íbamos excitando. En los recreos todos jugábamos a ser aventureros con la
peligrosa misión de adentrarnos en tierras inhóspitas para capturar al gran
mono. Por las noches, antes de dormir, y sabedor de que mi hermana pequeña después
no podría conciliar el sueño, le contaba terroríficas historias donde el
protagonista era atacado por un inmenso y aterrador gorila.
Así
estuvimos hasta que, por fin, llegó el día que estaba programada la película.
Esa mañana en el colegio nadie prestó atención a la lección, y cuando doña
Nati, la profesora, no estaba atenta, todos comentábamos por lo bajinis temas
relacionados con el film.
-
Esta
noche a las diez.
-
Sí,
por fin…
Por la
tarde los nervios fueron en aumento. Estábamos tan excitados que doña Nati tuvo
que regañarnos en varias ocasiones. Incluso amenazó con un examen sorpresa si no
nos tranquilizábamos. Ni con esas logramos calmar las ansias. En un momento
dado, el Moto, empezó a imitar a un gorila. Al Moto siempre se le dieron bien
las imitaciones. Y claro, aquello fue un cachondeo. Doña Nati, que no se había
enterado de nada por estar cara a la pizarra, volvió a sacar el tema del
examen, pero la hora de la salida de clase estaba próxima y todo quedó en agua
de borrajas.
De camino a
casa vi a mi padre entrando en una taberna. No me gustó verle entrar en aquel
antro. Tuve un mal presentimiento, no obstante, aparté los malos pensamientos y
seguí andando. En casa esperaba mi madre, rodeada de montones de pantalones a
medio hacer. Toda una prisión con muros de tela vaquera. Ella cosía a destajo
para una empresa textil y apenas le quedaba un segundo libre. Aun así, conseguía
sacar tiempo para nosotros y para atender la casa.
-
Haz tú la merienda, que voy muy retrasada.
Preparé un
par de bocadillos y salí al jardín para merendar en compañía de mi hermana.
-
Sabes
que King Kong se traga diez negros todos los días para desayunar.
-
No
quiero saber nada de ese mono estúpido…
Solo
quedaban cuatro horas para la película. Quise alegrarme, sin embargo, no me
hacía gracia que mi padre estuviera por ahí bebiendo. El alcohol sacaba lo peor que había en él. Cuando venía borracho se creaba tal tensión que se podía palpar el miedo
dentro de la casa. Recé para que esa noche no llegase en tales condiciones.
A las ocho
y media en punto mi madre tenía la cena puesta sobre la mesa. Ni rastro de mi
padre.
-
¿Dónde está papá? –quiso saber mi hermana.
Mi madre no
dijo nada. Se notaba que estaba preocupada. Aguardamos unos minutos por si aparecía.
Viendo que se retrasaba optamos por cenar sin él. Comimos en silencio, mirando
a la puerta cada vez que oíamos un ruido que venía de fuera.
Acabamos y recogimos
la mesa. Mi padre seguía sin dar señales de vida. Mientras mi madre fregaba la
vajilla, yo fui a acostar a mi hermana.
-
Cuéntame un cuento, pero uno en el que no salgan
gorilas.
La idea de
atemorizar a mi hermanita con historias lúgubres y sangrientas era muy
seductora, no obstante me reprimí. No quería que en medio de la película
apareciese por el salón alegando que había tenido una pesadilla. Puestos a
contar un cuento opté por un clásico: El patito feo.
Cuando mi
hermana se quedó dormida regresé al salón. Mi madre había tomado asiento junto
a la pila de pantalones y cosía a la vera del flexo. Miré el reloj que había encima
de la estantería. Faltaba media hora para que diese comienzo la película.
Encendí la tele y me dejé caer en el sofá.
-
Lo mejor es que tú también te vayas a la cama.
-
Pero, mamá, la película está a punto de empezar.
-
Me da igual.
-
Me prometisteis que me dejaríais verla.
Suspiró
profundamente y siguió dando puntadas con la aguja. El que calla otorga –me
dije. Así que seguí frente al televisor. Tenía el corazón a mil. La sola idea
de quedarme sin ver la película hacía que se me revolviera el estómago hasta el
punto de sentir nauseas. Aunque había convencido a mi madre, aún no podía
cantar victoria. Todo dependía de mi padre. Si llegaba en buenas condiciones,
la cosa iría bien. Claro que, siendo la hora que era, no quise hacerme
ilusiones. Rogué al cielo para que no apareciese hasta el final de la peli. Era
un pensamiento egoísta por mi parte, ya que cada segundo que mi padre se
retrasaba era un suplicio para mi madre.
La película
empezó a las 22:11 horas. Once minutos de retraso que se me hicieron eternos.
No obstante, ahí estaban los primeros fotogramas con el título en grandes
letras: KING KONG. La extraña y siniestra banda sonora de los créditos anticipada
los desasosiegos que vendrían a continuación. Lo siguiente era un primer plano
de un pergamino con unas frases escritas en inglés. Una voz en off las tradujo
al castellano: Y dijo el profeta: La
bestia contempló el rostro de la bella y su mano no mato. Y desde aquel día,
fue como si hubiera muerto. A continuación aparecían las imágenes de un
puerto cubierto de una espesa niebla y un vapor que cruzaba la pantalla… Justo
en ese momento, oí cómo una llave trataba de atinar en la cerradura de la
puerta. Mi padre entró tambaleándose. Llevaba la mirada vidriosa y el gesto
torcido. Mal asunto. Fue directamente al cuarto de baño y se encerró dentro. Hasta
nuestros oídos llegó el sonido de sus vómitos. Era asqueroso y a la vez
aterrador.
-
Vete a la cama antes de que salga.
-
Pero, mamá…
-
Haz lo que te digo.
El miedo y
la urgencia que reflejaban sus ojos eran tan reales que no insistí más. Me
levanté del sofá y salí del salón. De camino a mi cuarto odié a mi padre. Era
un ser despreciable que siempre daba prioridad a sus vicios. Un egoísta que
prefería satisfacer su sed de vino a llevarse bien con mujer y sus hijos. Por
su culpa me iba a perder la película.
Me metí en
la cama refunfuñando. Sabía que todos mis amigos estarían delante del
televisor. Yo iba a ser el único panoli del pueblo que no iba a ver el
largometraje. Momentos después, oí que mis padres empezaban a discutir. Sus
gritos se colaron en el dormitorio a través de las paredes. Una vez más la
escena se repetía. Pero por muy habituado que estuviera, aquello no dejaba de
ser espantoso. Los gritos dieron paso a los golpes. Escuché las suplicas y
lamentos de mi madre. Me revolví entre las sábanas lleno de angustia e
impotencia. Me habría gustado ser un adulto para protegerla. De hecho, deseé
ser un gorila gigante para aplastar de un manotazo al malnacido de mi padre. Espachurrarlo
como a una cucaracha.
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