lunes, 19 de marzo de 2012

RELATOS DEL HUMO (y hachís) - HACKER

HACKER
Estaba harto de que las editoriales me devolvieran mis manuscritos, más que harto. En ese caso en concreto era lo escueto del mensaje lo que me cabreaba. Había recibido muchas otras cartas y en todas ellas los editores, al menos, se habían tomado la molestia de darme una explicación satisfactoria de por qué no iban a publicar mi novela. Volví a releer la misiva:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.
Podían haberme dicho, por ejemplo, en qué no se ajustaba mi proyecto a su mierda de línea editorial, pero ni eso. Volví a releerla una vez más:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.
Y otra:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.
Decidí vengarme. Yo tenía los suficientes conocimientos de informática y programación como para colarme en cualquier ordenador que no estuviese fuertemente protegido.
He de reconocer que últimamente estaba muy alterado y cualquier cosa me sacaba de quicio. Hacía tres días que había dejado de fumar y desde entonces era un manojo de nervios. Me sentí tentado de encenderme un cigarro, de hecho me llevé la mano al bolsillo de la camisa para coger el paquete, pero al notarlo vacío recordé que lo estaba dejando. Por distraerme leí otra vez la carta:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.
-¡Saludos cordiales! Meteos los saludos por el culo, panda de hijos de puta. Os vais a enterar de quién soy yo.
Después de un cuarto de hora tecleando códigos, conseguí colarme en el ordenador de la editorial. Tenía la intención de borrar todos sus datos, pero antes decidí echar un vistazo al disco duro. Rebuscando encontré los informes de los escritores que tenían en plantilla, en dichos informes estaban todos los datos personales. También localicé manuscritos inéditos que esperaban ser evaluados y galeradas que estaban pendientes de publicación. La editorial era de las más prestigiosas del país con lo cual todos los escritores que gozaban de fama estaban allí. De hecho, algunos de mis escritores favoritos figuraban en la lista. Tenía un tesoro entre manos. Elegí un inédito de uno de mis escritores preferidos y empecé a leerlo. Enseguida me vi atrapado por la trama. Estuve leyendo durante horas hasta que lo terminé. Decidí meter algunas frases de mi cosecha. Lo hice aquí allí, en todo lo largo de la historia. No eran frases largas, siquiera daban relevancia a la trama, pero eran frases que yo había colado dentro del libro de uno de mis autores más admirado y con eso me bastaba.
A la noche siguiente volví al disco duro de la editorial. Quería echar un vistazo al libro con mis añadidos. Me sorprendí al comprobar que las palabras que yo había escrito seguían allí, mezcladas con las del célebre escritor. Eso me dio ánimos para hacer lo mismo con otros manuscritos. Elegí el texto de otro autor que admiraba. En este caso eran relatos de ficción. Los leí atentamente. El primero y el segundo eran perfectos, hubiera sido un crimen añadir algo en ellos, sin embargo en el tercer relato vi huecos donde podía incluir algunas frases de mi cosecha. Me puse ello. En el cuarto relato el protagonista fumaba sin parar y tuve la urgente necesidad de encenderme un pitillo. Tenía un paquete guardado en el cajón del escritorio, llevaba allí desde que tomé la decisión de dejar de fumar, es decir, desde hacía cuatro días. Lo decidí después de ver un documental en el que mostraban de forma explícita los estragos que producía el tabaco en los órganos vitales. Algo asqueroso, así que intenté dejarlo. Quise leer otra vez el relato. Imposible. Yo estaba acostumbrado a leer fumando, el humo en mis pulmones era el complemento ideal para acompañar cualquier lectura, privado de ese placer era incapaz de leer dos líneas sin pensar en fumar. La batalla contra la nicotina era un trabajo duro y concienzudo que requería de toda mi fortaleza. Maldije mi suerte. Había encontrado un filón literario y por culpa del dichoso tabaco no estaba gozando plenamente de la experiencia. Volví al regateo conmigo mismo. Un hemisferio de mi cerebro me ordenaba encenderme un cigarro, mientras que el otro me obligaba a mantenerme impertérrito ante todos los pretextos. El conflicto no dejaba hueco para la concentración que requería la lectura así que la aplacé para otro momento.
Estaba cansado de luchar contra mi adicción. Me habían dicho que a partir del tercer día todo era más fácil, pero ya llevaba cuatro y estaba en mis peores momentos. Me acerqué hasta la cocina para prepararme un café pero recordé que la cafeína acentuaba la necesidad de fumar. Abrí la nevera y opté por un zumo de piña. Con el vaso lleno regresé al salón y me senté frente al ordenador. Vi mi reflejo distorsionado en lo negro de la pantalla, me fijé en los restos de nicotina que estaban adheridos al marco, la de cigarros y porros que me había fumado frente a esa pantalla. Abrí el cajón del escritorio donde guardaba el paquete de tabaco y me quedé mirándolo. Escuché las vocecillas de los cigarros rogándome que me los llevara a la boca y les prendiera fuego. Eran voces chillonas y nítidas que entraban por los tímpanos y se clavaban en el cerebro. Cerré con rabia el cajón. Aún así seguí escuchando sus vocecillas.
Durante las siguientes semanas luché con mi adicción y poco a poco lo fui superando. Evidentemente seguir colándome en el disco duro de la editorial para continuar mi labor de polizón de textos.
Con el tiempo se publicó uno de esos libros. Compré un ejemplar en cuanto lo pusieron a la venta. Lo abrí por las páginas donde estaban los fragmentos de mi autoría y los leí orgulloso. Mis interpolaciones se fusionaban con la prosa del autor en una íntima y secreta simbiosis. Pronto publicarían más libros con mi impronta camuflada. Los lectores me leerían sin saber que lo estaban haciendo. Pensé detenidamente en ello y me sentí un poco triste. Me di ánimos y me dije que debía disfrutar del pequeño éxito. Me convenía ser optimista. Ya me llegaría la hora, mientras tanto me conformaría con eso.
Llevaba meses sin fumar, no obstante para celebrar mi éxito entré en un estanco, compré un paquete y seguidamente me encendí un cigarro.

Pepe Pereza, “Relatos del humo (y hachís)”, Editorial Origami, Narrativa, Cádiz 2012. Prólogo de David González.

Cortado y pegado del blog de Luis Miguel Rabanal “Más palabras para olvidar”

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