sábado, 7 de noviembre de 2009

KING KONG

Fue una película que vio todo el mundo menos yo, mis padres no me dejaron. En la tele anunciaron con bastante anterioridad la emisión del film y todos los chavales estábamos entusiasmados con la idea de visionarlo. En el colegio, en la calle, en casa, no hablábamos de otra cosa que no fuera de la película de King Kong.

- ¿La verás, no?
- Pues claro. No me la pienso perder por nada del mundo.
- Espero que no tenga dos rombos.
- A mí me da lo mismo que tenga dos o uno o ninguno. Mis padres me dejan ver todas las pelis.
- ¡Que suerte! Los míos solo me dejan ver las del oeste y solo si no llevan rombos…


La verdad era que a mí tampoco me dejaban ver las calificadas con dos rombos (Para mayores de diez y ocho años) pero por fardar que no fuese.

- He oído decir que la chica sale casi desnuda.
- ¿De verdad? - dije con temor. Si realmente la chica salía de esa guisa era muy probable que le pusieran los dos rombos.
- Lo que oyes… Y el gorila mide más de cien metros.
- ¿Cien?
- O más…

Contábamos con ansiedad los días que quedaban para proyección de la película y según se acercaba la fecha nos íbamos excitando más y más. En los recreos todos jugábamos a ser aventureros con la peligrosa misión de adentrarnos en tierras inhóspitas y capturar al gran mono. Antes de dormir, y sabedor de que mi hermana después no podría conciliar el sueño, yo le contaba terroríficas historias donde el protagonista era atacado por un inmenso y demoledor gorila. Por fin llegó el día que iban a poner la película en la televisión. Esa mañana en el colegio nadie prestó atención a la lección, todos comentábamos por lo bajinis temas relacionados con King Kong y nos pasábamos notas unos a otros cuando la profesora no estaba atenta.

- Esta noche a las diez.
- ¡Sí, por fin!
- ¿Sabes que King Kong se come todos los días diez negros para desayunar?...

Mientras estábamos comiendo me armé de valor y les hice la pregunta que llevaba días deseando hacerles a mis padres:

- Papá, mamá… ¿Me dejareis ver la película de esta noche?
- Según los rombos que tenga. - dijo mi madre.
- Pero es que es la de King Kong… y la van a ver todos los niños del colegio.
- Ya has oído a tu madre. - dijo mi padre poniendo fin a la conversación.


Después de comer recé con toda mi devoción para que la película no tuviese rombos. Tuve un mal presentimiento. El miedo empezó a subirme por los tobillos y fue recorriendo todo mi cuerpo, concentrándose, sobre todo, en el estomago y en los cartílagos de las orejas. En el estomago en forma de dolor y en las orejas en forma de calor. Durante las clases de por la tarde el miedo siguió fluyendo por mis venas y mientras los demás se mantenían entusiasmados por la inmediatez de la película yo permanecía callado, apretándome el estomago con las palmas de las manos.
Mientras cenábamos saqué de nuevo el tema:

- Por favor, dejadme ver la película de esta noche.
- ¿Qué te he dicho mientras comíamos? - regañó mi madre.
- Os prometo que si me dejáis verla me portaré bien y obedeceré en todo lo que me mandéis.
- Termínate lo que hay en el plato y déjanos cenar en paz.
- Pero, mamá…
- No hay peros que valgan. Haz lo que dice tu madre si no quieres irte a la cama ahora mismo. - dijo mi padre poniendo fin a la conversación.

Después de cenar tuve que encerrarme en el báter, tenía el estomago tan revuelto que no me quedó otro remedio que vomitar. Traté de hacerlo en silencio, para que mis padres no se enterasen. No quería darles ningún motivo que les sirviera de excusa para mandarme a la cama. La hora siguiente se me hizo eterna. Los nervios seguían agarrados a mi estomago y en varias ocasiones tuve que reprimirme para no comerme las uñas. A las nueve de la noche mandaron a mi hermana a la cama. No quería irse a dormir alegando que si yo me quedaba a ver la película, ella también. Temí que nos mandasen a los dos a la cama y deseé agarrarla por el cuello y estrangularla. Afortunadamente mi madre la convenció con la promesa de contarle un cuento y permanecer con ella hasta que se quedase dormida. Respiré aliviado, aunque sabía que no las tenía todas conmigo. Mi padre y yo seguimos viendo las noticias. Lo peor llegó después del Telediario. Solo quedaba media hora para el comienzo de la película y a mí no me cabían más nervios en el estomago. Disimulé un amago de arcada con un leve tosido. Mi padre no pareció enterarse y seguimos viendo los anuncios. A las diez menos diez apareció de nuevo mi madre.

- Como tenga dos rombos te vas directo a la cama. - me dijo.
- Pero…
- No hay peros que valgan.
- La van a ver todos menos yo.
- A mí no me importa lo que hagan los demás.
- Pero es que…
- No contestes a tu madre o te vas a la cama ahora mismo. - dijo mi padre poniendo fin a la conversación.

¿Cuánto faltaba? Siete minutos. O empezaba ya o a mí me iba a dar un ataque. Volví a rezar en silencio, rogándole a Dios, a La Virgen, a Jesucristo, a todos los santos, al cielo entero que por favor, la película no tuviera dos rombos. Por fin, llego la hora. Yo estaba tan nervioso que apenas podía respirar. Ahí estaban los títulos de crédito y por el momento no habían aparecido los dos temidos rombos. Todo iba bien. De hecho empecé a creer en la posibilidad de poder ver la película. La banda sonora que acompañaba esos primeros fotogramas ya me estaba transportando a tierras extrañas cuando arriba, en el costado derecho de la pantalla aparecieron los dos rombos. El mundo se me vino abajo. Supliqué, imploré, pataleé, refunfuñé… Nada. No hubo forma de convencerlos. Insistí y volví a insistir. Cuando barrunté que estaba a punto de ganarme un guantazo me rendí y me fui a la cama. Estaba indignado y mis padres me parecieron las personas más despreciables del planeta. También estaba enfadado con Dios por desoír mis rezos. Si en esos momentos hubiese tenido la oportunidad de explosionar todo el universo, yo hubiera apretado el botón sin ningún miramiento.
Al día siguiente me levanté con dolor de cabeza debido a que no había dormido bien. Recordaba algunos retazos de pesadillas relacionadas con historias de cortadores de cabezas y gorilas asesinos. Durante el desayuno no me dirigí en ningún momento a mis padres y me mantuve todo el rato con el ceño fruncido para dar a entender que estaba muy, pero que muy enfadado. Tampoco les dije nada cuando salí de casa para ir al colegio y además les privé del beso de despedida. De camino me reuní con Jesús y José.

- ¿Viste la peli? - me preguntaron nada más verme.
- ¿Y vosotros? - respondí a la gallega.
- Sííííí. - dijeron al unísono.

¡Mierda puta! Estaba claro que el único que no la había visto era yo.

- ¿Y tú? - insistió Jesús con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja.
- Pues claro. No me la perdería por nada del mundo.

No podía permitir que mis amigos supieran la verdad. Me habrían tomado por tonto y se hubieran reído de mí.

- Lo mejor fue cuando King Kong luchaba con el dinosaurio. - dijo José.
- Y que lo digas. - afirmó entusiasmado Jesús.

Yo asentí con la cabeza, dándoles la razón. La envidia me corroía por dentro. Saber que también salían dinosaurios fue muy duro de encajar. Odié a mis padres por no haberme dejado ver la película, pero los odié, sobre todo, por quitarme el gustazo de comentarla con mis amigos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es una historia muy tierna, me gusta mucho Pepe.

Un abrazo!

Begoña Leonardo dijo...

Es increible como situaciones como éstas se quedan grabadas, a mi me pasó también con algunas pelis, y con otras cosillas, me has gustado mucho. Pero lo más alucinante es cómo se puede odiar a los padres con todo el alma a esas edades por y por cosas como ésas.

Arrumacos.