viernes, 5 de octubre de 2012

“COGITO ERGO LECHES, DECÍA GRACILIANO – LUIS MIGUEL RABANAL

‘Cogito ergo leches’, decía Graciliano…
Aunque también decía que el pecado es mucho menos pecado si se empieza dando por el recto, y que la ferocidad de la carne no es óbice para sollozar igual que un imbécil luego de haber amado con cierta distinción, y que los hombres somos lo mismo que las charcas, incapaces de articular significaciones generosas, y que la tontería no gasta de ningún modo cartera de piel de cocodrilo. Y otros pensamientos suyos populares que guardamos como oro en paño en el almacén, en los archivos pertinentes de la causa, concretamente en el anaquel del medio, donde a la mañana una no espera tropezarse con elocuencias esponjosas y documentos increíbles semejantes. Ya que de eso va el tinglado que nos trae ocupadas desde un par de meses atrás, acumular hechos, maravillas y conductas que tuvieron algo que ver alguna vez con nuestro benefactor, con nuestro extinto líder, Graciliano Loquela Pendeón. Un club de fans en toda regla era lo que precisaba esta sociedad tan fachosa y desmembrada y aquí lo tenemos, en el núm. 8 de la Calle del Progreso y perfectamente a punto, por no omitir más argumentos, con rótulos de tonos vivos sobre la puerta de entrada corredera que buenos disgustos nos acarreó parlamentar con las vecinas: GRACILIANO NOS FOLLÓ DE PUTA MADRE. En efecto, si el letrero informa a los fisgones de FOLLÓ será debido a que desgraciadamente Graciliano nos dejó abandonadas a nuestra propia mala suerte hace tres largos años, dos meses, un día y unas horas de nada. El pobrecito Graci.

«Después de comer es cuando más a gusto se está en el Parque de las Niñas. Allí aguardaba, sentado en un banco, fumando de su pipa. Nada más verme llegar se puso de pie, me besó el cuello y me expelió en la cara a grandes voces: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Que no estoy sorda, le respondí enrabietada, y nos encaminamos, él detrás de mí, hacia los ideales setos. Porque una peina canas, oye, pero no en demasía. El personaje ni era alto, ni guapo, sino todo lo contrario. Eso sí, las manos se le veían sucias. Ya abrigados por la frondosidad me quité las bragas, tómame, con prisa, que a las cuatro mi marido se recobra de la siesta, lo apuré. Se negó a proseguir si no me desnudaba en conveniente. Le hice caso, y fue su turno entonces y lo que vislumbré, uf, indescriptible. Aquello que le pendía hasta el tobillo. Dios santo, me dije, que una es católica, apostólica y rumana, quién me habrá mandado a mí quedar acá con este hombre. Mientras él me acariciaba la espalda o me chupeteaba el bajo vientre, yo ardía en deseos y en arrepentimientos, para qué negarlo. Persistía en ver aquello, no podía dejar de ensimismarme. Estaba allí, sobrecogiéndome, o no, no me sobrecogía en absoluto. Por fin lo palpé. Era largo, largo, apenas duro, inmensamente tierno. En un descuido me propinó el tunante un leve empujoncito y me obligó a arquear la columna. Pretendía colarse por donde no tenía el beneplácito. No me previne para ello, le suplicaba, si lo llego a saber me hubiese lavado ahí a conciencia. Pero no le importaba lo más mínimo. Y sucedió. Y hacía daño. Chillaba. Yo chillaba. Mucho. Tan pronto era dolor como un placer insospechable. Los gritos, desgarradores, lo sabía. El placer, grandioso. El dolor, terrible. No se agitó dentro de mí, me incrustaba su instrumento en mis entrañas, yo gruñía. También ponderé que podría salir por mi boca en cualquier momento la punta venenosa de su dardo. Pero no, únicamente salían alaridos y alaridos y alaridos. El tiempo transcurría y se me abrazaba como jamás me han abrazado, verosímilmente destrozando mi esfínter anal, ay. Su calor, mi ardor, nuestro desorden. De tanto apretujar mis senos sus manazas nació la mastitis subsiguiente que a los tres días padecí. Como quien no quiere la cosa dieron las cinco, y las seis. A esas horas el Isidro andaría interpelando por mí igual que un tarado por la casa. Yo gritaba, gritaba cual posesa. Y la gente abarrotó en un santiamén el romántico recinto. Primero las niñas y los niños, eufóricos, que volvían del colegio. Más tarde hicieron acto de presencia los mayores. Aullaba yo lo mismo que una, preferiría no pronunciar la palabreja. Y él no se despegaba de la cueva prieta y tenebrosa, a medio metro su abdomen de mi cuerpo. Lo intentaba, mas sin logros positivos, nosotros dos allí trabados, imposible desanudar aquella escena afectuosa. Presagiaba yo cierto nerviosismo a nuestro alrededor. Comencé a percibir murmullos y advertencias. Papá, qué le estará haciendo ese señor a esa abuelita. O, mami, por qué tiene ese señor una pirula tan enorme. Dios santo y verdadero, es que yo era un sinvivir y él se debatía en interminable e inútil trajinar. Ya no gritaba, me veía abocada sin más al precipicio y perdí el conocimiento, me parece. Poco después se verificaron las ofensas, los insultos. Nos tiraban ramas del sicomoro. Nos arrojaron piedras del camino enrevesado. Menos mal que apareció por arte de magia una furgoneta de agentes armados con cintos, toletes y pistolas a rescatar nuestra inmundicia y nos escoltaron ligeritos a la Casa de Socorro más cercana, aún juntos, completamente fusionados. Y con posterioridad al cuartelillo, resultaba más que evidente, a sobrellevar una quincena de interrogatorios, de ignominia. Cuando lo recuerdo, a Graciliano, a pesar de los pesares, lo recuerdo con amor». ¹

A ver si no voy y me desposeo del cargo pesadísimo de presidenta en funciones del club que nos provoca tantos quebraderos de cabeza para derivar a ejercer de aficionada a la hagiografía y lanzarme boca abajo por el tobogán del resarcimiento y de la historia precedente. Nuestro sujeto, tal como se explayaban en las enciclopedias los políticos pretéritos, dio en nacer en Nalda de papás contorsionistas u hortelanos, al final de los años 40, tan tristes y posguerreros ellos, y ya de muy joven se desplazó por acá y por allá demostrando sus aptitudes para cualquier evento por ingrata que se exteriorizase la encomienda. La mayor parte de su vida laboral hubo de dilapidarla en el transporte de mercancías peligrosas hasta poco antes de su penosa defunción, con sesenta y uno, de la que ya documentaremos chismes. Es chocante cómo continuamente nos narraba entre mímicas y acaloramientos singulares que su encargo inicial consistió en acarrear a la ciudad de Ponferrada, cuna de ciclistas de lo más insignes como todo el mundo sabe, un fabuloso cargamento de bicicletas de la afamada marca Orbea. Su vida laboral, porque lo de puto era simplemente uno de sus hobbys. Podemos sostener que le entusiasmaba asimismo coleccionar cantimploras de juguete, luces de gálibo y sellos de Burundi. Viajero perturbador es aquel que gimotea por las noches en un recodo del camino sin saber por qué cojones se nubla tan temprano, solía machacar por lo bajinis. Seguidamente me permito enumerar multitud de escenas que acuden a mi memoria después de semejante periodo de intuiciones y suplicios, pero bastará con dos ejemplos para encauzar la panorámica de la existencia de quien se significó si no el único varón versado en las metamorfosis tan variadas nuestras sí el más gamberro.

«¿Yo, Claudia, zorra? Si bregar honradamente cada mañana de visitadora médica y por las tardes, más alguna noche puntual, acoger a un selecto grupo de caballeros admirables es ser zorra que baje Eldearriba y que lo vea. Hala, para hacerse el gracioso, se presentará el del octavo a las carreras a quemarme el timbre con tal de solicitar su pizca de carnaza. Ahora bien, añadir que no cobro y que en puridad apenas si acepto donativos. Vamos, lo que se dice una mujer emancipada. Aquel día, sin embargo, decidí emprender algo novedoso y telefoneé a la agencia de contactos. Me recomendaron desde el principio a Graciliano, venido recién de Sant Celoni con miles y miles de litros de lejía. Nos citamos a las siete. A las siete en punto se perpetró su entrada triunfal con gran inquietud espasmódica de manos y alegres molinetes en los brazos. Quise creer que aquella parafernalia provendría del rito nupcial de la Polinesia más representativo. Como apreció la gravedad de mi rictus volvió en sí y con voz achiplada balbució: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Guapo, sí, pero no por ello excederse en lo pueril. De acuerdo, lo más importante al lavabo a poner a remojo el penecillo, le propuse. Mí lavar si tú lavar, tú no lavar, mí guarro, así, en arapahoe, me espetó. Alucinaba yo en colorines, leñe. Nos dirigimos al baño, él tomándome de la cadera con delicada maestría. Qué mano tan áspera la suya, presupuse que seguro que por haber conducido sin guantes en carreteras, autovías y pistas forestales hasta llegar a mi refugio. Primeramente me acomodé yo en el bidé a salpicar lo mío y cuando le pedí hacer lo propio, no me caí al suelo porque estaba bien sentada que si no me descalabro entera. Aquella exuberancia, aquella desproporción, aquel donaire sin pulir, aquella picha. No fue sencillo reponerse, qué va. Permanecía aún aposentada en el bidé lo mismo que una boba. No daban crédito mis ojos a aquella visión tan emblemática. Decidí fabricarle un hueco, allí, en pleno lavatorio, y enjabonarle una mínima cantidad del utensilio. A continuación nos deslizamos al dormitorio a darnos un magreo. No funcionaba la fogosidad y probamos cosas: ingesta de tomates, flagelación, lectura de poemas nerudianos, lluvia dorada, forcejeos. Ser ensartada, una auténtica aventura con que bruñir el historial del más inconsecuente. No había tu tía, lo intentaba él, lo intentaba yo, con saliva, con cremas de Clinique. Nada de nada. Ardía una en deseos de ser violentada por aquel pedazo de músculo más que interesante pero se hacía de rogar. Me acordé y convoqué a la Kurnikova, en argot una buena amiga, Elisa Cañibana, hermosa y jovenzuela, heredera de la mercería de aquí abajo justamente y a la que acudo en momentos de extrema indignación como el que nos entretenía entre placeres que no acababan de ocurrir. Era de esperar que a ella le cautivaría percatarse del equipamiento extraordinario de aquel hombre. Mientras venía y no venía la muchacha me fumé un Craven A y después otro y uno más, y despejé incógnitas. Lloraba él a una distancia prudencial haciéndose el bendito. Yo, desnuda, me presentía fracasada, sin sustancia que valiese la pena mencionar. Y llegó ella y los preámbulos tuvieron su lugar y volvimos a la carga. La Kurnikova no soltaba en ningún momento la longitud del sinvergüenza y yo miraba extasiándome con tamaña alteración de los sentimentalismos. Cada quien vivía a su libre albedrío el momento que estaba por mostrarse. Nosotras dos nos abrazamos, él se subió a una de las sillas y desde ella clamó que apremiar, apremiar, que el fin del milenio acechaba a la vuelta del chaflán. Regresó a las caricias, puso sus manos en una por una de nosotras y nos dejamos morir, tal cual, tranquilamente. A todo esto dio la hora». ²

Y es que aconteció en la bonita localidad guadalajareña de Sigüenza que una tarde calurosa de hace unos trienios las diez muchachas seleccionadas del distrito por no muy inocente mano no conseguían de ninguna de las maneras sosegarse. Un virus, una plaga, algo específicamente inconcebible, sin duda, pero aquellas lindas colegialas no captaban su propósito: quedarse quietecitas para el momento de las adjudicaciones, en las proximidades del Inem, de un trabajo a tiempo parcial de ascensorista en Estoril. Bajose Graciliano de su camión Magirus rojo repleto de cincuenta toneladas de trilita, frotó las manos en el pedrusco del recoveco del Doncel y mirolas individualmente bizqueando de soslayo y se rescindió el percance. Todas ellas pusieron de su parte lo que habría que poner y todos tan felices. Otro día, esto se operó en las afueras de Alcalá de Henares según qué crónicas, discurría por una rambla solitaria un anciano totalmente desorientado dando voces y más voces hasta que se tropezó con nuestro virtuoso Graci a quien le extrañó, por lo visto, su indumentaria posmoderna. Luego de las introducciones de rigor, es lícito imaginar cabalmente el giro que tomó la conversación de los chaveas, ambos convinieron en reunirse a la tardecina en la Bodega del Marqués. Una vez allí se les pudo ver sentados departiendo alegremente acerca de mujeres encerradas en cajitas de abedul comiéndose los morros por doquier, los dos por completo enajenados, como cabras verdaderas. El anciano, en seguida de aquella santa tarde, no pronunció más imagen auditiva quecalonciobite, o por lo menos esa es la confesión efectuada por los allegados a la policía judicial, una mujer peculiarmente antisocial e irresoluta. O lo que es lo mismo, si me pinchan no sangro ni gota, en palabras que Sandra repetía cada dos por tres. Ajá, tomemos un respiro con el memorándum, que aburre un poquitín.

«La Madre Almudena se ocupó de poner en nuestros maletines para el fin de semana montones de escapularios y cilicios junto a otras menudencias. No se sabe lo que ha de sobrevenir, fue un fragmento de su plática. En cuanto nos inscribimos en el hostal, las tres de mutuo acuerdo, requerimos por favor en recepción un tío de esos. Además sería gratis, como comprobaríamos a la caída de la tarde. Mis hermanas al final no se atrevieron. Caguetas, que son unas caguetas. Así que me tocó a mí sola hacerle los honores, como quien dice, con la de episodios indecentes que habíamos planeado en el autobús entre nosotras. El sujeto se introdujo en el cuarto provisto de una bolsa de Alimerka cuyo contenido se fundamentaba en una botella de Freixenet, una cajita naranja de bombones Zahor, más unas servilletas y unos vasos de papel. Sus inaugurales movimientos, aproximarse a mí con suma educación para besarme ambas mejillas y con cariño modular en mi oído izquierdo: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Se le veía preocupado, sudoroso, y me di cuenta de que me fascinaban sus manos, tan pequeñas y limpinas, tan aplicadas en confiscar mi ropaje con devoradora fruición y eso que los hábitos de nuestra orden son engorrosos de quitar. Yo me abandonaba y consentía en ser manipulada pensando para mis adentros en las hermanas que escuchaban mis débiles gemidos al otro lado de la puerta, probablemente muriéndose de envidia. Se conoce que él se empeñaba en lamerme la cadera y las muñecas y en comer mis labios con coraje. Después, no sé cómo, sin previo aviso, se despojó de su camisa y de su pantalón de mil rayas raro. Sí recuerdo que me asusté y que proferí diferentes palabrotas. Mi sorpresa fue mayúscula al constatar su miembro viril en tales magnitudes. La manguera con que sor Evodia acostumbra a regar los chichinos de color y los geranios y el laurel, ya decía yo que había observado estas cualidades en aquellas singladuras monásticas remotas. Graciliano proseguía con sus besuqueos privativos. Ahora se ocupaba de mis pezones para avanzar al minuto con mi sexo timorato. Yo sabía y no sabía. Le miraba, admiraba su manifiesta credencial y me esforzaba en creer que la felicidad radicaba allí, tan cerca de mi mano. Aquella fastuosa dilatación, aquella extrañeza latiendo sin querer. Se afanaba él en busca del ángulo de penetración más asequible como nos instruyera concienzudamente el Padre Alberto a las novicias. Tardaban las limosnas. Soy toda tuya, le animé en voz baja, abúsame, abúsame. Mira qué hermosura, cavilaba yo en lo íntimo. Se escurría de mis manos y me hacía cosquillas tanto y tanto esperma, me mojé con su silencio. Creí a la sazón que la vida no tenía más sentido que ser así de profanada, sin obstinación ni temple. Sucumbí, me abrió con sus dedos sabios de par en par, me sustrajo lo innombrable. Fui dichosa. Al consumar el acto le inquirí, tímidamente, que cuánto se debía, a lo que él me contestó con sonrisa angelical que su misión en este orbe no era otra que matar el fastidio de las damas por las buenas. Así quedó de zanjada la cuestión. Casi ya en silencio nos bebimos el cava del atardecer en vasos de indigentes y picoteamos dos o tres bombones con licor que nos supieron a tristeza. El resto, para solaz de las hermanas. Lo pellizqué en su alargado pene muchas veces porque me procuraba lástima despedirme de él y nos besamos infinito. Y nos dijimos adiós con rompecabezas de palabras cariñosas. Mañana, desde bien temprano, nos obligarían a rezar sin más contemplaciones. Nos esperaba Benedicto XVI». ³

Retomando lo del club de fans, establecer, si acaso, que lo constituimos al día de hoy unas 48 005 asociadas de la península y dos más de Cincinnati, y es posible afirmar que estamos muy, pero que muy contentas porque estrenamos el jueves una exposición endemoniada con más de seiscientas veintisiete piezas de olisbos, braseros, consoladores, esparragueras, vibráfonos y demás cachivaches substitutos del machote reunidos y traídos por nuestra superintelectual propiamente dicha, la comisaria Concepción, de la Universidad de Harvard, desde los confines más confines de la tierra. Los hay curiosísimos, sí señora, y la sola circunstancia de examinarlos justo ahí, tan duros, tan antiguos, tan siniestros, le generan a una escalofríos. Amén de más actividades que aguardan a corto y medio plazo y que me callo. De hecho cada catorce meses hemos proyectado reunirnos en Madrid, en plan congreso, y alquilar el estadio Vicente Calderón a fin de poder coger todas sentadas para mejor escuchar nuestras ponencias, también nuestras sandeces. La mar de entretenidas, pero siempre con Graciliano en la memoria instando a reconstruir una vida dedicada a la confiscación de congojas y agudezas similares. Ah, que se me olvidaba: quiénes componemos el equipo, se preguntará el ávido lector. Una auxiliar, una bibliotecaria y una servidora, más un motorista de enduro que nos hace los recados. Y prosiguiendo con las impertinentes preguntas del lector menos semblable, ¿por qué plantificar en Calahorra nuestra sede? La explicación no es baladí. Mi ex y su familia residen en la manzana de aquí enfrente y para acceder a sus viviendas respectivas es ineludible atravesar ante nosotras, y al advertir el letrero cada día suspiran y suspiran y suspiran. Yo sonrío.

«Nunca podré olvidar el número 314, el número de la habitación donde no quisieron desvirgarme. La que me dio el ser, como ella me sermonea sin cesar, se gana la vida desde tiempos prehistóricos con la limpieza del Hotel Quindós y localizar la llave maestra fue sencillo, joder. Que si unas obras de fontanería fina en el jacuzzi, que si tal. Lo cierto es que lo recibí de espaldas para que no pescase demasiado pronto mis turbias intenciones. Así que lo mismo que entró por aquella puerta él podría haberse colado cualquier asesino violador de la ciudad, que me trato con un ciento. Pero no. Entró en la sala el único que tenía derecho a entrar y me abrazó la cintura con una cordialidad inenarrable hasta que me susurró en la nuca: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Y se avino el muy fresco directamente a amasuñar mis tetas. En algo debió de reparar porque de repente me obligó a girarme con una mala leche del copón y nos impresionamos una barbaridad los dos. Él pronunciaba a grosso modo que con niñas no intimaba, mientras que porfiaba yo en asegurarle que los abuelitos no me ponen. Si lo llega a saber, se lamentaba, traía gominolas y frisuelos y maíces. Que no desfloro muchachitas, y dale que te dale, no callaba. Tengo dieciocho años, mentí, edad más que suficiente para hacer con mi vida lo que le venga en gana a mi chochete, hostia. Se apaciguó viendo posarse algunas palomas en lo de SAME, repuestos eléctricos y afines. Nos armamos de valor y hablamos largo y tendido de lo nuestro. Le expuse los motivos de no acudir a otro elemento más que a él. Le transmití mi problemática con seriedad de grande. Que lo habían intentado, metérmela, sin fortuna. A ver, un colega del Legio se atrevió una tarde y su capullo sangraba que daba gusto verlo. Y yo creyendo que la sangre era la mía, pero no. Que me daba a mí que ahí abajo poseía hormigón armado suficiente para construir seis rascacielos. El latin lover, obnubilado, transitaba por la habitación completamente ido y, entre medias, reposaba sus brazos en mis hombros con languidez granate y profería palabras desabridas, casi idiotas. Me miraba, aquellos ojos se clavaban dulcemente en una porción concreta de mi cuerpo. Hasta que en un descuido me subió la falda breve, tan plisada, y me arrancó el tanguita. Me atizó nueve sádicos azotes, solamente nueve. Yo disfrutaba en silencio lo mismo que una profesional, poniendo perdida como una tonta con mi flujo la moqueta. Aquella mano hercúlea, dócil y suave como seda agazapada en el armario de un estúpido desequilibrado en celo. Incluso soñé despierta que uno de los dedos suyos me haría las complacencias en la pepita, por qué no. Y a todo eso el Graciliano aún no me había presentado a su cacharra, por lo cual le conminé a que se pusiera cómodo y me destapase sin tapujos esa cosa. Se le adivinaba cabizbajo, dudaba en embarazarme un hijo a medio gas o en asestarme de nuevo nueve azotes, solamente nueve, me burlaba. Se resistía el hombre. Su cognición, un trapo de cretona amarillenta donde limpiarse la nariz después de las barbaries. Me miraba, repito, con dulzura y eso me originaba ondulaciones de placer. Pobre de mí le formulé que si él me enseñaba lo suyo yo le enseñaría lo más mío. Su semblante era un destrozo. Después de dar unas cuantas caladas al habano abrió la boca y se volvió tarumba. Me musitó que se le antojaba chuparme entre los muslos hasta verme correr igual que una cortesana vocinglera. Hostia, sí, pero antes le rogué que tuviese a bien quitarse el pantalón bermudas y revelar su polla rica. Condescendió y me puse a saltar, no de regocijo sino de consternación y espanto, cuando allí plantado con el pantalón caído se me evidenció el siniestro. Ahora me explico yo por qué llevaba su pierna derecha vendada de forma tan extravagante. Para disimular su desmesura. Me aporreé contra la pared dos veces para creer cuanto estaba acaeciendo. Vaya que si le colgaba, un poco más y la arrastraría por el suelo. No era polla, era un sucedáneo de trompa de elefante. Así y todo no dejaba de mirarle, sus ojos se habían descompuesto y él se afanaba en socorrer mi desilusión con caricias intermitentes y mimos especiales. Finalmente le tomé ternura a aquel desbarajuste natural y decidí sacarle algún partido. Vale, le insinué, hazme gozar o te machaco abriendo la ventana y vociferando que un viejo aquí delante me quiere envilecer. No voy a detallar los prodigios que se desencadenaron en la 314 del Quindós. El mero hecho de rememorarlo me remueve las lágrimas bastante. El más feliz de mi vida fue ese día. Y si no el más feliz, el menos infeliz, que para mí ya es mucho. Insistí en mi virginidad una temporada, qué remedio, pero ésta es otra historia que mi ginecólogo, etcétera, joder». 4

Toca abordar por último la coyuntura desagradable de esclarecer que nuestro protagonista principal sucumbió en valeroso acto de servicio, precisamente entre los brazos de la burra de Verónica. Persona non grata de este club, como no podría ser de otra manera, y eso que ella lo intentó, colarse en nuestra casa, pasar por inocente, dárnosla con queso. Por lo que la mayoría de las fuentes consultadas notifican, el tránsito se produjo en tanto en cuanto Graciliano procedía a descubrir a cualquier precio el punto Hey, buscando y rebuscando en el repelente vaginón de esa ninfómana. Agregar en glosa aparte que con el mío se topó en 2004 de buenas a primeras. Un punto intermedio entre el G y el 122, particularmente coercitivo y melindroso. Los caracoles y el desasosiego no entienden de acertijos, como señalaba el propio Graci. Por de pronto, para finiquitar, mi nombre es Elizabeth y soy natural de Villarín y por si no fuera suficiente lo anotado me encanta la ropa interior afelpadita, ale.

No hay comentarios: