domingo, 23 de agosto de 2009

EL LOCO

Chano tenía atemorizados a los chavales del barrio. Poseía la fea costumbre de ir mordiendo las esquinas de los edificios. Esa singularidad le originó el mote del “Muerdesquinas”. Chano era un poco más lento de lo normal a la hora de hacer funcionar sus neuronas. En compensación, la naturaleza le había dotado de una gran estatura y corpulencia, motivo de más para que los chavales le temiesen. Chano no tenía amigos, siempre andaba deambulando de un lado para otro, mordisqueando las esquinas como un perro callejero que señala su territorio a base de contenidas meadas. Un día, unos jóvenes acorralaron a un perro con la intención de atarle al rabo unas cuantas latas vacías. Chano los sorprendió, cogió al perro y sin más le arreó un mordisco en el cuello. El pobre perro lanzó mordiscos al viento en un intento desesperado por zafarse. Los jóvenes quedaron petrificados con la salvaje y desproporcionada reacción de Chano. Si hubieran tenido una brizna de valor, hubiesen salido corriendo, pero el estupor les mantenía con los pies clavados al suelo y los ojos desorbitados. De pronto, Chano soltó al perro y cayó fulminado al suelo. Empezó a convulsionarse, se mordió la lengua y su propia sangre tiñó de rojo los espumarajos de su boca. El perro, a la que se vió libre, corrió como alma que lleva el diablo, seguido de cerca por los aterrados chavales que ahora sí, se atrevían a huir de aquel macabro esperpento. Ese mismo día, Chano fue ingresado en una clínica mental. Pasó más de un mes antes de que se le volviera a ver mordiendo las esquinas del barrio. Durante ese mes, los chavales relataron una y otra vez el suceso del perro, exageraron, añadieron partes de su propia cosecha, hasta tal punto que se llegó a oír que Chano tenía la rabia y si tenías la mala folla de que te mordiera, te la contagiaba y te convertías en un licántropo. De ahí, pasaron a increpar a su familia. Se especulaba con que todos eran malvados asesinos que mataban y cocinaban a sus victimas para luego comérselas. Por eso Chano mordía las esquinas, para afilarse los dientes y así poder devorar mejor a todos los ingratos que caían en sus zarpas y en las de su familia. Sin embargo, los familiares de Chano estaban muy lejos de ser asesinos y mucho menos caníbales. Eran chatarreros y por eso resultaba bastante habitual ver a su padre vestido con su ajado traje negro y sombrero de ala del mismo tono, tirando de un desnutrido mulo que a su vez tiraba de un carro cargado con somieres oxidados, rollos de alambre vieja, bidones vacíos y algún mueble rescatado. Algunas veces, Chano intentaba ayudar a su progenitor en la recogida de chatarra, pero con su talante distraído y su poca pericia, más que ayudar, retrasaba, y terminaba siendo una carga. Que se supiese, Chano nunca fue al colegio. Seguramente porque habría necesitado un centro especializado y su familia no se lo hubiera podido permitir. Eso le daba todo el tiempo del mundo para caminar todo el día, confundido sin saber muy bien que hacer. Esa confusión era la que le llevaba a morder esquinas, y las mordía para no tener que morder a un perro, o un niño, o una mujer. La rabia que le producía su incapacidad para relacionarse con sus semejantes era tal que mordía los ladrillos hasta que se le desgarraban las encías. Llevado por esa misma rabia, una mañana se bebió media botella de lejía. La ambulancia llegó al barrio. Cargaron a Chano y se lo llevaron al hospital. Todos comentaron el incidente y los rumores corrieron de puerta en puerta. Se hicieron apuestas. ¿Iba a palmarla o por el contrario, “mala hierba nunca muere”? Ganaron los que apostaron por el refrán, ya que a las pocas semanas Chano regresó al barrio. Eso sí, más pálido y delgado. Se notaba que las había pasado canutas. Poco a poco, se fue recuperando, era de constitución fuerte. A los tres días, ya estaba dando que hablar con una nueva locura. Toreaba los coches que pasaban por una concurrida carretera que atravesaba en diagonal la vecindad. Chano se quitaba la camisa, saltaba en medio de la calzada y recibía a los coches con arriesgados pases de pecho, naturales, e incluso, alguna que otra chicuelina. Ante los “olés” de la chavalería congregada en las aceras, Chano se crecía. Clavaba las rodillas en el suelo y esperaba la embestida del siguiente vehículo. Los conductores le pitaban insistentemente, sacando sus cabezas por la ventanilla para insultarle. Por el contrario, los chavales le aplaudían y vitoreaban estimulando su valentía y él, por no defraudarles, se superaba en cada faena. Por primera vez en su vida, sentía que había una especie de conexión entre los clávales y él y eso le reconfortaba por encima de cualquier otro hecho. Ese apoyo era más que suficiente para arriesgar su vida esquivando en el último instante a coches, autobuses e incluso camiones. Un día tras otro, los chavales acudían tras las clases a ver torear al “Muerdesquinas”. Para no decepcionar a un público tan fiel y entusiasta, Chano se acercaba más y más a los coches, poniendo en serio riesgo su vida, provocando fuertes frenazos e insultos. En un par de ocasiones, se formó tal atasco que tuvo que venir la policía. Ambas veces, la familia se vió obligada a pagar la multa. El padre se quitaba el cinturón y a correazos perseguía a su hijo por todo el barrio. Aún con esas, al día siguiente Chano volvía a quitarse la camisa y saltar al tráfico. Siempre animado y vitoreado por la chavalería, que día a día se iba multiplicando. Eran un grupo de más de cincuenta los que aplaudían ese día a Chano. Nunca antes había tenido un público tan numeroso y estaba pletórico. Como siempre, quiso acercarse más, pero en esta ocasión, el conductor del camión había bebido y se lo llevó por delante. El golpe lo mando volando contra una afilada esquina, una de sus favoritas. Ese día, la esquina se vengó de todos sus mordiscos abriéndole el cráneo y desparramando sus sesos por el suelo. El camionero se defendió argumentando:

- Se me echó encima y no pude hacer nada para esquivarlo... Se me echó encima…

Nadie le culpó… Desde entonces, cuando los chavales se aburren y no saben a que jugar, rememoran las antiguas locuras de Chano. Se las cuentan unos a otros, exagerándolas e inventando cosas que nunca pasaron.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy demasiado sensible Pepe, me conmueve mucho la locura del pobre Chano, la soledad que debio sentir al ser un incomprendido.

La desidia de la gente injusta, las locuras que le llevaron a la muerte solo por un minuto de gloria, solo por unos aplausos ingratos.

Me gusta mucho leerte, siempre te las apañas para inspirar un sentimiento nuevo que yacia dormido.

Un abrazo

Ico dijo...

Del mejor realismo fantástico estas historias de Chano y del ser loco que todos llevamos dentro... muy bueno..

Castorin dijo...

Excelente relato Pepe, en tu línea...sigue así.

Un cordial saludo, nos leemos.

Begoña Leonardo dijo...

La ternura que destila este relato, me ha hecho recordar a un personaje que conocí en mi infancia, no era como Chano, pero me consta que sus locuras imposibles se han convertido en leyenda urbana.

Besotes.

pepe pereza dijo...

El Chano fue un personaje real de mi infancia.
Gracias a todos-as por vuestras palabras. Ya sabéis que estáis en vuestra casa.
un abrazo