Te escribiré una novela, pensé. Como si ella estuviese delante.
Me encontraba sentado a la mesa de una de mis cafeterías favoritas, puliendo sueños sobre la madera de roble en la que terminaba un café. La superficie sufría de heridas y desconchones. Heridas y cicatrices como las que custodiaban mi corazón.
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Ella nunca leía. Y yo me desgañitaba con una vieja pluma y un cartapacio de folios en escribir novelas que dejaba a medias, en procrear con la tinta y dar a luz los versos más tristes o bellos, como los atardeceres de cementerio o los vuelos inquietos de las mariposas. Quería crear algo. Necesitaba forjar un universo de papel para ella. Al final, todos los esfuerzos se clausuraban en la papelera y, a mis veintinueve años, aún no había terminado un libro; pero sí muchos cuentos que ella apenas hojeaba. Por eso pensé: “Te escribiré una novela”.
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Estuvimos conversando un rato. Y era como si quisiéramos sepultar el mundo y la fragilidad de las personas y sus miserias con muchos litros de café y prosas dispersas en cuadernos. Porque el mundo, estaba claro, no lo íbamos a arreglar ninguno de los dos. Y a mí la pala de enterrador me pesaba tras la tarde previa, cuando con un “Creo que ya no te quiero” se me deshizo el nudo de la felicidad, y las vísceras de la alegría se me desparramaron por el escroto y el ano, y me cayeron en los zapatos con un tonelaje de hierro que me jodió los dedos de los pies e hizo que al estómago le faltase algo, como si me lo hubieran vaciado de repente y por dentro sólo resonaran las escobillas giratorias que vemos en los desiertos y en los pueblos abandonados.
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Por la taberna comenzaron a cruzar tipos armados hasta los dientes de soledad y abandono. Todos ellos presentaban caretos en los que el tiempo y la miseria moral había esculpido a su antojo, dejándome a la vista una legión de cadáveres llenos de encías medio podridas, bolsas enfermas de insomnio y de fealdad, narices como castillos ruinosos, orejas mugrientas en las que parecían haberse refugiado los murciélagos, pómulos y mejillas infartados por el susto de topar con un vampiro, bigotazos grandes como buques fúnebres, tripas kilométricas y desmesuradas y por cuyas superficies ella y yo podríamos haber caminado con temor al cansancio, manos de cíclope y de ogro con un refuerzo de uñas embestidas por el acoso de la mugre y el cansancio de la vida cuando es dura y tiene visos de cuchillo.
Ese desfile ruinoso me deprimió un poco. Antes soportaba esas visiones: ambos nos reíamos de ellos, de sus escombros y derrumbes faciales. Pero aquella noche, delante de la cuarta o quinta cerveza, pensé que podría terminar convertido en un fulano de esa prosapia. Y no me gustó.
Pedidos:
Cortado y pegado de aquí:
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