jueves, 18 de noviembre de 2010

RELATO DE ANA PATRICIA MOYA

DON JUAN CONQUISTADOR
Rafael condujo hacía su apartamento, dispuesto a descansar de la jornada laboral. En el teléfono, mensajes lastimeros de su anterior pareja, que exigía explicaciones: Rafael llevaba meses sin contactar con ella. Ni llamadas, ni mensajes al buzón del correo electrónico: nada. Y es que, para aquel hombre, ya no había amor, y su ex, la que con voz desesperada lo reclamaba a través del aparato, no había asumido que, con esa repentina desaparición, se confirmaba la ruptura. Rafael borró todos los mensajes: estaba agotado y no le apetecía escuchar las desgracias de una mujer abandonada. Con la ignorancia, tarde o temprano, todas se olvidan de él. Miró el reloj: había invitado a su nueva novia a cenar en su casa, y por eso, preparó unas exquisitas especialidades y se encargó de crear un ambiente adecuado – velas, música suave, luz tenue, pétalos de rosas en la cama - para que su invitada se sintiera cómoda. Al término de la suculenta comida, Rafael comenzó con sus insinuaciones: quería hacer el amor, desde hacía semanas esperó, ansioso, el momento. Y aquella noche tenía que ser especial para su chica, que se encontraba nerviosa pues era su primera experiencia sexual. Él lo sabía: la calmaba con palabras amables, con cariñosos susurros. Rafael era un extraordinario amante. Después de horas interminables de besos y caricias, él, con todo el cuidado del mundo, la penetró. Hubo un poco de sangre, pero no hubo dolor, sí un placer indescriptible, compartido por ambos; él, que sentía como al entrar en ella, se convertía en el dueño de todo su ser; ella, estaba uniéndose a una persona a la que quería de corazón. Todo fue perfecto. Acabaron aquel ritual mágico con bromas y risas. Ella se tenía marchar: la responsabilidad laboral la reclamaba. Y cuando la mujer se levantó de su lado, comenzó la transformación: Rafael dejó de ser gracioso, dejó de ser cálido. La conquista había concluido. El verdadero Rafael, desde la cama, estaba deseando que se largase, le metió prisa: ella quería ducharse, pero él le dijo que lo hiciera en su casa, con el pretexto de que en breve llegaría la asistenta de la limpieza. Finalmente, ella se vistió, rauda, le dijo que le llamaría luego, le regaló un tímido beso en los labios que no fue bien recibido por él que, malhumorado, en un gesto insensible, le dedicó un “adiós” tan seco que a la chica le sentó fatal. Sin embargo, no cuestionó nada, supuso que estaría molesto por haber manchado un poco las sábanas, y se marchó, cabizbaja: Rafael ni se preocupó en despedirse acompañándola a la puerta. Él se incorporó del edredón, sacó su caja de tabaco y empezó a fumar. Dejó de existir el sentimiento. Sacó su móvil y borró el número de la que acababa de marcharse, y, para evitar quebraderos de cabeza, también activó el desvío de llamadas. Luego, se incorporó, tomó su ordenador portátil, bloqueó su dirección del messenger; miró la agenda de cosas pendientes – hacer la compra, la cita con el médico, entregar dos informes al despacho del director - y mandó su anuncio para una web de citas: “se busca chica para relación estable, preferiblemente, virgen”. Mientras miraba como su mensaje se colgaba automáticamente en la página, Rafael decidió dejar de asistir a la consulta del psicólogo: no podía entender ni evitar esa obsesión de desflorar mujeres y abandonarlas una vez culminado el acto más delicado del amor.

® Ana Patricia Moya

1 comentario:

LA BICHA dijo...

Me ha encantao el relato Ana esta genial un besote