Me enfrento a la primera noche sin ti…
Siento miedo. Y dolor. Tanto que no sé
cómo describirlo. Creo que no hay palabras para hacerlo. Por mucho que junte la
D con la O, le sume una L, otra O y le añada una R jamás conseguiré expresar el
cúmulo de padecimientos que soporto. No hay metáforas para el dolor. Tampoco
hay centímetro en mis entrañas que no esté sometido a todo un catálogo de ellos
¿Cómo describirlos? Se supone que la palabra “dolor” abarca todos ellos. Lo que
puedo hacer es escribirlo con mayúsculas, empaparlo en negrita y que el tamaño
de la fuente sea excesivo para que dicha palabra se acerque un poco, muy poco,
a la sombra de lo que siento: DOLOR
Deambulo del salón a la cocina, luego
salgo al pasillo, lo recorro cien veces…
Por fin, me atrevo a entrar en el
dormitorio. No he cambiado las sábanas porque huelen a ti. Ahora mismo es lo
único que conservo: tu olor. Olor y dolor. Un poeta resabiado sabría qué hacer
con estas dos palabras. No estoy para poemas. Ahora toca sufrir y olvidar. Aún
es pronto para olvidar. Es triste y descorazonador llegar al punto donde dos
personas fundidas en un solo ente tienen que separarse. Romper esa simbiosis.
La soldadura que les une en un doloroso desgarramiento de carne y sentimientos.
No soporto ver la cama y saber que nunca más te acostarás en ella. Me duele
verla así, vacía. Si no fuera tan cobarde me echaría a llorar. Escapo del
dormitorio y regreso al salón. Siento deseos de abrirme el pecho y dejar salir
el avispero. Quisiera sacarme los ojos para situar el dolor en un punto
concreto. La cabeza me va a estallar. Me llevo las manos a las sienes y trato
de masajear la zona con la esperanza de que la angustia disminuya. Cierro los
ojos y me los froto ejerciendo una leve presión. Eso hace que mil chispas de
color surjan de la oscuridad que encierra mis párpados y converjan en un mismo
punto. Un punto de luz. Quizás todo radique en eso: encontrar un punto de luz
al que dirigirse. No importa lo que tengas que avanzar, ni la oscuridad que te
rodea. Lo trascendente es que tienes una meta a la que llegar. Necesito hacer
algo. Si no para calmar el dolor, que al menos sirva para acompañarlo. Decido
raparme la cabeza. Lo hago en el baño.
Al final mi rostro queda desnudo en la
imagen que me devuelve el espejo. Me doy asco por no haber sabido conservarte.
Escupo al reflejo. En un arrebato cojo un puñado del pelo cortado. Me lo meto
en la boca y lo mastico. Es repugnante pero sigo masticando. Hago por tragar.
Por mucho que lo intento no soy capaz de engullir la masa de queratina. Me
ayudo con el dedo. Empujo hacía dentro y trago. Termino vomitando en el
retrete…
Maldita sea, no hagas más tonterías.
Siéntate a ver la tele o ponte a leer. O si no come algo que no sea pelo. Lo
que sí hago es fumar. Llevo casi tres paquetes. Me escuecen los pulmones. Aun
así sigo encendiéndome un cigarro tras otro. Por enésima vez vuelvo al salón.
Enciendo la tele. En todos los canales emiten películas de amor. El destino se
ríe de mí. La apago. ¿Por qué todo me recuerda a ti? Supongo que es como cuando
tienes una herida en el codo y todos los golpes que te das son precisamente
ahí. Me agobio y salgo al pasillo. Vueltas y más vueltas. Las paredes se me
echan encima y siento claustrofobia. Tengo que escapar de aquí. Cojo las llaves
del coche y me dispongo a salir. Sé que fuera hace frío. Pero no tengo cojones
para entrar de nuevo en el dormitorio, que es donde guardo toda la ropa de
abrigo. Prefiero helarme que entrar ahí y ver la cama vacía. Salgo a la calle
con un fino jersey y unos vaqueros como única protección. Hace muchísimo frío.
Donde más lo noto es en el cráneo recién pelado. Llego al coche y entro. Estoy
aterido. Casi no puedo meter la llave en el contacto. Arranco y le doy a la
calefacción. El calor tarda en llegar. Mientras tanto me fumo un cigarro, otro
más. La ciudad está vacía de tráfico y gente. Tomo la primera calle para luego
girar a la derecha y continuar por la siguiente. Me dan ganas de acelerar y
estrellarme contra el muro que tengo en frente. Al aproximarme giro a la
izquierda y sigo por la avenida principal. Conducir no mejora mi estado de ánimo
pero al menos tengo la mente ocupada en algo. Por el retrovisor veo que un
coche de la policía se sitúa detrás. Parece que se hubiera materializado ahí
mismo. Hago un repaso mental para cerciorarme de que llevo todo en regla. Una
alarma se enciende en mi cabeza. Guardo una piedra de hachís en el bolsillo del
vaquero. Joder, ya era el peor día de mi vida sin necesidad de terminar en un
calabozo para confirmarlo. Afortunadamente el coche me adelanta y coge la
rotonda que lo desvía hacia el casco viejo. Yo sigo recto. Al rato llego a las
cercanías de basurero municipal. Toda la mierda termina aquí. Sin duda este es
mi sitio. Me desvío del camino principal por una vereda sin asfaltar y aparco
en una elevación situada frente al vertedero. Apago las luces y dejo el motor
al ralentí para que la calefacción siga funcionando. Desde aquí puedo ver a los
camiones descargar la inmundicia. Y sobre ellos un cielo negro que no tiene
fin. Me lío un porro y me lo fumo observando las estrellas. Sobre todo a las
que les da por ser fugaces… El dolor es el mismo aquí que en el salón de casa.
Perjudica de igual manera. Comienza a nevar y veo tu cara en cada copo que cae.
Cada uno de ellos contiene un gesto tuyo, una instantánea... De pronto el motor
se apaga. Me he quedado sin gasolina. Estaba tan ensimismado en mi propia
desgracia que no me he fijado que el piloto de aviso estaba en rojo. Otra gota
que añadir al vaso. Salgo al frío mortal. Abro el maletero para coger una
garrafa de plástico y dirigirme a una gasolinera. Además de la garrafa, tengo
la suerte de encontrar un viejo chubasquero que guardo aquí desde hace tiempo.
Está roto por algunos sitios y es una mínima protección contra el frío. No
obstante me alegro de poder hacer uso de él. Me lo pongo y me siento un poco
mejor. Para terminar, debajo del jersey meto las páginas de un periódico que me
ayudarán a conservar el calor. Cierro las puertas del coche y me pongo en
camino. Calculo que estoy a unos cinco kilómetros de la gasolinera más cercana.
Ahora mismo mi punto de luz está en esa gasolinera. Cada vez nieva más. Acelero
el paso. Me castañean los dientes y tengo congelada la mano con la que sujeto
la garrafa. Cambia el viento y me llega toda la fetidez del estercolero. Los
copos de nieve se me quedan adheridos y me duele la cabeza de tanto frío.
Después de hora y media caminando bajo
la ventisca llego a la gasolinera. Casi no puedo andar por la hipotermia. Antes
de llenar la garrafa en el surtidor, decido entrar en el bar y tomar algo
caliente que me devuelva la vida. El local está casi vacío, a excepción del
camarero y unos pocos noctámbulos. Me acerco a la barra y pido un café con
leche doble, muy caliente. Pongo especial énfasis en el “muy” para que el
camarero comprenda que lo quiero hirviendo.
-
Mala
noche ¿eh?
-
La
peor.
Ocupo una de las mesas. Aún estoy helado
y tirito. El café está demasiado caliente para beberlo. Mientras espero que se
enfríe sigo aferrado al vaso con ambas manos para absorber el calor a través de
ellas. Dos tipos que están sentados al fondo suben el tono de sus voces y
empiezan a discutir. Me quedo con sus movimientos de mandíbula e intuyo que han
tomado algún tipo de anfetamina. El más alto pierde la paciencia y poniéndose
en pie grita:
-
Céline
no era antisemita, entérate.
Aparta la silla de una patada y se
dispone a salir. Al pasar a mi lado, algo cae del bolsillo del abrigo que se
está poniendo. El tipo sale del local sin percatarse de lo que ha perdido. Es
un libro de la Editorial Lumen: “Norte” de Louis-Ferdinand Céline. Un ejemplar
que lleva años agotado y que es difícil de conseguir. Además es el único que me
falta para completar su trilogía. No lo dudo, lo recojo del suelo y me lo
escondo debajo del impermeable. Echo una sutil mirada para ver si alguien me ha
visto. Todos están a lo suyo. Solo por este regalo merece la pena la caminata
que me he dado hasta aquí, el frío que he pasado y el que me queda por pasar en
el viaje de vuelta.
Unos minutos después, el tipo alto
regresa al local. Se acerca a su colega y le pregunta por el libro.
-
¿Dónde
está mi libro?
-
Y
a mí qué coño me cuentas.
-
¿No
lo tienes tú?
-
No.
Se pone a buscarlo debajo de la mesa y
por los alrededores. Evidentemente no lo encuentra porque lo tengo yo.
-
Hace
un momento lo tenía y cuando he salido ya no estaba.
-
Pues
yo no lo tengo.
-
¡ME
CAGO EN DIOS!
Sigue mirando debajo de las mesas,
apartando las sillas sin miramientos. El camarero se ve obligado a poner orden.
Discuten y trata de sacarlo del local. El alto no quiere irse sin recuperar lo
que es suyo. Pierde los nervios. Hay un conato de pelea entre ambos. Entonces
el tipo agarra una botella por el cuello. La revienta contra la barra y con los
restos amenaza al camarero. Éste retrocede, coge la bandeja de servir las
bebidas y se protege con ella a modo de escudo. El alto insiste.
-
Devolvedme
el puto libro, joder.
No me cabe la menor duda de que va
puesto de Cristal. Nadie en su sano juicio se comporta así por un libro, aunque
sea de culto y esté agotado. Yo permanezco callado, parapetado detrás del vaso
de café, observando la escena y preguntándome cómo acabará todo. De pronto el
tipo se dirige a mí.
-
¿Lo
tienes tú?
Me hago el tonto.
-
¿El
qué?
-
El
libro, joder.
-
¿Qué
libro?
-
El
mío. Uno de Céline.
-
No.
-
Mierda…
¿Y dónde está?
No me molesto en contestar porque la
última pregunta la hace extensible al resto de concurrencia. Al no obtener
respuesta, se planta delante de la puerta del local y lanza un ultimátum.
-
Pues
hasta que aparezca, os juro por mis muertos que nadie va a salir de aquí.
El camarero amenaza con llamar a la
policía. El alto no se acobarda y sigue en sus trece. De pronto, la puerta del
local se abre a sus espaldas. El tipo se asusta e instintivamente ataca a la
joven que acaba de entrar. Le clava los cristales justo por debajo de la
clavícula. La chica cae sobre su pareja. Ocurre tan deprisa que a todos nos
cuesta un momento asimilar lo que está pasando. Aprovechando el desconcierto el
agresor huye del local. La mujer herida sangra abundantemente. Su acompañante
intenta taponarle la herida con las manos. El camarero se acerca con un paño
limpio. Tampoco con eso logran detener la hemorragia. El joven nos grita que
llamemos a una ambulancia, que por favor venga un médico. Céline era médico… El
camarero corre al teléfono y hace la llamada. Al ver tanta sangre, el estómago se
me revuelve y vomito una papilla de pelo y bilis que aun guardaba en las
entrañas. No puedo seguir presenciando esto. Suficiente desgracia arrastro ya.
Me pongo en pie y rodeando a la pareja salgo de la cafetería. Al abrir la
puerta me pringo la mano con una de las salpicaduras de sangre. Pobre chica, me
siento culpable. Fuera ha dejado de nevar y no hace tanto frío. Me acerco a los
aseos para lavarme, pero antes saco el libro. Abro la cubierta y en la página
en blanco que sigue estampo la mano ensangrentada. Un recuerdo indeleble de
este viaje mío al fin de la noche. La primera sin ti. La más dolorosa y difícil
de superar. Pese a ello, no pienso rendirme. Intentaré encontrar el punto de
luz. Hasta que lo haga caminaré a ciegas, como lo he hecho esta primera noche
que ya se acaba.
Cuando estoy llenando la garrafa en el
surtidor llega la ambulancia. Menos mal. Mientras pago les veo cargar con la
chica en la camilla. Parece que han llegado a tiempo. Me alegra. La ambulancia
arranca y se incorpora a la carretera. Espero que se recupere. Me giro y en el
horizonte veo despuntar el sol. ¿Será ese el punto de luz que estoy buscando?
No lo sé. Pero ya que me cae de camino, oriento mis pasos hacía él.
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