El sol se perfilaba en las
siluetas de los edificios. La luz cambiante del alba teñía de ámbar y grana el
conjunto de nubes que flotaban por encima de los tejados. Las cigüeñas volaban
hacia los basureros y los aviones dejaban líneas blancas en el cielo como si
fueran rayas de cocaína sobre un espejo. Yo disfrutaba del espectáculo desde mi
ventana, sujetando con ambas manos una taza de café y un porro en la comisura
de los labios. Desde la ventana tenía una amplia panorámica de la ciudad.
Cuando el sol se asomó por encima de los tejados percibí en la cara una caricia
de luz y calor que me hizo estremecer. Las semanas anteriores habían sido una
retahíla de días grises y lluviosos, por eso la presencia de un sol primaveral
era tan de agradecer. Expulsé el humo y contemplé anonadado la simbiosis de las
volutas y los fotones de luz. Ver amanecer
era de mis espectáculos preferidos y siempre que podía desayunaba delante de la
ventana admirando el acontecimiento. Sin duda era la mejor manera de empezar el
día. Estuve así hasta que llegó la hora de ir a trabajar.
Conduje hacia el Palacio de
Congresos escuchando una emisora de música rock. Dentro del coche el ambiente
estaba demasiado cargado así que abrí ligeramente la ventanilla para que se
despejase del humo. Llegué a la rotonda de La Fuente de Murrieta y traté de
hacerme un hueco entre los demás vehículos. Odiaba esa maldita rotonda, y más a
esa hora cuando toda la ciudad circulaba por ella. Después de girar a la
derecha y tomar una carretera menos transitada me sentí más relajado. Aspiré
del porro pero estaba apagado y tuve que sacar el encendedor. Al hacerlo aparté
la vista de la carretera y estuve a punto de golpear al coche que me precedía.
Afortunadamente conseguí pisar el freno a tiempo. Me maldije a mí mismo por el
descuido y dejé el porro en el cenicero. Subí la ventanilla y centré toda la
atención en la carretera. En la radio la locutora hizo la presentación del
siguiente tema. Era Nick Cave haciendo una versión del tema “I´m Your Man” de
Leonard Cohen. La canción alcanzó todo su esplendor, seguí el ritmo
tamborileando con los dedos sobre el volante. Al poco llegué a las
inmediaciones del Palacio de Congresos. Enfilé la rampa que llevaba al
aparcamiento y dejé el coche junto a la puerta de entrada del muelle de carga.
Era el único coche del aparcamiento. Consulté la hora: las nueve menos
tres minutos. Me extrañó que no hubiera nadie esperando, normalmente los chicos
de carga y descarga solían llegar antes. Apagué el motor y subí el volumen de
la radio. Nick Cave sonaba de maravilla a esas horas de la mañana. Me fijé en
el Palacio de Congresos y en la enorme sombra que proyectaba sobre el camino
que bordeaba la orilla del río. El vapor del rocío brotaba de la hierba y de inmediato era atravesado por los rayos
solares. A contraluz pude ver algunos insectos volando de aquí para allá. La
canción llegó a su fin. Me encendí la raba, me ajusté las gafas de sol y salí
del coche. El “Clip, clip” de la cerradura electrónica resonó por toda la
explanada espantando a un grupo de gorriones que picoteaban junto a los
jardines. Me acerqué a la puerta metálica del muelle de carga y me apoyé en
ella. Era agradable estar allí, como un reptil calentándose la sangre. No
obstante tuve el presentimiento de que me habían hecho venir una hora antes.
Viendo que eran las nueve y que nadie aparecía cogí el móvil y llamé a Raúl.
-
Raúl, ¿a qué hora hemos quedado?
-
(Con voz
somnolienta) A las diez.
-
¡Me cago en la puta! Ayer me dijiste a las nueve.
-
Hostia, me confundí.
-
¡Joder, tío!
-
Lo siento.
-
Aprovecharé para tomar un café. Nos vemos a las diez.
Raúl era el jefe de los técnicos,
mi jefe. No era la primera vez que me hacía algo así. Me cagué en todo lo
sagrado. Clip, clip. Entré en el coche y arranqué. Puse rumbo a una cafetería.
Le tocaba el turno a la camarera
rumana que me tenía medio enamorado. Estaba de suerte. Por otro lado, la barra estaba a tope y todos
los periódicos ocupados. Cuando me llegó la vez hice gala de mi mejor sonrisa y
pedí un cortado. La camarera carente de cualquier signo de simpatía se limitó a
darme la espalda para preparar el café, cuando estuvo listo lo dejó sobre la
barra sin mirarme siquiera. Reconócelo, esa mujer nunca será tuya.
Regresé al Palacio de Congresos y
aparqué en el mismo sitio que lo había hecho antes. Seguía siendo el único
coche del aparcamiento. Me lié un porro. Dudé entre fumármelo dentro escuchando
la radio o salir a caminar por la orilla del río. Salí del coche. Clip, clip.
Se estaba bien bajo el sol. Las aguas del río bajaban bravas y turbias. Al otro
lado de la orilla había una carretera que se extendía en paralelo siguiendo el
recorrido del torrente. De vez en cuando las aguas arrastraban algún tronco
arrancado por la crecida, comparé la velocidad de estos con los coches que
circulaban por la carretera, haciendo apuestas imaginarias por unos y otros.
Por los alrededores algunos ancianos paseaban, también había unos tipos
corriendo. Yo tenía que trabajar y no me quedaba más remedio, pero no conseguía
entender por qué la gente madrugaba para algo tan insustancial como hacer
footing. Decidí obviarlos a todos y concentrarme en las aguas del río. Recordé
los veranos cuando era un adolescente y me iba con los amigos a bañarme junto a
la presa, por aquel entonces las aguas estaban más limpias y no dudábamos en
zambullirnos en ellas. Apuré el porro y tiré la colilla al río. De pronto algo
llamó mi atención, algo grande que arrastraba la corriente. Me quité las gafas
de sol para ver mejor. Era el cadáver de un caballo. Tenía la tripa hinchada y
la fuerza de la corriente le hacía girar sobre sí mismo. Cuando el cuerpo del
equino pasó por delante, me fijé en que no tenía ojos, tampoco labios, con lo
cual la dentadura quedaba al descubierto. El gesto macabro del cuadrúpedo me
revolvió las tripas. El cadáver siguió girando sobre sí mismo corriente abajo,
levantando las patas al cielo para luego sumergirlas en las aguas. Necesitaba
nicotina y me encendí un cigarro. Eran las diez menos diez. Me quedaban unos
minutos para disfrutar del sol. A lo lejos las extremidades de caballo seguían
entrando y saliendo de las aguas. Me puse las gafas y regresé junto a la puerta
metálica. Un coche enfiló la rampa del aparcamiento. Era el de Raúl. El
vehículo se detuvo a la entrada, Raúl bajó la ventanilla y accionó el mando a distancia
de la puerta metálica, los mecanismos de ésta se activaron y comenzó a
elevarse.
-
Esta hora la pienso cobrar.
-
Claro, sin problema.
La puerta terminó su ascenso y
Raúl metió el coche dentro. Seguí fumando apoyado en la pared. Me esperaba un
duro día de trabajo y decidí tomármelo con calma. Cuando el cigarro se consumió
lo arrojé por encima del hombro, me despedí del sol y entré en la oscuridad del
muelle.
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