sábado, 15 de agosto de 2009

MATAR EL ABURRIMIENTO

“Cuando lo más emocionante que te ha pasado en la semana es que te saquen una muela, algo en tu vida va mal”. Pensó despatarrado en el sofá, vestido únicamente con un viejo albornoz de felpa granate y unas zapatillas de andar por casa. Pese a su reflexión, siguió tumbado sin hacer nada, excepto merodear con la punta de su lengua en el hueco dejado en la encía por la muela, extraída hacía un par de días.
Llevaba tres semanas de vacaciones estivales. En todo ese tiempo sólo había salido de casa para ir al dentista, el resto se había dedicado a ir de la cama al sofá y viceversa. Según él: necesitaba desconectar de todo y de todos. Pero tanta inactividad empezaba a pasarle factura. Aburrimiento y más aburrimiento. El pobre hombre se moría de aburrimiento. Acumulaba tanto aburrimiento que… De pronto, sonó el timbre. Cualquier otro día ni se hubiera movido del sofá, pero quería quitarse de encima el sopor que él mismo se había impuesto y cuando quiso darse cuenta ya estaba abriendo la puerta.
Eran dos señoras, una de unos cincuenta y pocos años y la otra seguramente pasase de los setenta. Se presentaron como Testigos de Jehová, aunque él lo dedujo nada más ver la revista “Atalaya”, que llevaban bajo el brazo. Las hizo pasar de inmediato. Cualquier otro día les hubiera cerrado la puerta en las narices, pero estaba dispuesto a todo con tal de salir de la rutina vacacional. Las acompañó hasta el salón y las hizo sentarse en el sofá, él ocupó el butacón. Las señoras parecían sorprendidas por el recibimiento. La más joven creyó percibir algo de teatralidad en el trato amable del hombre de la casa, algo que la hizo sospechar y estar alerta.

- … Como les decía, estoy encantado con su visita ya que necesito su ayuda, mejor dicho, necesito la ayuda de Dios… Pero, disculpen mis modales, estoy tan ilusionado que he olvidado preguntarles si quieren algo de beber.
- No, gracias. – respondió la más joven.
- Un vasito de agua me vendría bien. – dijo la septuagenaria.
- Enseguida se lo traigo… (a la cincuentona) ¿Seguro que no quiere nada?
- Seguro.

El hombre se levantó y salió del salón. Las dos señoras echaron una rápida mirada al salón. Estaba bastante desordenado, los ceniceros rebosaban colillas y una capa de polvo cubría muebles y electrodomésticos.

- Seguro que el pobre es soltero. – añadió la setentona con cierta lástima.
- Es un guarro… ¿te has fijado que debajo del albornoz no lleva ropa interior?
- No me digas. A mí me parece un hombre muy amable.
- Y eso de ahí (refiriéndose a las colillas del cenicero) me da que es droga.
- ¡Ay, por Dios! – exclamó la anciana llevándose la palma de la mano a la boca.

El hombre entró en el salón sosteniendo dos vasos con whisky y muchos hielos. Dejó los vasos en la mesa, delante de cada una de las mujeres.

- Sólo tengo whisky, pero les he echado mucho hielo – dijo el hombre con una sonrisa tendida en su boca.
- Para nosotros el cuerpo es un recipiente sagrado donde nos está prohibido alojar bebidas indignas. – respondió la cincuentona apartando despectivamente el vaso de su lado.
- Comprendo – dijo él. – Por eso quiero que me ayuden. Verán, yo, al contrario que ustedes, alojo en mi cuerpo toda la inmundicia de la que soy capaz…

Atrapó el vaso que ella había despreciado y se lo bebió de un trago. Después siguió hablando.

- … Me considero uno de los mayores pecadores del planeta, tal vez, el peor. Mi vida se reduce al pecado, hermanas ¿puedo llamarlas hermanas? (Sin dejarlas contestar) Desde joven me vi seducido por lo pecaminoso. Alcohol, drogas, pornografía…

Cogió el mando a distancia de la tele y la puso en funcionamiento junto con el DVD. En la pantalla aparecieron las imágenes de una película porno. Un negro de gran estatura y corpulencia, con una polla acorde a su fisonomía, enculaba a una joven oriental que jadeaba cada embestida de su amante con exagerada gratitud. Las señoras apenas podían dar crédito a sus ojos. Ninguna de ellas había visto en su vida algo parecido. La más anciana tenía los ojos desencajados, la otra apartó los suyos del televisor y se dirigió muy seria al hombre.

- Apagué eso ahora mismo – ordenó con un gesto rotundo y militar.
- Perdónenme, hermanas…

Con el mando bajó el volumen del sonido al mínimo, pero desobedeció la orden y dejó seguir las imágenes.

- …tienen que ayudarme a encontrar a Dios y así poder dejar esta maldita vida de vicio y desenfreno. Hermanas, se lo pido de rodillas…

Se clavó de rodillas en el suelo y con las manos entrelazadas y suplicantes se encomendó a ellas.

- …He tocado fondo y necesito salir purificado de todo esto.
- Si va a tomarnos el pelo, lo mejor será que nos vayamos – dijo la cincuentona poniéndose en pie.
- No trato de tomarles el pelo. Se lo juro… Por favor, no me abandonen… - imploró él mientras avanzaba de rodillas y le cortaba el paso.

La otra anciana, es decir, la septuagenaria, seguía sin poder apartar la vista del televisor. El negro había salido del culo de la asiática para ocupar, con su miembro, la estrecha boca de la joven. La cincuentona le dio un leve golpecito en el hombro con la intención de llamar su atención para que se pusiera en pie y la siguiera pero, ésta, estaba tan ensimismada con las imágenes que ni se enteró.

- Vamos – insistió la cincuentona, levantando la voz.

La más anciana parpadeó, como si saliese de un trance, y se puso en pie. El hombre, de rodillas, trataba de mantenerlas acorraladas junto al sofá con los brazos en cruz.

- Por favor, tienen que ayudarme. Por el amor de Dios, hermanas, se lo suplico. Insisto en que no trato de tomarles el pelo. Escúchenme, por favor.
- Permítame dudar de su sinceridad. Sinceramente, creo que, por el motivo que sea, usted está tratando de incomodarnos y dejarnos en ridículo – añadió la cincuentona.
- Les juro por Dios que no.
- Para ser alguien que presume de ser un pecador, abusa usted constantemente del nombre de Dios.
- Tiene toda la razón, hermana. Lo tendré en cuenta de ahora en adelante.

Estaba arrodillado tan cerca de ellas que, incomodas, notaban el allanamiento de su espacio vital.

- Por favor, deje de hacer el payaso y póngase en pie – sugirió la cincuentona.
- Lo haré, si ustedes toman asiento y me escuchan.

La cincuentona le miró a los ojos, tratando de ver más adentro. Él le mantuvo la mirada, intentando parecer sincero.

- Está bien. Pero antes apague el televisor.

Él hombre se incorporó y con el mando a distancia apagó el televisor. Las mujeres tomaron asiento. Él cogió el vaso de whisky que estaba lleno y lo vació de un trago. Después se sentó en el butacón con las piernas demasiado abiertas. La más anciana volvió su mirada a la pantalla negra del televisor con la vana esperanza de que las imágenes cobrasen nitidez. La cincuentona miró de soslayo a la entrepierna descubierta del hombre y con un gesto despectivo añadió:

- Haga el favor de taparse.

El hombre observó la abertura de su albornoz. Sin muestras de pudor se cubrió las vergüenzas y adoptó una postura más digna.

- Perdonen, hermanas, no esperaba visita y me han pillado de esta guisa – se disculpó el hombre.
- Lo comprendemos – dijo la cincuentona sin ningún entusiasmo.
- ¿Les importa si fumo?
- Está usted en su casa. Haga lo que crea conveniente.
- Muchas gracias, son ustedes muy comprensivas. Estoy algo alterado y me ayudara a calmar mis nervios.

El hombre alcanzó una especie de pitillera hecha de cuero duro. Sacó un cigarrillo liado a mano y lo encendió. Enseguida la estancia se llenó de un intenso olor a humo dulzón. Él aspiró del cigarro y mantuvo en sus pulmones el humo. Al cabo de unos segundos lo expulsó por la boca y los orificios nasales.

- ¿No será droga eso que está fumando? – preguntó, alarmada, la cincuentona.
- Ya les he dicho que, aparte de alcohólico, también soy drogadicto… ¿Quieren? – dijo alargando el porro hacia ellas.
- ¡Jesús bendito! – dijo la septuagenaria santiguándose.
- Ya ven, hermanas, que no miento cuando les digo que soy víctima de todos los vicios…
- (Cortándole) Haga el favor de no volver a llamarnos hermanas… no sé, en usted suena a cachondeo.
- Y usted haga el favor de no estar tan a la defensiva y escuche lo que trato de decirles…

Por un momento, la cincuentona, se quedó sin palabras y él aprovechó para seguir hablando.

- …Reconozco que mi petición es inusual, pero insisto en mi sinceridad cuando les pido ayuda para encontrar a Dios. Quiero con todas mis fuerzas salir de esta vida. Les juro que he intentado dejar las drogas y la bebida, lo he intentado una y otra vez, pero yo solo no puedo. Necesito ayuda, cualquier ayuda. He oído decir que vuestro Dios es capaz de cualquier cosa. Os pido, por lo que más queráis, que me pongáis en contacto con Él para que me eche una mano. Necesito que me ayude.
- Supongo que no creerá que es tan fácil como usted lo plantea.
- ¿A qué se refiere?
- Yo sólo puedo hablarle de la existencia de Dios, pero no puedo ponerle en contacto con ÉL. Al menos como usted sugiere.
- Explíquese, por favor.
- Quiero decir que es labor suya ponerse en contacto con Dios. Yo no puedo darle su número de teléfono para que hable directamente con ÉL. ¿Entiende lo que le digo?

El hombre tomó otra calada del porro y frunciendo el entrecejo dijo:

- Creo que sí.

Después soltó el humo por la nariz. La cincuentona sacudió su mano en forma de abanico para apartar las volutas que se arremolinaban a su alrededor.

- Me haría un favor enorme si apagase eso - dijo haciendo hincapié en la palabra “eso”.
- (Haciendo caso omiso y volviendo al tema que le ocupaba) O sea, que para hablar con Dios primero tengo que encontrarle.
- Ese sería un buen comienzo.
- ¿Y dónde lo busco?
- Dios está en todas partes.
- Ya…
- Rezar es otra opción – añadió la más anciana.
- Cuando era joven me sabía alguna oración: El Padrenuestro, El Credo, El Ave María… Recuerdo a mi madre ya mi abuela con las vecinas rezando El Rosario. Pero he olvidado todas las oraciones.
- En esta revista encontrara algunas de esas oraciones. – dijo la anciana ofreciéndole la revista “Atalaya”

El hombre cogió la revista y la abrió escogiendo una página al azar.

- ¿Leyendo esta revista encontraré a Dios? – preguntó el hombre mirando a la septuagenaria.
La anciana se apresuró a darle una respuesta, pero antes de que pudiese abrir la boca, su compañera se le adelantó y dijo:

- Esta revista puede darle algunos consejos, pero sólo usted puede encontrar el camino para llegar a Dios.

Dicho esto miró su reloj de pulsera y añadió:

- Se nos hace tarde y tenemos varias visitas programadas. Ahí le dejamos la revista. Espero de todo corazón que le sirva de ayuda. Ahora tenemos que irnos.

Concluyó poniéndose en pie y obligando a su compañera a que hiciera lo mismo.

- Se lo agradezco. La leeré concienzudamente, se lo prometo. Muchísimas gracias por su ayuda.
- De nada.
- Permítanme acompañarlas a la salida.

Las acompañó hasta la puerta y se despidió en plan zalamero. Después regresó al salón. En la mesa seguía la revista. Sonrió pensando que al menos durante unos minutos había escapado del aburrimiento. Cogió la revista y la hizo añicos. Dejó los restos sobre la mesa, se despatarró en el sofá y apuró el porro.

7 comentarios:

jens peter jensen silva dijo...

... y se aseguró de que no volverían por allí.
muy bueno.

Ico dijo...

Simpático encuentro de un sátiro y unas dulces mujercitas.. el cuento del lobo pero al reves.. muy bien trazado..

Begoña Leonardo dijo...

Echaba de menos tu fina ironía, muy bueno Pepe, espero que dejes un rato parar la lengua en la encía y te concentres en encontrar las respuestas en la famosísima revista, jejeje....

Cariñitos.

Anónimo dijo...

El Satiro que se aburria en vacaciones.

Muy bueno, las reacciones, la trama, y el desenlace.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Los testigos de jehova no se persignan eso es de catolicos.

Baco dijo...

Hola, Pepe. He pasado por aquí sólo a saludarte. Fuerte abrazo.

pepe pereza dijo...

Anónimo, gracias por la aclaración. Lo corregiré de inmediato.

Y al resto, muchísimas gracias por la visita. Ya sabéis que estáis en vuestra casa.
Un abrazo