El coche de policía avanzaba a toda velocidad por las calles de la ciudad. Los otros coches, alertados por las sirenas, se apartaban cediéndole el paso. Él iba prisionero en los asientos traseros separado de la pareja de policías, que iban en la parte delantera del vehículo, por una resistente mampara de metacrilato reforzado. Tenía las manos pegajosas por la sangre que empezaba a secarse. Aunque no pudo vérselas porque las tenía esposadas a la espalda. Notó las muñecas doloridas por la presión del metal y deseó que llegasen cuanto antes a la comisaría para que se las quitasen.
Nada más llegar le llevaron a una sala de interrogatorios y le dejaron allí. Echó un rápido vistazo al sitio. La sala era mucho más siniestra que las que había visto en las películas, lo cual confirmaba el dicho: La realidad siempre supera a la ficción. Mientras aguardaba se miró las marcas que le habían dejado las esposas en las muñecas. Se las frotó con las manos intentando, en vano, que desapareciesen. Al rato entró un hombre de mediana edad vestido de paisano. El hombre tenía un rostro amigable que le recordó a un profesor de matemáticas que tuvo en octavo de EGB, un tipo entrañable del que guardaba un buen recuerdo. El policía se sentó frente a él y dejó sobre la mesa un paquete de tabaco rubio y un mechero.
- ¿Quieres un cigarro? – le dijo.
- Sí, por favor – le respondió él.
- Sírvete tú mismo.
- Tengo las manos manchadas.
El policía cogió un cigarro y se lo alargó. Él lo cogió. El policía le dio fuego con el mechero. Después le miró a los ojos y con un tono grave le dijo:
- Te has metido en un buen lío, ¿lo sabes, no?
- Sí señor – respondió él, echando el humo del cigarro por la nariz.
- Has herido gravemente a un adolescente…
- No fue mi intención… Yo sólo quería…
- ¿Qué es lo que querías? ¿Robarle?
- No señor, nada de eso. Fue un accidente.
El policía cogió el paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo.
- ¿Un accidente? Explícate.
Él guardó silencio, no se atrevía a decirle que todo lo sucedido se debía a una pareja de patos…
Todo empezó durante las vacaciones del verano pasado. Dos meses antes su compañera había fallecido en un accidente de tráfico y las vacaciones estivales le estaban resultando una tortura. No viajó a ningún sitio. No tenía el cuerpo para viajes a la playa o cosas por el estilo, así que se quedó en casa. Sí, aquel verano fue duro de llevar. Sentía tanto dolor por la pérdida de su pareja que era incapaz de ver una salida. Incluso llegó a sopesar muy seriamente la idea del suicidio. Lo que fuera con tal de acabar con el dolor. Con el fresco de la noche todo era más llevadero por eso adquirió la costumbre de esperar la madrugada asomado al balcón. Dicho balcón daba a un parque rodeado de otros edificios. Ya que le era imposible dormir prefería quedarse allí observando cómo las luces de sus vecinos se iban apagando según pasaban las horas. Una de esas noches, a mediados de julio, llegó la pareja de patos. Uno era negro con manchas blancas, el otro era simplemente gris. Aparecieron en el parque rebuscando con sus picos entre el césped. De inmediato decidió que el gris era la hembra y el otro el macho, no tenía ninguna base para saber que era así, pero esa fue su conclusión. Entró en la cocina. Cogió un cuscurro de pan duro y lo humedeció poniéndolo debajo del grifo. Salió al balcón con el pan y lo arrojó al parque. Los patos al ver el pan se lanzaron a por él y lo estuvieron picoteando hasta que no quedo ni una miga. De pronto los aspersores del parque se pusieron en funcionamiento espantando a las aves con los chorros de agua. La pareja de patos levantó el vuelo y se alejaron en dirección al río. Al quedarse solo notó de nuevo el dolor, el mismo que le venía corroyendo desde el día que ella murió. Se dio cuenta de qué durante los breves minutos que había compartido con los patos se había sentido libre de todo sufrimiento. Por primera vez el dolor le había concedido una pequeña tregua.
Al igual que la noche anterior los patos llegaron a eso de la una de la madrugada. Él estaba en el balcón. Se alegró de verlos llegar. Esta vez, además de pan húmedo, les echó unas cuantas hojas de lechuga y una manzana cortada en pequeños pedazos. Los patos se dieron un festín y para cuando los aspersores se pusieron en funcionamiento ya habían acabado con todo.
La noche siguiente los patos acudieron directamente debajo de su balcón. Él les echó un surtido de frutas cortadas en pequeños pedazos. Los patos se lo agradecieron dando buena cuenta del banquete. Se fijó en que el pato negro con manchas blancas, es decir, el que él había tomado por macho, le cedía los mejores bocados al pato gris. Pensó que era una galantería por su parte. Eso le hizo profundizar en la relación que mantenían las aves. Se los imaginó al acabar el verano volando hacia África, salvando juntos todas las dificultades y peligros del viaje. Las vio viviendo en la sabana africana protegiéndose el uno al otro de los depredadores. Eso era mucho más de lo que él había logrado con la que fue pareja. Admiró a los patos por su complicidad y su fidelidad, de hecho, llegó a envidiarlos, pero con esa envidia sana que se le tiene a los más favorecidos. El dolor siempre desaparecía cuando acudían los patos. Durante esos quince o veinte minutos se veía libre de toda pesadumbre. Era un pacto entre su corazón y él, una pequeña tregua para coger fuerzas y poder sobrellevar el sufrimiento que le aguardaba en cuando los patos se fueran.
Así fueron pasando los días hasta que las vacaciones terminaron y tuvo que volver al trabajo. Para él fue un alivio. Por lo menos estaba ocupado con sus labores y el dolor era más llevadero. Por las noches esperaba a los patos para darles de comer y compartir con ellos unos momentos de paz. Acabado el verano empezó a sentirse mejor. Seguía echando de menos a su compañera. Estaba aprendido a vivir sin ella y eso hacía que todo fuera más fácil y menos doloroso. Cuando el buen tiempo dio paso al descenso de las temperaturas los patos dejaron de acudir. Él supuso que habían emigrado al sur huyendo del frío. Supo que los iba a echar de menos pero lo aceptó y siguió con su vida.
Pasó un año. De vez en cuando se acordaba de ellos. Se preguntaba si seguirían vivos y si volvería a verlos. Una noche, a principios de junio, volvieron a aparecer. Él estaba viendo la televisión con las ventanas abiertas y los escuchó en el parque. Cuando se asomó al balcón y los vio, no pudo dar crédito a sus ojos. Sin embargo allí estaban. Se alegró de verlos, de hecho, se alegró muchísimo de verlos. Fue como volver a reencontrarse con unos viejos amigos. De inmediato entró en la cocina y buscó algo bueno para darles de comer.
Viendo a los patos comer, pensó en lo maravilloso de permanecer juntos y casi sin querer el recuerdo de ella llegó de forma involuntaria. Por supuesto que lo tenía superado y pensó en ella con una brizna de nostalgia. El pato negro con manchas blancas seguía cediéndole los mejores bocados al pato gris. La de cosas que habrían compartido esos patos. Había oído decir que se emparejaban de por vida. Le pareció maravilloso que fuera así y que él fuese testigo de ello.
Y llegó el fatídico día.
Él había salido bastante tarde del trabajo. Mientras se hacía la cena escuchó en el parque las voces de un grupo de chavales que trataban de impresionar a unas chicas, pero no le dio importancia. En vez de eso se concentró en darle la vuelta a la tortilla de patatas que estaba cocinando.
Cenó viendo la tele. En el canal Odisea emitían un documental sobre ataques de tiburones a bañistas. Un surfero narraba su encuentro con un tiburón toro y mostraba a la cámara las cicatrices que le habían quedado en el abdomen como recordatorio de la experiencia. De pronto escuchó una frase que venía del parque: Mirad, unos patos. Se levantó del sofá de un brinco y se asomó a la ventana. Efectivamente, los patos habían llegado. Uno de los chavales de la cuadrilla señalaba su posición con el brazo estirado. Dos de los jóvenes se pusieron de acuerdo para rodear a los patos avanzando cada uno por un lado. Él, desde su ventana, vio la estrategia de caza.
- No se os ocurra hacerle nada a los patos – les gritó.
En un primer momento los chavales se quedaron parados mirando hacia el edificio, tratando de ubicar de dónde venía la voz que les prohibía hacerles nada a los patos. Cuando le vieron no les debió parecer lo suficientemente amenazante porque de seguido le insultaron acompañando los insultos con cortes de manga y demás gestos obscenos. Con su prohibición había logrado el efecto contrario. Sin darse cuenta les había ofrecido una oportunidad de oro para que ellos, los chavales, se envalentonasen delante de las chicas. Sabiendo que desde allí no iba a poder hacer nada para proteger a los patos salió de la casa y bajó a la calle lo más rápido que pudo. Rodeó el edificio y llegó corriendo al parque. Justo en ese momento vio a uno de los chavales lanzando una patada traicionera al pato gris…
Continuará.
® pepe pereza
Nada más llegar le llevaron a una sala de interrogatorios y le dejaron allí. Echó un rápido vistazo al sitio. La sala era mucho más siniestra que las que había visto en las películas, lo cual confirmaba el dicho: La realidad siempre supera a la ficción. Mientras aguardaba se miró las marcas que le habían dejado las esposas en las muñecas. Se las frotó con las manos intentando, en vano, que desapareciesen. Al rato entró un hombre de mediana edad vestido de paisano. El hombre tenía un rostro amigable que le recordó a un profesor de matemáticas que tuvo en octavo de EGB, un tipo entrañable del que guardaba un buen recuerdo. El policía se sentó frente a él y dejó sobre la mesa un paquete de tabaco rubio y un mechero.
- ¿Quieres un cigarro? – le dijo.
- Sí, por favor – le respondió él.
- Sírvete tú mismo.
- Tengo las manos manchadas.
El policía cogió un cigarro y se lo alargó. Él lo cogió. El policía le dio fuego con el mechero. Después le miró a los ojos y con un tono grave le dijo:
- Te has metido en un buen lío, ¿lo sabes, no?
- Sí señor – respondió él, echando el humo del cigarro por la nariz.
- Has herido gravemente a un adolescente…
- No fue mi intención… Yo sólo quería…
- ¿Qué es lo que querías? ¿Robarle?
- No señor, nada de eso. Fue un accidente.
El policía cogió el paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo.
- ¿Un accidente? Explícate.
Él guardó silencio, no se atrevía a decirle que todo lo sucedido se debía a una pareja de patos…
Todo empezó durante las vacaciones del verano pasado. Dos meses antes su compañera había fallecido en un accidente de tráfico y las vacaciones estivales le estaban resultando una tortura. No viajó a ningún sitio. No tenía el cuerpo para viajes a la playa o cosas por el estilo, así que se quedó en casa. Sí, aquel verano fue duro de llevar. Sentía tanto dolor por la pérdida de su pareja que era incapaz de ver una salida. Incluso llegó a sopesar muy seriamente la idea del suicidio. Lo que fuera con tal de acabar con el dolor. Con el fresco de la noche todo era más llevadero por eso adquirió la costumbre de esperar la madrugada asomado al balcón. Dicho balcón daba a un parque rodeado de otros edificios. Ya que le era imposible dormir prefería quedarse allí observando cómo las luces de sus vecinos se iban apagando según pasaban las horas. Una de esas noches, a mediados de julio, llegó la pareja de patos. Uno era negro con manchas blancas, el otro era simplemente gris. Aparecieron en el parque rebuscando con sus picos entre el césped. De inmediato decidió que el gris era la hembra y el otro el macho, no tenía ninguna base para saber que era así, pero esa fue su conclusión. Entró en la cocina. Cogió un cuscurro de pan duro y lo humedeció poniéndolo debajo del grifo. Salió al balcón con el pan y lo arrojó al parque. Los patos al ver el pan se lanzaron a por él y lo estuvieron picoteando hasta que no quedo ni una miga. De pronto los aspersores del parque se pusieron en funcionamiento espantando a las aves con los chorros de agua. La pareja de patos levantó el vuelo y se alejaron en dirección al río. Al quedarse solo notó de nuevo el dolor, el mismo que le venía corroyendo desde el día que ella murió. Se dio cuenta de qué durante los breves minutos que había compartido con los patos se había sentido libre de todo sufrimiento. Por primera vez el dolor le había concedido una pequeña tregua.
Al igual que la noche anterior los patos llegaron a eso de la una de la madrugada. Él estaba en el balcón. Se alegró de verlos llegar. Esta vez, además de pan húmedo, les echó unas cuantas hojas de lechuga y una manzana cortada en pequeños pedazos. Los patos se dieron un festín y para cuando los aspersores se pusieron en funcionamiento ya habían acabado con todo.
La noche siguiente los patos acudieron directamente debajo de su balcón. Él les echó un surtido de frutas cortadas en pequeños pedazos. Los patos se lo agradecieron dando buena cuenta del banquete. Se fijó en que el pato negro con manchas blancas, es decir, el que él había tomado por macho, le cedía los mejores bocados al pato gris. Pensó que era una galantería por su parte. Eso le hizo profundizar en la relación que mantenían las aves. Se los imaginó al acabar el verano volando hacia África, salvando juntos todas las dificultades y peligros del viaje. Las vio viviendo en la sabana africana protegiéndose el uno al otro de los depredadores. Eso era mucho más de lo que él había logrado con la que fue pareja. Admiró a los patos por su complicidad y su fidelidad, de hecho, llegó a envidiarlos, pero con esa envidia sana que se le tiene a los más favorecidos. El dolor siempre desaparecía cuando acudían los patos. Durante esos quince o veinte minutos se veía libre de toda pesadumbre. Era un pacto entre su corazón y él, una pequeña tregua para coger fuerzas y poder sobrellevar el sufrimiento que le aguardaba en cuando los patos se fueran.
Así fueron pasando los días hasta que las vacaciones terminaron y tuvo que volver al trabajo. Para él fue un alivio. Por lo menos estaba ocupado con sus labores y el dolor era más llevadero. Por las noches esperaba a los patos para darles de comer y compartir con ellos unos momentos de paz. Acabado el verano empezó a sentirse mejor. Seguía echando de menos a su compañera. Estaba aprendido a vivir sin ella y eso hacía que todo fuera más fácil y menos doloroso. Cuando el buen tiempo dio paso al descenso de las temperaturas los patos dejaron de acudir. Él supuso que habían emigrado al sur huyendo del frío. Supo que los iba a echar de menos pero lo aceptó y siguió con su vida.
Pasó un año. De vez en cuando se acordaba de ellos. Se preguntaba si seguirían vivos y si volvería a verlos. Una noche, a principios de junio, volvieron a aparecer. Él estaba viendo la televisión con las ventanas abiertas y los escuchó en el parque. Cuando se asomó al balcón y los vio, no pudo dar crédito a sus ojos. Sin embargo allí estaban. Se alegró de verlos, de hecho, se alegró muchísimo de verlos. Fue como volver a reencontrarse con unos viejos amigos. De inmediato entró en la cocina y buscó algo bueno para darles de comer.
Viendo a los patos comer, pensó en lo maravilloso de permanecer juntos y casi sin querer el recuerdo de ella llegó de forma involuntaria. Por supuesto que lo tenía superado y pensó en ella con una brizna de nostalgia. El pato negro con manchas blancas seguía cediéndole los mejores bocados al pato gris. La de cosas que habrían compartido esos patos. Había oído decir que se emparejaban de por vida. Le pareció maravilloso que fuera así y que él fuese testigo de ello.
Y llegó el fatídico día.
Él había salido bastante tarde del trabajo. Mientras se hacía la cena escuchó en el parque las voces de un grupo de chavales que trataban de impresionar a unas chicas, pero no le dio importancia. En vez de eso se concentró en darle la vuelta a la tortilla de patatas que estaba cocinando.
Cenó viendo la tele. En el canal Odisea emitían un documental sobre ataques de tiburones a bañistas. Un surfero narraba su encuentro con un tiburón toro y mostraba a la cámara las cicatrices que le habían quedado en el abdomen como recordatorio de la experiencia. De pronto escuchó una frase que venía del parque: Mirad, unos patos. Se levantó del sofá de un brinco y se asomó a la ventana. Efectivamente, los patos habían llegado. Uno de los chavales de la cuadrilla señalaba su posición con el brazo estirado. Dos de los jóvenes se pusieron de acuerdo para rodear a los patos avanzando cada uno por un lado. Él, desde su ventana, vio la estrategia de caza.
- No se os ocurra hacerle nada a los patos – les gritó.
En un primer momento los chavales se quedaron parados mirando hacia el edificio, tratando de ubicar de dónde venía la voz que les prohibía hacerles nada a los patos. Cuando le vieron no les debió parecer lo suficientemente amenazante porque de seguido le insultaron acompañando los insultos con cortes de manga y demás gestos obscenos. Con su prohibición había logrado el efecto contrario. Sin darse cuenta les había ofrecido una oportunidad de oro para que ellos, los chavales, se envalentonasen delante de las chicas. Sabiendo que desde allí no iba a poder hacer nada para proteger a los patos salió de la casa y bajó a la calle lo más rápido que pudo. Rodeó el edificio y llegó corriendo al parque. Justo en ese momento vio a uno de los chavales lanzando una patada traicionera al pato gris…
Continuará.
® pepe pereza
2 comentarios:
Cuando se atraviesa por un mal momento como tu protagonista, uno se agarra a los escasos minutos de paz mental que te ofrece la vida. También, irremediablemente, esos instantes serán el vínculo subliminal que te ligue a esa pérdida; convirtiéndolos así, en símbolos sagrados.
Me está gustando tu relato. Se empatiza perfectamente con el protagonista de la historia y se espera cualquier cosa de él.
Andaré pendiente del final.
Un besazo, Pepe.
Besazo Luisa.
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