lunes, 28 de septiembre de 2009

EL QUEMADERO

José y Jesús eran mis mejores amigos. Entre los tres formábamos “la banda”. A mí me había tocado el papel de líder y debía tomar la iniciativa y tener programadas las actividades del día. Claro que aquel no era el problema, el problema era mi hermana Pili. Mi madre siempre la dejaba a mi cargo y ella, aprovechándose, se pegaba a mí como una lapa. Lo malo no era que viniese con nosotros a todos los sitios, lo que realmente me molestaba, era que con ella a nuestro lado yo tenía que modificar mis planes y adaptarlos a sus limitaciones. A nosotros nos gustaba subirnos a las encinas para construir casetas entre las ramas, pero con mi hermana eso no era posible porque no sabía trepar a los árboles y encima tenía vértigo. Además, José y Jesús estaban enamorados de ella y siempre andaban más pendientes de agradarla que de hacerme caso a mí. Mi hermana era consciente del poder que eso le otorgaba y hacia uso de él a todas horas:

- El que pueda más, será mi novio. – decía con aíres de princesa de cuento de hadas.

De inmediato, José y Jesús se enzarzaban en una pelea para ver quién era el vencedor. Cansado de aquello decidí que iríamos al quemadero. El quemadero estaba en la parte occidental de las afueras del pueblo, justo en medio del basurero. Constaba de un horno de ladrillos y una larga chimenea de la que brotaba un humo negro y espeso. El encargado de ir metiendo la basura en el horno se llamaba Lázaro. Era un hombre muy corpulento, con la cabeza rapada y siempre manchado de hollín. Su sola visión bastaba para ponernos los pelos de punta. Quise ir al quemadero para acobardar a mi hermana (sabía que le tenía un miedo atroz a Lázaro) y, sobre todo, recuperar la atención de mis dos amigos. ¿Cómo lo iba a hacer? Con la excusa de hacernos con una mascota. He de aclarar que Lázaro, además de quemar la basura, se encargaba de hacer desaparecer las camadas no deseadas de perros y gatos. La gente con escrúpulos que no tenían el coraje de acabar con las vidas de los recién paridos se los llevaban a Lázaro metidos en sacos y él los arrojaba al horno como si nada. Por ello recibía suculentas propinas que aumentaban considerablemente su salario. Algunas veces dejaba a los cachorros dentro del saco, apartados junto a un montón de basura, y no los echaba al horno hasta el final de la jornada. Las pobres criaturas, barruntando su final, se pasaban el día sufriendo. Lázaro parecía disfrutar de los lamentos lastimeros de los cachorros. Entre pala y pala de basura hacía una pausa y aguzaba el oído hacia el saco, después sonreía y seguía metiendo basura en el horno.
Camino del quemadero mi hermana intentó convencernos de que había sitios mejores a donde ir, pero la idea de conseguir una mascota había calado hondo en mis amigos. Según nos aproximábamos vimos la columna de humo que salía por la chimenea y a Lázaro frente al horno desempeñando su trabajo. Nos escondimos entre los montones de basura y ocultos fuimos acercándonos hasta las proximidades del horno. Enseguida distinguimos el ladrido de un cachorrillo que sonaba por encima del crepitar de las llamas. Estábamos de suerte, ya solo teníamos que acercarnos hasta donde estaba, cogerlo y salir pitando de allí. Mi hermana estaba aterrada, se le podía ver el miedo en la cara. José y Jesús estaban alerta por si había que salir corriendo y yo trataba de mantenerme tranquilo para demostrarles mi valentía, pero he de admitir que sólo era fachada. A unos pocos metros de la chimenea pudimos ver el saco donde estaba metido el cachorro. No iba a ser fácil acercarse hasta allí sin que Lázaro se diera cuenta. Estudié detenidamente el terreno y me di cuenta que podría conseguirlo si me arrastraba por detrás de unos pequeños montículos de basura que llegaban hasta el saco. Claro que arrastrase por encima de la basura no era una buena idea. Además cualquier ruido delataría mi presencia y a esa distancia seguro que Lázaro me atraparía.

- Voy a intentarlo. – dije en voz baja.
- No lo hagas. Lázaro te cogerá y te meterá en el horno. – suplicó mi hermana al borde del llanto.
- No te preocupes, soy más rápido que él. – mentí para tranquilizarla.

Corrí hasta unos matojos altos de hierba seca y me oculté tras ellos. Miré hacia donde estaba Lázaro y aproveché que él me daba la espalda para llegar hasta los montículos de basura que me ocultarían. Me arrastré con sumo cuidado, procurando no hacer ruido. De vez en cuando sacaba la cabeza por encima de la basura para vigilar a Lázaro. En mi avanzada iba apartando todos los elementos cortantes que me encontraba, tuve suerte y no me herí con nada, pero no pude impedir mancharme de arriba abajo. Pensé en que me caería una buena cuando llegase a casa, pero no me importaba, en esos momentos lo único que me importaba era llegar hasta el saco sin que Lázaro se diese cuenta. Estaba a pocos metros de conseguirlo. El cachorro, aún sin verme, advirtió mi presencia y se puso a lloriquear con ladridos agudos y prolongados. Lázaro dejó la pala a un lado y se acercó hasta el saco.

- ¿Se puede saber qué coño te pasa? – dijo con voz profunda y arrugada.

Yo me quedé inmóvil detrás de la basura, petrificado por el miedo. Lázaro cogió el saco y lo levantó a la altura de su cara.

- Como no te calles vas directo al horno. Tú verás…

El cachorro siguió gimoteando sin hacer caso de la advertencia de Lázaro. Creí que todo el esfuerzo había sido inútil y que Lázaro, irremediablemente, echaría el saco dentro del horno. Me equivoqué. Lázaro dejó el saco en el suelo y regresó junto al horno para continuar con su trabajo. Intenté avanzar, pero estaba tan aterrado que no pude moverme. Imaginé que mi hermana estaría mucho más asustada que yo y eso me dio fuerzas para arrastrarme los pocos metros que faltaban para llegar hasta el saco. Antes de echarle mano, asomé la cabeza y ví que Lázaro se alejaba unos metros para orinar. No tendría mejor oportunidad. Me incorporé, cogí el saco y salí corriendo con todas mis fuerzas. Mi hermana y los otros se unieron a mí y juntos escapamos del basurero. Ya en lugar seguro abrimos el saco. Dentro había tres cachorros, dos muertos y uno vivo. Cogí al vivo y lo saqué del saco. En cuanto lo vimos nos quedamos prendados con él. Era un perrito encantador de raza indefinida, blanco con manchas pardas y negras. Decidimos que lo llamaríamos “Piltri”. Lo llevamos a nuestro escondite secreto, una vieja casa en ruinas cerca del Torreón. A todos nos hubiese gustado llevarnos a Piltri a casa, pero sabíamos por experiencia que ninguna de nuestras madres lo aceptaría. Ya lo habíamos intentado en otras ocasiones con otros cachorros y no consintieron, ni siquiera ante cachorros tan enternecedores como Piltri.
Pasados tres días, Piltri se murió de hambre. No supimos enseñarle a beber la leche que le llevábamos.

4 comentarios:

Javier Belinchón dijo...

Joder, Pepe, esta serie de Los colores de la infancia está muy bien. En cuanto a este relato, me ha gustado sobre todo cuando abren el saco, de ahí hasta ese final trágico. Muy bueno, de verdad.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

um, Pepe, los colores de la infancia me tienen enganchada leyendote, pero, que tristeza me da al imaginar los ojitos de Piltri...

Un abrazo

Angel dijo...

como siempre tío, genial. un abrazo pepe.

voltios.

Begoña Leonardo dijo...

Me ha gustado mucho, el final me ha dejado un poco pallá, buenísimo.

Cariñitos.