Lleva toda la tarde sin dirigirme
la palabra. Señal de que algo le preocupa. No quiero preguntar, prefiero seguir
leyendo. De vez en cuando, desvío la mirada del libro y la poso en ella. Veo
cómo se come las uñas y se devanea la cabeza. Ignoro qué piensa. Acabo el
capítulo y vuelvo a mirarla. Sigue con la misma aptitud, solo que ya no le
quedan uñas que morder y las ha sustituido por un mechón de pelo. Mordisquea
las puntas con el gesto concentrado.
-
¿Te importa si pongo música?
-
¿Eh?
Parece que hubiera sido
teletransportada de una galaxia lejana y se sorprendiera de estar donde está,
es decir: aquí.
-
¿Te importa que ponga música?
-
No, haz lo que quieras.
Elijo un cd. Suenan los primeros
compases.
-
Por favor, pon algo que no sea tan deprimente.
No sabía que Billie Holiday fuese
deprimente. No quiero discutir, así que cambio de cd. Espero a que arranque
para saber su veredicto. Como no dice nada doy por buena la elección. Antes de retomar
la lectura enciendo la raba de un porro que había olvidado en el cenicero. Le
doy unas caladas y le hago una seña para pasárselo. Alarga el brazo y lo coge,
pero en vez de llevárselo a la boca, deja el gesto a medias y permanece con la
mano suspendida entre el pecho y la cabeza.
-
¿Dónde has aparcado?
La pregunta me pilla por
sorpresa, tengo que pararme a pensar para responder. Se levanta y saca un
cuaderno de un cajón.
-
¿Los bolígrafos?
Le paso el mío.
-
¿Dónde dices que has aparcado?
Vuelvo a decírselo. Ella apunta
la dirección en el cuaderno.
-
Quiero que todos los días me digas dónde dejas el coche.
Su petición es más bien una
orden. Su tono autoritario lo deja bien claro. No obstante, no alcanzo a
comprender su repentino interés por el tema. Además, ella no sabe conducir y el
único que utiliza el coche soy yo.
-
¿Por qué quieres saberlo?
-
Cosas mías.
Aunque me pica la curiosidad no
insisto. Deseo volver cuanto antes a la lectura, y es lo que hago. A las tres frases
ya me he olvidado de todo.
Durante la cena, aprovecho para
volver al asunto.
-
Bueno ¿me dirás a qué viene ese repentino interés tuyo
en saber dónde dejo el coche?
-
Es una chorrada.
-
Aun así me gustaría saberlo…
De repente, oímos un fuerte golpe
seguido de un estrépito de cristales rotos. El ruido procede del salón. Dejamos los platos y corremos hasta allí. Al
entrar nos encontramos con el cristal de la ventana hecho añicos y con un balón
de cuero blanco que reposa junto al sofá.
-
La puta que los parió.
Me asomo al ventanal (sin cristal)
esperando atisbar a los culpables del destrozo. Dos pisos por debajo hay una campa. No hay nadie en ella. Quién quiera que estuviera jugando al fútbol ha
desaparecido.
-
Ten cuidado, no pises los cristales.
El suelo está cubierto de ellos,
no pisarlos es una misión imposible. Al final es ella quien se encarga de traer
la escoba y el recogedor.
-
Quita de ahí.
Me aparto a un lado para que
pueda barrer.
-
Mañana a primera hora habrá que avisar a un cristalero.
Me parece escuchar el llanto de
un bebé. Con los ojos abiertos constato que todo está en completo silencio. Ha
debido ser un mal sueño. Ella duerme a mi lado. Oigo su respiración y siento el calor
de su cuerpo. Me levanto y salgo a tientas del dormitorio. En la cocina bebo
agua, en el váter meo y en el salón me enciendo un cigarro. Subo la persiana y
dejo que el fresco de la noche entre a través de la ventana sin cristal. Debido
al incidente del balonazo sigo sin enterarme de cuál es la razón por la que
debo apuntar dónde dejo el coche. Tendré que volver a sacar el tema durante el
desayuno. Recuerdo que antes, cuando trabajaba, de camino al taller tenía
que pasar por delante de un coche abandonado. Era un buen coche, de los caros. Todos
los días que lo veía me preguntaba por el motivo de su abandono. Barajé varias
hipótesis. Una de ellas, la más verosímil para mí, era que el dueño había
fallecido y sus familiares, al desconocer el paradero del vehículo, no pudieron
encontrarlo. Por eso estaba allí acumulando polvo. Me daba pena aquel coche. Quizás vayan por ahí los
tiros. Tal vez ella haya encontrado un coche abandonado y al verlo sienta lo mismo
que sentí yo. Puede que tenga miedo de que me pase algo y de ahí su petición. Levanto
la vista al cielo. Es negro y sin estrellas, y la luna redonda e hinchada como
un balón. El balón sigue ahí, encima del sofá. De pronto me apetece jugar con
él: botarlo contra la pared o darle una patada. Sé que no son horas y que
despertaría a todo el vecindario. Lo que hago es arrojarlo por la ventana y
contemplar cómo rebota, hasta que finalmente se detiene en medio
del suelo negro. Con el balón ahí, la campa pasa a ser un reflejo del cielo,
más bien: una fotocopia.
pepe pereza
2 comentarios:
Disfruto mucho leyendo lo que escribes. Desde que comienzo no puedo dejar de leer hasta el final. Gracias por compartir tus letras.
Yo también disfruto con tus escritos, Maica, estamos en paz. un beso
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