Después de estar
enclaustrado durante días, el jolgorio urbano me produce un sentimiento de zozobra.
Vencido el primer impulso de amilanamiento, sigo con el paseo. Llego al parque y elijo un banco apartado. Trato de dar con ese estado
de calma que tanto ansío. Busco en los árboles, en los pájaros que saltan de
una rama a otra. Nada de esto me ayuda a encontrar lo que busco.
Al rato se acerca un anciano con aspecto de vagabundo. Toma
asiento a mi lado. Mira al cielo con preocupación y añade:
-Va a nevar.
Está
nublado, por lo demás no sé en qué se basa para hacer su pronóstico. De la
mochila saca un cortaúñas y procede a hacer uso de él. Tiene manos de cirujano.
Limpias y bien cuidadas. No pegan para nada con su aspecto harapiento.
-Eso que fumas huele de maravilla.
Le paso el canuto. Da una larga calada
y mantiene el humo dentro.
-Buena calidad. ¿Puedo acabármelo?
-Todo tuyo.
-Me gusta esta ciudad. Acabo de llegar, pero lo poco que he visto me
gusta.
-¿De dónde eres?
-De todo el mundo. Ya sabes, el que no tiene donde quedarse va y viene
como una peonza.
Su voz suena cercana y amiga. Hay
algo en su tono que da prestancia a lo que dice. Hace un relato de sus viajes.
Todo un mosaico de ciudades y gentes quedan reflejados en sus palabras. En un
momento dado, calla. Sus ojos se entristecen y unas arrugas le cruzan la
frente. Habla de una mujer. Dice que le dio todo lo que tenía pero que no fue
suficiente. Vuelve a quedarse en silencio, mirando a la nada. Noto que se ha
ido lejos; en busca de esa mujer. Termina el porro y se despide. Se aleja
encorvado y con paso tranquilo. Andados unos metros, se detiene. Saca algo del
bolsillo, lo deja en el suelo y lo tapa con unas cuantas hojas. Después sigue
por el sendero hasta que sale del parque. Siento curiosidad. Me acerco a ver
qué es lo que ha enterrado. Al apartar la hojarasca encuentro un jilguero
muerto. En ese momento se levanta una brisa que trae el olor rancio de las
aguas del estanque y comienza a nevar. Alzo la vista al cielo para ver el
descenso de los copos. Cerca, un grupo de niños corren detrás de una pelota.
Sus gritos forman parte del parque, tanto o más que los árboles que hay en él,
el propio estanque o los jardines que lo visten.
pepe pereza
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