Era una de esas casetas de un par de metros cuadrados que construían al lado de los cambios de vías del ferrocarril. Hacía años que estaba abandonada y muy poca gente se acercaba, quizá porque estaba bastante alejada de la ciudad. De vez en cuando a Jacinto le gustaba dar un paseo hasta allí y revivir tiempos lejanos. Perdió su virginidad dentro de la caseta. Fue con una conocida del barrio dos años mayor que él. Elisa, una bella muchacha que le traía de cabeza. Nunca pudo olvidar ese día y le gustaba acercarse hasta la caseta y rememorar aquellos entrañables recuerdos.
Jacinto era viudo y jubilado, con mucho tiempo y muy pocas cosas que hacer. Se pasaba el día deambulando por las calles de la ciudad rememorando pasajes de su vida. Era como si la cuidad en si fuera un álbum de recuerdos. Al pasar por delante de algunos edificios, levantaba la vista y revivía hechos acaecidos tiempo atrás en dichas dependencias. Cuando pasaba por el número cuarenta y ocho de La Ronda de los Cuarteles le venía un recuerdo en concreto y murmuraba para sus adentros: “Ahí, en el tercero, un día de junio de mil novecientos sesenta y cuatro, me ventile a la Jacinta. ¡Qué tetas tenía la condenada!” Y seguía paseando con una gran sonrisa en la cara. Algunas veces, los recuerdos no eran tan agradables. Por ejemplo, cada vez que pasaba por la calle General Urrutia numero once y miraba hacia el primero, no podía evitar volver a escuchar a través del teléfono aquella voz desconocida que le anunciaba que su hijo había muerto en un accidente aéreo. Vivió en esa casa con su familia más de diez años. Sin embargo, sólo recordaba aquella maldita llamada. Solía evitar pasar por allí, pero de cuando en cuando, lo hacía. Se quedaba durante unos minutos mirando hacía el edificio. Creía necesario sentir de nuevo el dolor de aquel momento para así estar en paz con la memoria de su hijo. Sus paseos eran un repaso continuo de su vida. Jacinto caminaba por las calles visitando esos lugares como si fuesen monumentos o catedrales. Poniéndose al día con sus recuerdos. Cuidándolos y mimándolos, porque eran las únicas pertenencias a las que realmente daba valor. Lo eran todo. Sin ellos, él sería un hombre hueco. Aquel día, Jacinto se había levantado un poco abatido. Mientras desayunaba, pensó en llegarse hasta la caseta de la vía. Aquello siempre le reconfortaba y le devolvía el buen ánimo. De camino, le fueron asaltando los recuerdos de aquél día con Elisa. Recordaba, cómo si fuera ayer, el vestido estampado que ella llevaba puesto, y su manera delicada de apartarse el pelo de la cara. El color de sus ojos y la carnosidad de sus labios. Su voz y sus andares desenvueltos, contoneando su trasero perfecto y rotundo. Recordaba el brillo del sol en su sonrisa, el lunar en su largo cuello semi-escondido entre el nacimiento del pelo y su oreja. Su aroma fresco y limpio y la huella de sus pezones endurecidos por la excitación del momento. Jacinto ya sabía que revivir esos recuerdos era mano de santo para sus achaques.
El aire fresco de la mañana se apreciaba en forma de rocío vaporizado por encima de toda la vegetación que acompañaba a los viejos y oxidados raíles de la abandonada vía. Ya faltaba poco para llegar, cinco o diez minutos como mucho, andando a paso tranquilo. Pero según se acercaba, fue notando que todo tenía un aspecto distinto. La vegetación había sido arrancada dejando paso a un gran camino de tierra desmenuzada por las ruedas de camiones y escavadoras. El ruido de las maquinas y los gritos de los obreros lo sacaron de su mundo interior. Los raíles y travesaños de las vías estaban siendo arrancados y de la caseta únicamente quedaban cuatro cascotes diseminados. Jacinto se llevo la mano a la boca en un gesto de asombro y tristeza. Por lo visto la nueva autopista iba a pasar justo por allí. Las lágrimas le cayeron mudas y desordenadas. La autopista le robaba uno de sus monumentos más queridos. Sin la caseta, el recuerdo de aquel día junto a Elisa se tornaba difuso y escurridizo. Y eso le dolía tanto como la perdida de un ser querido.
Jacinto era viudo y jubilado, con mucho tiempo y muy pocas cosas que hacer. Se pasaba el día deambulando por las calles de la ciudad rememorando pasajes de su vida. Era como si la cuidad en si fuera un álbum de recuerdos. Al pasar por delante de algunos edificios, levantaba la vista y revivía hechos acaecidos tiempo atrás en dichas dependencias. Cuando pasaba por el número cuarenta y ocho de La Ronda de los Cuarteles le venía un recuerdo en concreto y murmuraba para sus adentros: “Ahí, en el tercero, un día de junio de mil novecientos sesenta y cuatro, me ventile a la Jacinta. ¡Qué tetas tenía la condenada!” Y seguía paseando con una gran sonrisa en la cara. Algunas veces, los recuerdos no eran tan agradables. Por ejemplo, cada vez que pasaba por la calle General Urrutia numero once y miraba hacia el primero, no podía evitar volver a escuchar a través del teléfono aquella voz desconocida que le anunciaba que su hijo había muerto en un accidente aéreo. Vivió en esa casa con su familia más de diez años. Sin embargo, sólo recordaba aquella maldita llamada. Solía evitar pasar por allí, pero de cuando en cuando, lo hacía. Se quedaba durante unos minutos mirando hacía el edificio. Creía necesario sentir de nuevo el dolor de aquel momento para así estar en paz con la memoria de su hijo. Sus paseos eran un repaso continuo de su vida. Jacinto caminaba por las calles visitando esos lugares como si fuesen monumentos o catedrales. Poniéndose al día con sus recuerdos. Cuidándolos y mimándolos, porque eran las únicas pertenencias a las que realmente daba valor. Lo eran todo. Sin ellos, él sería un hombre hueco. Aquel día, Jacinto se había levantado un poco abatido. Mientras desayunaba, pensó en llegarse hasta la caseta de la vía. Aquello siempre le reconfortaba y le devolvía el buen ánimo. De camino, le fueron asaltando los recuerdos de aquél día con Elisa. Recordaba, cómo si fuera ayer, el vestido estampado que ella llevaba puesto, y su manera delicada de apartarse el pelo de la cara. El color de sus ojos y la carnosidad de sus labios. Su voz y sus andares desenvueltos, contoneando su trasero perfecto y rotundo. Recordaba el brillo del sol en su sonrisa, el lunar en su largo cuello semi-escondido entre el nacimiento del pelo y su oreja. Su aroma fresco y limpio y la huella de sus pezones endurecidos por la excitación del momento. Jacinto ya sabía que revivir esos recuerdos era mano de santo para sus achaques.
El aire fresco de la mañana se apreciaba en forma de rocío vaporizado por encima de toda la vegetación que acompañaba a los viejos y oxidados raíles de la abandonada vía. Ya faltaba poco para llegar, cinco o diez minutos como mucho, andando a paso tranquilo. Pero según se acercaba, fue notando que todo tenía un aspecto distinto. La vegetación había sido arrancada dejando paso a un gran camino de tierra desmenuzada por las ruedas de camiones y escavadoras. El ruido de las maquinas y los gritos de los obreros lo sacaron de su mundo interior. Los raíles y travesaños de las vías estaban siendo arrancados y de la caseta únicamente quedaban cuatro cascotes diseminados. Jacinto se llevo la mano a la boca en un gesto de asombro y tristeza. Por lo visto la nueva autopista iba a pasar justo por allí. Las lágrimas le cayeron mudas y desordenadas. La autopista le robaba uno de sus monumentos más queridos. Sin la caseta, el recuerdo de aquel día junto a Elisa se tornaba difuso y escurridizo. Y eso le dolía tanto como la perdida de un ser querido.
6 comentarios:
Este cuento deja un algo de tristeza al final...
te imaginas el paseo sin la caseta.
Es de esos cuentos en que un objeto acaba siendo protagonista.
Un beso.
ayyy! pero qué bonito! coño Pepe, coño, qué grande eres
Con tu relato (exquisito) me dejas pensando en lo raro que es enfrentarse a nuestros ex hogares.
Pararse ante una puerta cerrada, recordar todo lo que fue, saber que si la puerta se abre nada de eso existe, añorar incluso lo amargo.
Y pienso también en si los hombres y las mujeres recordamos el ex sexo de la misma forma.
Qué tetas tenía la condenada...
Tras leerte hice el ejercicio.
Traté de recordar atributos y n pude.
Sólo llegaron atmosferas.
Supongo que tiene que ver con a forma en que enfrentamos el sexo, tan diferente, hombres y mujeres.
Los hombres en lo visual...la mujer en lo mental.
Teorías locas.
Me haces pensar.
Un beso, Pepe.
(Te he escrito al gmail..no sé si lo lees)
Lena, mejor me escribes a: perezazzz@hotmail.com
alfaro y Adriana, un besazo
Evocador, um,¡ que tetas tenia la condenada! y le inundaba una sonrisa, casi como si pudiera palpar el ambiente de nuevo...
Muy bello.
Un abrazo
Melancólico.. el recuerdo de las coss idas y solo recordadas...con un deje triste...buen relato
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