Desde Knut Hamsum, en la escalofriante “Hambre”, es
una imagen ya común y un argumento habitual el del joven que decide sentarse a
escribir una novela, seguro de que tiene una creatividad pugnando por salir y
algo que decir al mundo, pero poco tiempo tardará en descubrir que no es tan
fácil eso de la novela, que las palabras, quitando el impulso inicial, no
acaban de brotarle por sí mismas, y que tal vez el empeño le supere.
En resumen, que no es ese genio que él tenía pensado
de sí mismo, sino quizás, tan solo, una encarnación más de la mediocridad.
Pese a que uno ha leído muchas novelas de ese
estilo, como todo en literatura el secreto no está en el qué se cuente, sino en
el cómo se cuente, y en el caso del nuevo libro del escritor de Guijuelo,
afincado en Logroño, Pepe Pereza, la historia, a las pocas páginas, nos parece
de pronto insólita, nueva, original.
Ignoro si la figura del joven idealista protagonista
de esta novela está basada en la realidad, si ese chaval que decide dejarlo
todo, y si es preciso la subsistencia, con tal de escribir algo que destaque
sobre la inanidad general es un trasunto del propio autor.
Es posible que no, puesto que antes que este “Se ruega
silencio” ya Pepe Pereza ha publicado otro libro de relatos y una novela; o es
posible que sí, pues las peripecias que le ocurren al autor, en forma de
trabajos eventuales con que ganarse la vida mientras surgen las malditas
páginas de la novela, están contadas con tal fuerza y tal energía que parece
que solo pueden estar basadas en la realidad.
Al fin, poco acaba importando si el modelo es real o
no, si es cierto o está exagerado. Con lo que se acaba quedando el lector es
con la verdad y la humanidad del protagonista. Uno se identifica con sus dudas,
descubre con él la constancia de su cortedad, y cómo proyecta esa frustración
hacia el mundo, y asimismo comparte de pronto esa insensata confianza en sí
mismo que le hace seguir, pese a todo, hacia delante, aunque sabe que no le
aguarda un camino fácil, sino que le costará llegar hasta el final de esa
novela que escribe.
Hay recursos de primera categoría en este libro,
como el usar sobre el papel, como fragmentos de esa novela ideal, lo que él ya
ha pensado antes y ha dejado escrito de modo espontáneo.
Con este recurso (también usado muy hábilmente por
el prologuista, Carlos Salcedo Odklas), además de involucrarnos en la realidad
del libro, parece plantearnos la cuestión de si lo literario no se produce
continuamente y sin restricciones en la vida cotidiana y el auténtico esfuerzo
del escritor radica en capturar, más que en inventar, sucesos y pensamientos.
Otro recurso, en este caso metafórico, es el del
continuo ruido que acecha al protagonista y le impide escribir o, si le damos
la razón en lo de arriba, capturar la realidad en torno suyo. Ruido
ejemplificado en unas obras que ocurren en el edificio donde mal vive, pero que
es el ruido de la vida cotidiana, de las preocupaciones monetarias, de la visita
de la madre, y de esa estúpida exigencia que, como animales, nos caracteriza a
los humanos, que es que cada determinado tiempo hay que comer.
Un libro, en resumen, que se planta ante la esencia
de lo verídico, pero sin descuidar la prosa, que es excelente, y el ritmo, que
resulta excepcional. Entre sus páginas, personajes irreprochablemente trazados,
como la madre del protagonista o el viejo profesor de literatura.
Y de fondo, ese milagro que de vez en cuando, muy de
vez en cuando, ocurre, que es cuando las palabras de pronto comienzan a fluir,
y por el que el protagonista da como buenas cualquier tropiezo y cualquier
miseria que le haya ocurrido y le ocurrirá.
“Algunas noches tengo la maravillosa sensación de
que podría estar escribiendo eternamente. Cuando estoy en ese trance, lo único
que necesito es aire para seguir respirando, el resto no importa”.
Miguel Baquero, en el Heraldo de Henares.
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