Mis padres murieron en un accidente. No entraré en detalles. Solo diré
que quedé huérfano, mis tíos me acogieron y tuve que trasladarme a aquel
bosque. Recuerdo la angustia que arrastraba conmigo en el tren que me llevó
hasta allí. El miedo a lo desconocido y ser consciente de que era el principio
de una nueva vida. Cuanto más me alejaba de mi ciudad natal, más desprotegido y
asustado me sentía. Estaba aterrado. Según avanzaba el tren me dio la
impresión de que retrocedíamos en el tiempo. Cada estación que dejábamos atrás
era como desandar un par de décadas. Con cada kilómetro recorrido el paisaje
iba envejeciendo, y las gentes, aunque no más viejas en edad, si degeneraban en
cuanto a época y moda.
Sabía que tenía que apearme en una aldea llamada Peñas de Cameros
pero, al llegar a la pequeña estación el letrero rezaba: Penas de Cameros.
Pregunté al revisor y me aclaró que el rabito de la “ñ” se había borrado, de
ahí mi confusión.
Se suponía
que mis tíos estarían esperándome. Sin embargo, nadie acudió a darme la
bienvenida. Me adentré en la villa. Era pequeña y las gentes que la habitaban
tenían el rostro triste y amargado. No vi a nadie con una sonrisa en la boca.
Pensé que deberían olvidarse definitivamente del rabito de la “ñ”. Penas de
Cameros se ajustaba perfectamente al ánimo de sus oriundos. No tenía ni idea de
dónde vivían mis tíos. Pregunté a una anciana que estaba a la puerta de su
casa. Al oír el nombre de mis familiares, la vieja se persignó y se encerró en
la vivienda, dejándome con la palabra en la boca. No sabía qué pasaba y aquello
me pareció de lo más extraño. Volví a preguntar, esta vez a un hombre que
transitaba por allí.
-Chaval, olvídate de esos malnacidos y regresa por dónde has venido.
Esa fue la
respuesta que recibí. ¿Malnacidos? ¿A qué se estaba refiriendo? Entonces vi a
un cura y me acerqué a él. Me informó de que mis tíos no vivían en el pueblo
desde hacía años. Por lo visto, tuvieron problemas con los vecinos y se vieron
obligados a mudarse al bosque. Algo relacionado con un intento de violación a
una niña de cinco años por parte de mi primo. Me dijo que para llegar hasta
ellos tenía que salir del pueblo por un camino que llevaba a las montañas,
desviarme a la derecha por el sendero que se adentraba en el bosque y seguirlo
hasta dar con la vivienda. El párroco me sugirió que me diese prisa en llegar,
no fuera que se echase la noche encima, advirtiéndome, además, de que el lugar
era peligroso. Dejé el pueblo atrás y puse rumbo a las montañas. El otoño
estaba en las últimas y las temperaturas habían bajado considerablemente. Me
abotoné el abrigo y seguí caminando. Al llegar a lo alto de una colina pude ver
el bosque extendiéndose a lo largo del paisaje. Tenía un aspecto tenebroso y
los sonidos que brotaban de su interior no invitaban a adentrarse en él. Llegué
al desvío y tomé el sendero que conducía a una variada frondosidad de ocres y
marrones. Me detuve frente a las lindes de la arboleda y sentí un escalofrío.
Algo me decía que debía regresar. ¿Regresar? ¿Dónde? Mis tíos eran la única
alternativa. Me armé de valor y avancé por la senda. A cada paso, la vegetación
iba devorando parte del camino, hasta el punto de reducirlo a una delgada línea
no más ancha que mis pies. Me dolían los brazos de cargar con la maleta y
cualquier sonido me ponía el vello de punta. Yo era un chico de ciudad y estaba
fuera de mi ambiente. El sol empezó a ocultarse. Aceleré mis pasos.
De pronto la vegetación se abrió a una zona despejada de árboles. En
medio estaba situada la propiedad de mis tíos. Pude ver los corrales con las
ovejas, el establo y la vivienda, hecha de adobe y madera. Esa va a ser mi casa
de ahora en adelante, me dije. Rodeé la
verja y entré. Pasé por delante de la morada pero no vi a nadie. Llamé a la
puerta. No abrieron. Entonces me pareció escuchar voces que venían de la
cuadra. Dejé la maleta frente a la entrada y me dirigí al establo. Según me
acercaba escuché claramente a un par de personas. También unos escalofriantes
mugidos. Al asomarme, vi a una mujer que era el mismo retrato de mi madre. Sin
duda era mi tía. Tenía el brazo metido hasta más allá del codo en el culo de
una vaca y hurgaba dentro de sus entrañas. Le acompañaba un joven corpulento:
mi primo. Por su fisonomía y su comportamiento supe que era deficiente mental.
Ambos estaban tan pendientes de sus actos que no se percataron de mi presencia.
Mi tía introdujo el brazo hasta el hombro en el interior de la vaca.
-El ternero viene de culo.
Mi primo
contestó con gruñidos y frases ilegibles. Parecía nervioso, con una mano se
rascaba la cabeza mientras que con la otra se golpeaba la frente con la palma
abierta. No me atreví a intervenir, continué asomado a la puerta observando la
escena en silencio.
Desgraciadamente,
el ternero nació muerto. Lo achacaron a mi llegada. Es un mal fario, dijo mi
tío cuando más tarde llegó acompañado del veterinario.
Después de cenar me obligaron a compartir cuarto y cama con el
deficiente. El insensato no tuvo reparos en masturbarse estando yo tumbado a su
lado. Cerré los ojos y me tapé los oídos, pero aun así notaba cómo el colchón
subía y bajaba. Echaba de menos a mis padres y a mis amigos. Añoraba mi
habitación, mi cama, mis cosas… Tenía que ser fuerte y adaptarme. No quedaba
otro remedio. Debía dejar atrás mi anterior vida y empezar de nuevo. Por fin,
mi primo calmó sus ardores y al rato se quedó dormido. Yo no pude, estaba
demasiado alterado. Desde la cama observé la ventana y a través de ella un
cielo plagado de estrellas. Nunca había visto tantas. Por encima de los
ronquidos me pareció escuchar un aullido. Me levanté, me acerqué al ventanal y
lo abrí. Efectivamente, era un aullido, claro y nítido, atravesando la curva de
la noche. Mi nueva vida también incluía lobos.
De madrugada, mi tío partió con el rebaño. Desde la cama le escuché
arengar a las ovejas para que saliesen del corral. Mi primo no estaba. Había
dejado una mancha de saliva en su lado de la almohada. De pronto entró mi tía.
-¿A qué esperas para levantarte? Aquí nos ponemos a trabajar al alba,
así que espabila.
Me puso a
limpiar el establo. En cuanto terminé, me ordenó cavar una fosa detrás de la
cuadra para enterrar el ternero muerto. Después de estar un rato cavando, tenía
las manos llenas de ampollas. A pesar de ello, seguí con la tarea. No quería
que me tachasen de blandengue. Cuando acabé, se lo hice saber a mi tía. Fuimos
en busca del novillo pero había desaparecido. Según ella se lo había llevado mi
primo. Los buscamos por toda la granja y los encontramos ocultos entre unas
alpacas de heno. Mi primo tenía consigo el cadáver. Por alguna razón que desconozco, se
había encariñado de él y no había manera de quitárselo. Tratamos inútilmente de
convencerlo, pero se aferraba al becerro como si le fuera la vida en ello. Como era más fuerte que nosotros y tuvimos que rendirnos.
-Ya verás cuando venga tu padre.
Mi tío
regresó con el rebaño al final del día. Mi tía no
perdió tiempo y le contó lo sucedido. El tema se zanjó con una brutal paliza.
El padre se impuso al hijo y, por fin, pudimos enterrar el cadáver en el hoyo
que yo había cavado.
Aquella noche el dormitorio fue solo para mí. A mi primo lo castigaron
encerrándole en el establo. Agradecí un poco de intimidad. No obstante, estaba
tan cansado que me quedé dormido en cuanto me metí en la cama.
A la mañana siguiente encontramos la puerta de la cuadra reventada y
la zanja vacía. Mi primo y el becerro habían desaparecido. Lo buscamos por la
casa y alrededores. Todo indicaba que se había internado en el bosque. Mi tío y
yo dedicamos la mañana entera a seguir su rastro. No pudimos dar con él.
Después de comer, continuamos buscando. Al caer la noche, tuvimos que regresar.
Mi tía estaba muy preocupada. No era para menos, el frío y los lobos eran
amenazas palpables que debían tenerse en cuenta.
-Tranquila, mujer, no es la primera noche que la pasa en el bosque.
Seguro que estará bien.
No supimos
nada de él en dos días. Al tercero regresó escoltado por una pareja de la
guardia civil. Por lo visto aquella misma mañana apareció en el pueblo cargando
con el ternero.
Cuando los
beneméritos se fueron fue el turno de mi tío. Se quitó el cinturón y golpeó con
la hebilla a su vástago. Así hasta que mi primo fue reducido y soltó el
becerro. Después fue conducido hasta el establo. Una vez ahí, le ajustaron una
cadena alrededor del cuello y le pusieron un candado. El otro extremo de la
cadena estaba firmemente anclado a una viga.
Esa misma tarde mi tío y yo nos adentramos en el bosque para poner fin
de una vez por todas al problema del ternero. El plan era abandonar el cadáver
a varios kilómetros para que las alimañas se encargasen de él. Así lo hicimos.
De regreso, mi tío hizo algo que llamó mi atención: se acercó a un árbol,
olfateó el tronco y meó sobre la corteza que acababa de olisquear. Solamente
dejó salir un pequeño chorro, el resto se lo guardó.
-A los lobos, si quieres que te entiendan, hay que hablarles en su
idioma.
Hacía cinco
días que vivía con ellos y era la primera vez que me dedicaba una frase de más
de tres palabras. Llegamos a otro árbol y repitió la misma escena, es decir: lo
olió y vertió un chorro de meada sobre el tronco.
-Hay que dejarles claro que tú meas más alto que ellos. Así sabrán que
este no es su territorio y dejarán en paz a nuestras ovejas.
Mi tío
había sido pastor desde niño. Según él, los lobos jamás habían atacado a sus
rebaños. De pronto se puso en guardia. Había visto algo. Se agachó muy
despacio, cogió una piedra del suelo y la lanzó. El pedrusco dio en el blanco:
una liebre que tuvo la mala suerte de pasar por ahí.
-Ve a buscarla.
Me acerqué
hasta el animal. Aún vivía. Tenía espasmos en las patas traseras y sangraba por
las orejas y la nariz. Percibí el miedo en sus ojos. Yo también lo tenía. Era
la primera vez que veía agonizar a un ser vivo.
-¿A qué esperas para cogerlo?
No me
apetecía tocar a la liebre. Ni mancharme de sangre. Vomité. Fue él mismo quien
se encargó de coger la pieza. La levantó del suelo y con un golpe de mano le
rompió el cuello. Volví a vomitar.
Esa noche la cena consistió en un guiso de liebre con patatas. No
quise probar bocado.
Al día siguiente mi primo fue puesto en libertad. En cuanto lo
soltaron se puso a buscar al ternero por toda la zona. Probó a escavar con sus
manos en varios sitios que él mismo eligió al azar. Al ver que no lo encontraba
gruñó y berreó, pataleó, se golpeó la cabeza con los puños, e incluso se
arrancó algunos mechones de pelo. Todo fue inútil. Finalmente se ocultó entre
las alpacas de heno y allí pasó el resto de la jornada.
Pasaron los días y cayó la primera nevada. Acondicionamos el establo y
trasladamos las ovejas dentro. El trabajo era duro pero según transcurrían las
semanas me iba acostumbrando a mi nueva vida. Los modales bruscos y primitivos
de mis tíos ya no me lo parecían tanto. Lo peor era tener que compartir cama
con mi primo. El depravado seguía masturbándose sin importarle que yo estuviera
a su lado. Eso no dejaba de cohibirme e inquietarme. Y sucedió que una de esas
noches mi primo me violó. Estaba durmiendo. De pronto noté un peso encima.
Enseguida tomé conciencia de sus intenciones. Traté de resistirme pero él era
más fuerte. Además, me había cogido por sorpresa y me tenía totalmente
sometido. Quise gritar. Lo impidió tapándome la boca con su manaza. Recuerdo
que le olía a semen rancio. Nada pude hacer. Me sodomizó sin miramientos.
Cuando terminó se dio la vuelta y al poco se quedó dormido. Fui incapaz de
moverme o tomar represalias. Estaba tan cohibido, tan conmocionado, tan
humillado… que solo pude llorar. Lo hice durante toda la noche. A la mañana
siguiente me levanté como si no hubiera pasado nada. Delante de mis tíos me
comporté con naturalidad y no les dije ni palabra del asunto. No obstante, el
dolor y la vergüenza iban por dentro. Debía aguantar, entre otras cosas porque
había jurado vengarme.
Me desperté sobresaltado. Había tenido una pesadilla, pero nada más
abrir los ojos mi mente borró todo registro de ella. Tan solo quedó una imagen:
Un árbol de navidad decorado con vísceras y restos humanos. En lugar de
espumillón había intestinos. Orejas cortadas, dedos amputados, globos oculares
sustituían las típicas bolas de colores. En vez de una estrella coronando el
árbol, estaba un corazón sangrante que aun palpitaba… El dormitorio estaba en
penumbra. Todavía era de noche. Pensé en mis padres. Quizás porque iban a ser
las primeras navidades que pasaría sin ellos. Los echaba de menos. Qué lejos
quedaban aquellos días felices. Miré a mi primo. Dormía con la boca abierta. Lo
odiaba profundamente por lo que me había hecho. Cada vez que lo veía me hervía
la sangre. Sentirlo en la misma cama me asqueaba y a la vez me aterraba. Tenía
miedo de que volviera a violarme. Por las noches no pegaba ojo, pendiente en
todo momento de cualquiera de sus movimientos.
Mis temores
se vieron confirmados la noche antes de navidad. Estaba tan cansado que, sin
querer, me quedé dormido. Mi primo aprovechó el descuido y quiso follarme por
segunda vez. Sabía que resistirme no iba a valer de nada. Él era más fuerte,
así que esta vez utilicé la inteligencia.
-¿Te acuerdas del ternero?
Capté su
atención al momento.
-Sé dónde está escondido.
Lo tenía
encima. Notaba su verga dura sobre mi espalda.
-Si no me haces nada, te diré dónde está.
Se aporreó
la frente con los puños, como si necesitase de los golpes para poner en
funcionamiento las escasas neuronas de su cerebro. Al final me dejó libre.
Quiso que fuéramos de inmediato a por el becerro, pero le convencí de que sería
mejor esperar a que se hiciera de día.
Por la
mañana me lo llevé al bosque. Anduvimos durante muchos kilómetros entre la
espesa vegetación hasta que llegamos al chaflán de un profundo barranco.
-Está ahí. Asómate y lo verás.
El ingenuo
no cuestionó mis palabras y se acercó al borde. De una patada lo envié al
vacío. Vi su gesto de asombro mientras se precipitaba al fondo del barranco.
Finalmente se estrelló contra las rocas. En un arranque de júbilo grité a los
cuatro vientos. Dejé salir la rabia y la humillación. Mi grito fue volviéndose
un aullido. Aullé como un poseído. Para mi sorpresa a mi aullido llegó otro en
forma de respuesta. Los lobos estaban cerca. Les grité:
-Estoy aquí y he venido a quedarme.
Eché una
última mirada al cadáver de mi primo. Ese malnacido jamás volvería a hacerme
daño. Con un poco de suerte los lobos lo encontrarían y se darían un festín. En
cuanto a mis tíos, sabía que no sospecharían de mí. Darían como bueno que el
loco de su hijo se hubiera despeñado por un barranco. En cierto modo les había
hecho un favor. De regreso me paré a oler algunos árboles y a mear sobre sus
troncos, tal y como me había enseñado mi tío. Era hora de dejar mi marca. Que
todo bicho viviente supiera que ese iba a ser mi territorio. Me lo había
ganado.
pepe pereza