domingo, 16 de septiembre de 2012

BAJARSE AL MORO – PABLO CEREZAL

Bajarse al moro

Por: EL PAÍS
14 de septiembre de 2012

Autor invitado: Pablo Cerezal (*)

Malika afirma haber cumplido los 56 recientemente. Pocos de entre nosotros, por muy viajados y enterados que nos consideremos, podríamos adivinarlo. Más probablemente situaríamos a esta mujer en la decadencia de los 70 años, o incluso en la adolescencia de los 80, balanceándose en una discreta frontera temporal que amenaza desaparecer de inmediato.
Conocí a Malika en casa de la abuela Fátima. A pesar de haber frecuentado su hogar durante años, en ninguna ocasión, durante ese tiempo, había tenido la fortuna de que Malika estuviera presente. Resulta que la mujer sólo se acerca de tanto en tanto a la vieja vivienda del barrio de Sbata, en Meknés, donde Fátima cohabita con dos de sus hijos, sus respectivas mujeres, y los correspondientes racimos de alborotados retoños, para ofrecer su ayuda en las distintas labores domésticas, yendo éstas de la esmerada preparación de la comida al concienzudo fregado de suelos y cacharros.
Malika no puede ofertar su colaboración a diario porque se lo imposibilita una grave afección. “Algo de la vesícula” dice ella, sin saber confirmar el diagnóstico proporcionado por un médico al que sólo acude cuando los beneficios económicos de sus trabajos domésticos se lo permiten. El sistema sanitario marroquí está más cerca del que puede llegar a ser el español (de seguir los derroteros impuestos por la “crisis económica”) que del que fue hace apenas un año, y la esperanza de vida de los ciudadanos del país vecino se sustenta más en su capacidad económica que en la del reinado alauí para evitar que la enfermedad continúe mordisqueando la salud de sus nacionales. En caso de disponer del suficiente número de dirhams podrán acudir a un médico privado. Éste, quizás, tras imponer la obligatoriedad de numerosas, onerosas pruebas diagnósticas al paciente, podrá ofrecerle definitiva solución a sus males.
Los ingresos de Malika se limitan a las escuetas propinas que obtiene, de diferentes vecinos, a cambio de sus esporádicas labores hogareñas. También, muy de tanto en tanto, recibe algo de dinero que su hijo, militar de profesión, ha conseguido ahorrar durante meses de vida monacal. Ella siempre quiso que su hijo estudiase, que fuese hombre de provecho, pero su difunto marido le empujó, siendo aún adolescente, a las filas del ejército marroquí, como solución urgente a su costosa estancia en el hogar paterno. Cuando antes marchase de casa antes debería dejar de alimentarlo. Eso ocurrió hace ya más de 15 años.
Fue autorizar la Marina Real Marroquí la incorporación a filas del joven y, acto seguido, fallecer el marido de Malika sin posibilidad de pensión compensatoria alguna para la viuda, por no haber ejercido aquél trabajo asalariado suscrito a las normas de ningún contrato legal.
En la actualidad, pues, Malika depende de sus esporádicos trabajos y de la beneficencia de vecinos y amigos. Afortunadamente, asegura ella, apenas puede comer, se lo impide “el problema” de su vesícula, y puede invertir por tanto sus escasos ingresos en necesidades menos perentorias para el común de los marroquíes. El poco dinero que la mujer gana o recibe acaba, normalmente, en manos de comerciantes, más o menos fiables, de alcohol, tabaco y hachís.
Asegura ella que son tales adicciones las únicas que calman sus persistentes dolores, especialmente el hachís.
El vino apenas puede ya disfrutarlo. Demasiado caro. Además asegura que nunca le gustó en demasía. Sólo comenzó a consumirlo para retener a su marido en casa. “Antes de que fuese por ahí, a beber vino con cualquier mujerzuela, se emborrachase y acabase siéndome infiel, compraba yo el vino y abría la botella antes de que él pusiese los pies en la calle. Nos bebíamos la botella entera y luego no le quedaban ganas de salir a buscarse a otra”.
La cerveza le gusta porque asegura estar cansada de beber siempre refrescos dulces de los que consumen a espuertas sus compatriotas. Con algo más de sarcasmo, afirma que la vida no es dulce sino amarga, como la cerveza, y que es de bien nacidos ser agradecidos. Así que da gracias a la vida embriagándose de su amargor, y del de la cerveza Flag Spècial, quizás la más barata de entre todas las que se producen en Marruecos.
Respecto al hachís, el tema se complica. Malika no acierta a dar con la razón exacta de lo que considera adicción a mucha honra. “A algo hay que engancharse. Antes me enganché a mi marido, después a mi hijo, ahora que no tengo a ninguno...a algo tenía que engancharme”.
Podríamos pensar en la importancia que, en tal adicción, tiene el hecho de ser Malika natural de Ketama, esa lóbrega ciudad oculta en lo más abrupto de la cordillera del Rif y famosa por que el empleo más habitual de sus ciudadanos pasa por ser la siembra y recolección de cannabis, hecho que no pocos gobiernos encuentran susceptible de peligropara aquellos de sus nacionales que decidan emprender ruta por sus alrededores. Por supuesto, la labor de los oriundos de Ketama a la que, de reojo y con cautela, miran los estados occidentales, es la conversión del cannabis en hachís que pasará a ser vendido en voluminosas cantidades y proporcionar no exiguos ingresos a los esforzados agricultores.
Pero, asegura Malika, su familia era de las pocas de Ketama que no se dedicaban al negocio del hachís. Su padre regentaba una tintorería, y ése no es buen negocio, dice, en un pueblo donde la ropa casi forma parte externa de la piel de sus habitantes. Eso sí, independientemente del trabajo de su progenitor, Malika comenzó a fumar desde muy joven...como todos allí.
El hachís es lo que le mantiene con vida. Así lo asegura ella, mientras propicia una calada al irregular porro que, momentos antes, con seductora parsimonia, ha manufacturado con sus esqueléticos dedos. Es lo que la mantiene con la mente despierta, nadie va a cambiar su opinión. De no ser por los porros habría olvidado incluso el perfecto francés que habla desde la más tierna infancia. “También me habría olvidado de vivir, seguramente”. Y es en esta frase donde quieren hallar todos los miembros adultos de la familia de Fátima la razón de su desmedido consumo de hachís, por más que ella insista en que sólo es por seguir siendo adicta a algo, porque todos tenemos nuestras adicciones y cuando dejamos de tenerlas, sencillamente, morimos. La familia clama al unísono que es el hachís lo que acabara matando a la buena mujer.
Malika es de hablar pausado y escaso. Sus ojos destellan un azul hiperreal desde la oscura gruta de sendas ojerosas cuencas oculares. Su dentadura, bombardeada de caries y piorreas, parece ir a desprenderse de una mandíbula a la que se adhiere una fina capa de cuero que parecería el expuesto en las curtidurías de Fez, cuando el sol se encarga de rebañar sus últimos residuos. Viste siempre una camiseta prestada por alguno de los nietos pequeños de Fátima cuya suciedad impide que prestemos atención a lo holgado de su hechura, a lo estrecho de la osamenta que apenas alcanza a esconder. Camina como aquel personaje bíblico que decidió mirar atrás, en el justo momento en que fue convertido en estatua de sal. Tiene una voz grave y cavernosa que se agrieta no pocas veces en una seca tos o una muda carcajada que sólo adivinamos por el concéntrico solapamiento de las arrugas que esculpen las comisuras de sus finos labios.
La familia parlotea mientras ella fuma y me taladra con su mirada de siglos, sin pestañear, como queriendo inundar mi presencia de azul cobalto o, quizás, fulminarme junto al porro, cuando le propicia la postrera calada.
Llegada la hora del té, ella continúa consumiendo, con lentitud de reloj estropeado, su yogur líquido, el único alimento de que puede aún disfrutar sin despertar al malévolo djin que habita su vesícula.
El tema de conversación gira alrededor del coche nuevo de Abdesamad, el hijo menor de Fátima. Unos despotrican contra la obscena ostentación que hace de sus riquezas, otros alaban la contribución económica que está haciendo para la construcción de una nueva mezquita en el barrio de Al Mansour.
Todos parlotean, y Malika no deja de observarme. Enciende un nuevo porro, le da una calada y me susurra: “hablar, hablar, pero no decir nada”. Me explica en bajo tono que Abdesamad ha acumulado su fortuna a base de enviar nutridos cargamentos de hachís a Europa, y que los pingues beneficios de tan lucrativo negocio son los que le permiten comprar un coche nuevo o construir una nueva mezquita.
“Antes eran los europeos quienes bajaban a Marruecos para fumar, incluso comprar hachís y llevarlo escondido para venderlo allí. Bajarse al moro, lo llamabais los españoles. Ahora son los moros los que se suben a Europa. ¿Has pensado que ocurriría si algún día se acaba el negocio? Al menos mientras Malika siga fumando, Abdesamad podrá seguir vendiendo hachís, y tendrá dinero para comprarse un burro nuevo, si ya no un coche, y todos estos podrán seguir cotilleando y pasando el rato. ¿De qué hablarían si no? Malika es adicta al hachís para que ellos no descubran su adicción al cotilleo y puedan seguir consumiendo.¿Quieres un porro?”


(*) Pablo Cerezal, escritor, viajero, colaborador en distintas ONG y profundo conocedor de Marruecos. Ha publicado su primera novela, Los Cuadernos del Hafa, cuya fascinante historia transcurre en el país vecino, y desarrolla los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado, además de realizar colaboraciones literarias y de crítica cinematográfica en diversos medios online.

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