Es Nochebuena.
No me apetece ir a cenar con mi madre, pero se lo prometí y debo cumplir mi
palabra.
Nada más
entrar, veo que ha estado llorando: la rojez de sus ojos la delata. Dice que es
de cocinar, pero sé que miente.
Al final,
terminamos cenando como todas las Nochebuenas, es decir, repartiendo nuestra
atención entre lo que hay en el plato y las imágenes del televisor. Estar
juntos nos hace sentir más solos que nunca. Mi incapacidad para relacionarme
con la gente no me molesta en absoluto, pero la cosa cambia cuando afecta a la
relación con mi madre. Me entristece no poder conectar con ella. Y me jode que
el único vínculo que nos una sea el de sangre. Me gustaría que hubiera algo
más. Al otro lado de la pared oímos las voces de júbilo de los vecinos. Su
alegría deja en evidencia nuestra falta de entusiasmo.
-¿Qué tal en
el trabajo?
-Se me acaba
el contrato esta misma semana.
Asiente con un
pequeño gesto de cabeza y vuelve a fijar la mirada en la pantalla. En la tele
no ponen nada más que chorradas: gente estúpida demostrando lo estúpidos que
pueden llegar a ser.
-Estaba todo
muy rico.
Está atenta al
programa de variedades y no me presta atención. Recojo la mesa y llevo los
platos sucios a la cocina. Mientras friego la vajilla tomo la decisión no
aceptar más trabajos de mierda. A partir de mañana me encerraré en casa y no
saldré hasta terminar la novela. Escribiré y seguiré escribiendo. No dejaré que
nada me distraiga. Me pondré a ello y no descansaré hasta acabar. Después de
secar los cubiertos regreso al salón. Antes de entrar oigo unos llantos. Me
asomo y veo a mi madre llorando. No me atrevo a interrumpirla, así que me pongo
el abrigo y salgo a la terraza a fumar.
Contemplo las
viviendas que tengo enfrente. A través de sus ventanas puedo ver a las familias
brindando con copas de champán, felices por estar reunidos. Dos tipos doblan la
esquina. Vienen cantando villancicos y se tambalean al andar. Es evidente que
están borrachos. Mi madre sale de la casa, se coloca a mi vera y se queda
mirando al horizonte. Es como si buscase respuestas en el cielo. Suspira al
frío de la noche, tratando de expulsar sus penas junto al aliento que sale de
su boca. Uno de los borrachos se aparta para mear delante de la puerta de un
garaje. Los observamos desde el balcón. El que orina no puede mantener el
equilibrio y cae de espaldas. El chorro no se interrumpe y sigue fluyendo como
si se tratase de un aspersor. El tipo, al ver que se está meando encima, lucha
por levantarse pero la gravedad puede más que él.
-Otro igual
que tu padre, que no sabía mear sin mojarse los pantalones.
Lo dice con tal naturalidad que
no puedo reprimir una sonora carcajada. De repente, un cohete estalla en el
cielo. Una catarsis de luz y color.
pepe pereza
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