viernes, 27 de noviembre de 2015

AL NORTE DEL DOLOR

Me enfrento a la primera noche sin ti…
Siento miedo. Y dolor. Tanto que no sé cómo describirlo. Creo que no hay palabras para hacerlo. Por mucho que junte la D con la O, le sume una L, otra O y le añada una R jamás conseguiré expresar el cúmulo de padecimientos que soporto. No hay metáforas para el dolor. Tampoco hay centímetro en mis entrañas que no esté sometido a todo un catálogo de ellos ¿Cómo describirlos? Se supone que la palabra “dolor” abarca todos ellos. Lo que puedo hacer es escribirlo con mayúsculas, empaparlo en negrita y que el tamaño de la fuente sea excesivo para que dicha palabra se acerque un poco, muy poco, a la sombra de lo que siento: DOLOR
Deambulo del salón a la cocina, luego salgo al pasillo. Lo recorro cien veces…
Por fin, me atrevo a entrar en el dormitorio. No he cambiado las sábanas porque huelen a ti. Ahora mismo es lo único que conservo: tu olor. Olor y dolor. Un poeta resabiado sabría qué hacer con estas dos palabras. No estoy para poemas. Ahora me toca sufrir y olvidar. Aún es pronto para olvidar. Es triste y descorazonador llegar al punto donde dos personas fundidas en un solo ente tienen que separarse. Romper esa simbiosis. La soldadura que les une en un doloroso desgarramiento de carne y sentimientos. No soporto ver la cama y saber que nunca más te acostarás en ella. Me duele verla así, vacía. Si no fuera tan cobarde me echaría a llorar. Escapo del dormitorio y regreso al salón. Siento deseos de abrirme el pecho y dejar salir el avispero. Quisiera sacarme los ojos para situar el dolor en un punto concreto. La cabeza me va a estallar. Me llevo las manos a las sienes y trato de masajear la zona con la esperanza de que la angustia disminuya. Cierro los ojos y me los froto ejerciendo una leve presión. Eso hace que mil chispas de color surjan de la oscuridad que encierra mis párpados y converjan en un mismo punto. Un punto de luz. Quizás todo radique en eso: encontrar un punto de luz al que dirigirse. No importa lo que tengas que avanzar, ni la oscuridad que te rodea. Lo trascendente es que tienes una meta a la que llegar. Necesito hacer algo. Si no para calmar el dolor, que al menos sirva para acompañarlo. Decido raparme la cabeza. Lo hago en el baño.
Al final mi rostro queda desnudo en la imagen que me devuelve el espejo. Me doy asco por no haber sabido conservarte. Escupo al reflejo. En un arrebato cojo un puñado del pelo cortado. Me lo meto en la boca y lo mastico. Es repugnante pero sigo masticando. Hago por tragar. Por mucho que lo intento no soy capaz de engullir la masa de queratina. Me ayudo con el dedo. Empujo hacia dentro y trago. Termino vomitando en el retrete…
Maldita sea, no hagas más tonterías. Siéntate a ver la tele o ponte a leer. O si no come algo que no sea pelo. Cómo voy a comer si no puedo ni respirar. Lo que sí hago es fumar. Llevo casi tres paquetes. Me escuecen los pulmones. Aun así sigo encendiéndome un cigarro tras otro. Por enésima vez vuelvo al salón. Enciendo la tele. En todos los canales emiten películas de amor. El destino se ríe de mí. La apago. ¿Por qué todo me recuerda a ti? Supongo que es como cuando tienes una herida y todos los golpes que te das son precisamente ahí. Me agobio y salgo al pasillo. Vueltas y más vueltas. Las paredes se me echan encima y siento claustrofobia. Tengo que escapar de aquí. Cojo las llaves del coche y me dispongo a salir. Sé que fuera hace frío. Pero no tengo cojones para entrar de nuevo en el dormitorio, que es donde guardo toda la ropa de abrigo. Prefiero helarme que entrar ahí y ver la cama vacía. Salgo a la calle con un fino jersey y unos vaqueros como única protección. Hace muchísimo frío. Donde más lo noto es en el cráneo recién pelado. Llego al coche y entro. Estoy aterido. Casi no puedo meter la llave en el contacto. Arranco y le doy a la calefacción. El calor tarda en llegar. Mientras tanto me fumo un cigarro, otro más. La ciudad está vacía de tráfico y gente. Tomo la primera calle para luego girar a la derecha y continuar por la siguiente. Me dan ganas de acelerar y estrellarme contra el muro que tengo en frente. Al aproximarme giro a la izquierda y sigo por la avenida principal. Conducir no mejora mi estado de ánimo pero al menos tengo la mente ocupada en algo. Por el retrovisor veo que un coche de la policía se sitúa detrás. Parece que se hubiera materializado ahí mismo. Hago un repaso mental para cerciorarme de que llevo todo en regla. Una alarma se enciende en mi cabeza. Guardo una piedra de hachís en el bolsillo del vaquero. Joder, ya era el peor día de mi vida sin necesidad de terminar en un calabozo para confirmarlo. Afortunadamente el coche me adelanta y coge la rotonda que lo desvía hacia el casco viejo. Yo sigo recto. Llego a las cercanías de basurero municipal. Toda la mierda termina aquí. Sin duda este es mi sitio. Me desvío del camino principal por una vereda sin asfaltar y aparco en una elevación situada frente al vertedero. Apago las luces y dejo el motor al ralentí para que la calefacción siga funcionando. Desde aquí puedo ver a los camiones descargar la inmundicia. Y sobre ellos un cielo negro que no tiene fin. Me lío un porro y me lo fumo observando las estrellas. Sobre todo a las que les da por ser fugaces… El dolor es el mismo aquí que en el salón de casa. Perjudica de igual manera. Comienza a nevar y veo tu cara en cada copo que cae. Cada uno de ellos contiene un gesto tuyo, una instantánea... De pronto el motor se apaga. Me he quedado sin gasolina. Estaba tan ensimismado en mi propia desgracia que no me he fijado que el piloto de aviso estaba en rojo. Otra gota que añadir al vaso. Salgo al frío mortal. Abro el maletero para coger una garrafa de plástico y dirigirme a una gasolinera. Además de la garrafa, tengo la suerte de encontrar un viejo chubasquero que guardo aquí desde hace tiempo. Está roto por algunos sitios y es una mínima protección contra el frío. No obstante me alegro de poder hacer uso de él. Me lo pongo y me siento un poco mejor. Para terminar, debajo del jersey meto las páginas de un periódico que me ayudarán a conservar el calor. Cierro las puertas del coche y me pongo en camino. Calculo que estoy a unos cinco kilómetros de la gasolinera más cercana. Ahora mismo mi punto de luz está en esa gasolinera. Cada vez nieva más. Acelero el paso. Me castañean los dientes y tengo congelada la mano con la que sujeto la garrafa. Cambia el viento y me llega toda la fetidez del estercolero. Los copos de nieve se me quedan adheridos y me duele la cabeza de tanto frío.
Después de hora y media caminando bajo la ventisca llego a la gasolinera. Casi no puedo andar por la hipotermia. Antes de llenar la garrafa en el surtidor, decido entrar en el bar y tomar algo caliente que me devuelva la vida. El local está casi vacío, a excepción del camarero y unos pocos noctámbulos. Me acerco a la barra y pido un café con leche doble, muy caliente. Pongo especial énfasis en el “muy” para que el camarero comprenda que lo quiero hirviendo.
-Mala noche, ¿eh?
-La peor.
Ocupo una de las mesas. Aún estoy helado y tirito. El café está demasiado caliente para beberlo. Mientras espero que se enfríe sigo aferrado al vaso con ambas manos para absorber el calor a través de ellas. Dos tipos que están sentados al fondo suben el tono de sus voces y empiezan a discutir. Me quedo con sus movimientos de mandíbula e intuyo que han tomado algún tipo de anfetamina. El más alto pierde la paciencia y poniéndose en pie grita:
-Céline no era antisemita, entérate.
Aparta la silla de una patada y se dispone a salir. Al pasar a mi lado, algo cae del bolsillo del abrigo que se está poniendo. El tipo sale del local sin percatarse de lo que ha perdido. Es un libro de la Editorial Lumen: -Norte- de Louis-Ferdinand Céline. Un ejemplar que lleva años agotado y que es difícil de conseguir. Además es el único que me falta para completar su trilogía. No lo dudo, lo recojo del suelo y me lo escondo debajo del impermeable. Echo una sutil mirada para ver si alguien me ha visto. Todos están a lo suyo. Solo por este regalo merece la pena la caminata que me he dado hasta aquí, el frío que he pasado y el que me queda por pasar en el viaje de vuelta.
Unos minutos después, el tipo alto regresa al local. Se acerca a su colega y le pregunta por el libro.
-¿Dónde está mi libro?
-Y a mí qué coño me cuentas.
Se pone a buscarlo debajo de la mesa y por los alrededores. Evidentemente no lo encuentra porque lo tengo yo.
-Hace un momento lo tenía y cuando he salido ya no estaba.
-Pues yo no lo tengo.
-¡ME CAGO EN DIOS!
Sigue mirando debajo de las mesas, apartando las sillas sin miramientos. El camarero se ve obligado a poner orden. Discuten y trata de sacarlo del local. El alto no quiere irse sin recuperar lo que es suyo. Pierde los nervios. Hay un conato de pelea entre ambos. Entonces el tipo agarra una botella por el cuello. La revienta contra la barra y con los restos amenaza al camarero. Este retrocede, coge la bandeja de servir las bebidas y se protege con ella a modo de escudo. El alto insiste.
-Devolvedme el puto libro.
No me cabe la menor duda de que va puesto de cristal. Nadie en su sano juicio se comporta así por un libro, aunque sea de culto y esté agotado. Yo permanezco callado, parapetado detrás del vaso de café, observando la escena y preguntándome cómo acabará todo. De pronto el tipo se dirige a mí.
-¿Lo tienes tú?
Me hago el tonto.
-¿El qué?
-El libro, joder.
-No lo tengo
-Mierda… ¿Y dónde está?
No me molesto en contestar porque la última pregunta la hace extensible al resto de concurrencia. Al no obtener respuesta, se planta delante de la puerta del local y lanza un ultimátum.
-Pues hasta que aparezca, os juro por mis muertos que nadie va a salir de aquí.
El camarero amenaza con llamar a la policía. El alto no se acobarda y sigue en sus trece. De pronto, la puerta del local se abre a sus espaldas. El tipo se asusta e instintivamente ataca a la joven que acaba de entrar. Le clava los cristales en la base del cuello, justo por encima de la clavícula. La chica cae sobre su pareja. Ocurre tan deprisa que a todos nos cuesta un momento asimilar lo que está pasando. Aprovechando el desconcierto el agresor huye del local. La mujer herida sangra abundantemente. Su acompañante intenta taponarle la herida con las manos. El camarero se acerca con un paño limpio. Tampoco con eso logran detener la hemorragia. El joven nos grita que llamemos a una ambulancia, que por favor venga un médico. Céline era médico… El camarero corre al teléfono y hace la llamada. Al ver tanta sangre, el estómago se me revuelve y vomito una papilla de pelo y bilis que aún guardaba en las entrañas. No puedo seguir presenciando esto. Suficiente desgracia arrastro ya. Me pongo en pie y rodeando a la pareja salgo de la cafetería. Al abrir la puerta me pringo la mano con una de las salpicaduras de sangre. Pobre chica, me siento culpable. Fuera ha dejado de nevar y no hace tanto frío. Me acerco a los aseos para lavarme, pero antes saco el libro. Abro la cubierta y en la página en blanco que sigue estampo la mano ensangrentada. Un recuerdo indeleble de este viaje mío al fin de la noche. La primera sin ti. La más dolorosa y difícil de superar. Pese a ello, no pienso rendirme. Intentaré encontrar el punto de luz. Hasta que lo haga caminaré a ciegas, como lo he hecho esta primera noche que ya se acaba.

Cuando estoy llenando la garrafa en el surtidor llega la ambulancia. Menos mal. Mientras pago les veo cargar con la chica en la camilla. Parece que han llegado a tiempo. Me alegra. La ambulancia arranca y se incorpora a la carretera. Espero que se recupere. Me giro y en el horizonte veo despuntar el sol. ¿Será ese el punto de luz que estoy buscando? No lo sé. Pero ya que me cae de camino, oriento mis pasos hacía él.

pepe pereza

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