En la sala
aguardan otras cuatro personas. No hay aire acondicionado y el bochorno es
insoportable. Compruebo la hora en mi reloj y observo cómo gira el segundero.
Sé que va sincronizado con el del despertador que está en mi dormitorio. Eso me
hace sentir bien. En cierto modo, es como estar allí, mirando el paso del
tiempo desde la cama. Me gusta esa sensación. Alguien grita mi nombre por el
altavoz y anuncia que se requiere mi presencia en la oficina número cinco. El
despacho está al fondo del pasillo. Llamo a la puerta y entro. Un fulano que
tiene cara de saberle todo amargo me invita a sentarme. Confirma mi identidad
repasando los datos en el ordenador. Luego añade que tiene un trabajo para mí.
-Es en la
fábrica de embotellado que está en el polígono de Agoncillo. El turno es de
seis de la mañana a dos de la tarde. ¿Te interesa?
Claro que me interesa, capullo.
Llevo días alimentándome de lo que siso en los supermercados. Cogería cualquier
trabajo por cutre que sea.
-Bien. Pues,
el próximo lunes, a las cinco y media de la madrugada tienes que presentarte en
la calle Vara del Rey, junto al pasaje del estanco. Allí te recogerá un autobús
que te llevará a las instalaciones.
Hecho el
papeleo, salgo de la agencia. Pasaré quince días a prueba y si les gusta cómo
lo hago me harán un contrato de tres meses. Lo suficiente para pagar deudas y
ahorrar algo. Joder, me muero de hambre. Debería acercarme a ver a mi madre.
Con la excusa de mi nuevo trabajo podría hacer las paces con ella y comer algo decente.
Tarda en
contestar pero al final lo hace. Le digo quién soy. Se produce un incómodo
silencio. Se nota que sigue enfadada. Finalmente abre.
Está en su mecedora viendo la
televisión. No me mira. Tomo asiento en el sofá.
-¿Dicen algo
interesante en las noticias?
-Las mismas barbaridades
de siempre.
Durante un par de minutos
guardamos silencio y fingimos atender a las palabras de la presentadora.
-El lunes
empiezo a trabajar en una fábrica de refrescos.
Me mira por primera vez.
-Me alegra
saberlo.
Continuamos atentos al
noticiario. Al rato, hace la pregunta que estaba esperando.
-¿Tienes
hambre?
Me comería una ballena entera,
pero el orgullo me obliga a mentir.
-No mucha.
-¿Has comido?
-Lo haré
cuando llegue a casa.
-¿Estás
seguro?
-Sí.
-Mira que no
me cuesta nada prepararte unos huevos fritos con tocino y jamón.
Joder, mataría por un plato así.
-No, déjalo.
-Tú te lo
pierdes.
Pensaba que iba a seguir
insistiendo. Busco su mirada para insinuarle con la mía que no deje el regateo.
Pero está centrada en el noticiario. Definitivamente, se ha olvidado del
ofrecimiento. He perdido mi oportunidad. Le digo que me voy. Me acompaña hasta la puerta y nos
despedimos con un beso. Según bajo las escaleras, en cada planta, me van
llegando los aromas de los distintos guisos. Mis tripas gorjean blasfemias y claman
al cielo por mi estupidez.
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