Las sucursales bancarias eran lugares
tranquilos, limpios y civilizados, nada permitía adivinar los abusos y
atrocidades que se cometían en el interior de sus paredes. Los clientes
guardaban cola de forma ordenada y cortés, en silencio, observando sus teléfonos
móviles en busca de algún comunicado intrascendente que los alejase de la
realidad. Eran un rebaño manso, bien enseñado. De vez en cuando aparecía algún
directivo de rostro reptiliano enfundado en su brillante traje, serpenteando de
una oficina a otra sin mirar ni a plebe ni a subordinados.
La cola avanzaba lentamente. La gente, a medida que se aproximaba a la
ventanilla, manoseaba su dinero a escondidas mientras echaba cuentas
mentalmente, trazando complicados logaritmos, para evaluar el estado de su
bienestar. Los carteles situados de forma estratégica en las paredes prometían
sueños al alcance de todo el mundo a través de la esmaltada sonrisa artificial
del deportista de élite de turno (que por esa sesión de fotos había cobrado más
que el jornal anual de todos los presentes).
«Nuestro objetivo es tu bienestar. Nuestra experiencia tu confianza»
Alex empezó a sentir una enorme angustia interior y un sofoco generalizado de
su cuerpo. Procuró relajarse, respirar de forma controlada y fijar su mirada en
el peinado de la señora de avanzada edad que tenía delante. Una señora menuda,
con cuerpo en forma de botijo, el pelo estropajoso a causa de décadas de
potingues, con hijos, con nietos, trabajadora, pensionista, marchita, estafada.
«Ayudarte es nuestro privilegio. En nuestras manos tu tranquilidad está
asegurada»
La ansiedad envolvía rápidamente a nuestro héroe silencioso, unas espesas gotas
de sudor resbalaban por su frente a la par que su cuerpo se hallaba bombardeado
por multitud de pequeños espasmos.
La cola avanzó otro puesto por lo que tanto él como la señora pudieron dar un
par de tímidos pasos hacia adelante. Se observó los pies mientras lo hacía.
Derecha, izquierda, derecha. Volvió a detenerse. La señora suspiro, quizás
consciente de alguna forma de los ojos fijos, vidriosos y enajenados que se
posaban en su cogote. Alex se pasó la mano por la frente para secarse el sudor.
Volvió a observar a su alrededor. Los trabajadores trajeados de las mesas
blandían impresos ante las miradas huecas de sus confundidos clientes. Se
desenfundaban bolígrafos. Se extendían sonrisas. Se estrechaban manos. Se
tramaban pactos. Se urdían planes.
Alex comenzó a notar la preocupante falta de aire. Carraspeó un poco,
intentando no hacerse notar demasiado, no revelar su presencia. La situación
era totalmente insoportable, violenta, incómoda, horrible. La señora del pelo
de estropajo sin duda era una buena mujer, una madre comprensiva y temerosa de
Dios. Sopesó la opción de confesárselo todo y buscar su ayuda, no tenía más que
acercarse y decirle con total naturalidad: «disculpe señora, ¿le importa que me
cuele en la fila? Es que verá, llevo un pedo de la hostia y no sé si podré
aguantar esto por más tiempo». Sin duda una persona como ella, cabal y
tolerante, podría entenderlo.
«Creemos en los jóvenes. Creemos en ti. En esta cuenta tus sueños cuentan»
En ese momento surgió una voz.
-¡Pasen por esta ventanilla por favor!
Un nuevo trabajador, enviado sin lugar a dudas por el mismísimo Espíritu Santo,
acudía para agilizar el tráfico de clientes. La señora y Alex se miraron a la
cara por primera vez, desconcertados. A pesar del colocón, o quizás gracias a
él, Alex pudo reaccionar en primer lugar y con un par de amplias y desesperadas
zancadas se colocó en esta nueva ventanilla. Frente a él una chica de pelo
oscuro esbozaba una blanca sonrisa.
-Buenos días caballero, ¿en qué puedo ayudarle?
-¡Para pagar!"
C. S. Odklas. Los Cuadernos Negros.
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