Nada más abrir
la puerta, quedo envuelto en una compacta niebla de partículas de escayola. En
el piso de enfrente, los obreros están lijando el yeso que cubre las paredes.
La maquinaria eléctrica que utilizan es de una estridencia insufrible. La
polvareda que levantan es comparable a una tormenta de arena. Corro escaleras
abajo aguantando la respiración hasta que salgo a la calle.
Desde que
empezaron las reformas en el piso de al lado, es decir, hace tres días, me paso
las horas deambulando por las calles. En casa no se puede estar. El ruido que hacen
es insoportable. Estoy obligado a vagar de aquí para allá como un sin techo que
no tiene dónde ir. Haciendo tiempo para que los obreros terminen su jornada.
Después de
mucho andar encuentro una plazoleta rodeada de jardines. Parece un buen sitio.
Me siento en uno de los bancos. Aquí el silencio es casi absoluto. Algunas hojas
secas son desplazadas por la brisa. Al arrastrarse por el suelo emiten un suave
carraspeo. Los pájaros cantan en los árboles. Se distingue el rumor de una
fuente y el zumbido ocasional de alguna mosca. Todos estos sonidos armonizan
perfectamente con el silencio del entorno. Es más, lo acentúan y complementan.
Dos mariposas vuelan en un duelo de espirales. Las sigo con la mirada hasta que
desaparecen por encima de los tejados. Al fondo, un grupo de gorriones se
enzarzan en una acalorada disputa por un trozo de pan que termina llevándose
una paloma. La ley del más fuerte. Justo en ese momento una ráfaga de viento
impulsa una lata vacía, haciéndola rodar por todo el recinto. Finalmente se
detiene junto al bordillo de uno de los jardines. Es un privilegio poder gozar
de este sosiego. Después de estar soportando el escándalo de las obras, esta
quietud me parece un regalo. Siento el sol sobre mi cabeza, adormeciéndome. Me
recuesto en el banco y dejo que, poco a poco, se vayan cerrando los ojos…
Me despierto
sobresaltado. Por lo visto, alguien ha explotado un petardo a mis pies. Huelo
la pólvora quemada y distingo la quemadura que ha dejado la detonación en la
madera del banco. Los culpables: tres chavales que, entre risas, corren calle
abajo. Noto el corazón golpeándome el pecho y un pitido agudo en los tímpanos.
Aún quedan varias horas hasta que pueda volver a casa. Desde esta mañana no he
comido nada. Me dirijo a mi súper favorito. Al entrar hago lo que todos los días,
es decir, cojo una cesta y recorro los pasillos. Mi intención es hacerme con
ciertos alimentos que pueda devorar en los ángulos muertos, donde estoy libre
de las miradas de las cámaras de seguridad. Pero hoy, el encargado de la tienda
me sigue allá donde voy. Por mucho que lo intento no consigo quitármelo de
encima. Vaya donde vaya ahí está él. Me rindo. Dejo la cesta y salgo de la
tienda con un lamento en las tripas. Así no puedo seguir. Tengo encontrar un
trabajo.
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