lunes, 14 de junio de 2010

PAN de KNUT HAMSUN


Así empieza PAN de Knut Hansum
1
Desde hace algún tiempo acuden persistentemente a mi memoria los días estivales pasados cerca de Sirilund, en la costa septentrional, y me parece ver aún la cabaña en donde viví y el intrincado bosque que se expandía a su espalda. Me decido a escribir alguna de aquellas remembranzas para combatir el tedio; los días se me antojan interminables, aun cuando vivo la vida alegre del célibe y ninguna sombra la empaña; estoy contento y llevo con agilidad el fardo de mis treinta años. Hace poco, alguien me envió unas plumas verdes de pájaro nórdico, que llegaron inesperadamente en un paquete lacrado y ornado con una corona, produciéndome alegría y avivando recuerdos antiguos. En resumen, mi único engorro actual se reduce a vagos dolores en el pie izquierdo, de resultas de una herida de bala; pero aun este dolor es intermitente, y sólo se aviva cuando el tiempo amenaza lluvia, convirtiéndome en una especie de barómetro vivo.
Recuerdo que hace dos años el tiempo no se me antojaba tan lento como ahora, y el comienzo del otoño siempre me sorprendía cual si se anticipase. Fue en 1855 —voy a darme el placer de rememorar— cuando me sucedió la aventura que a veces me parece un sueño. Como no he vuelto a pensar en ella, muchos detalles menudos se han desvanecido en mi mente; mas recuerdo de modo preciso que por aquella época todo se me aparecía con esplendor extraño: las noches, iguales en claridad a los días, sin una sola estrella en el cielo; las gentes, que adquirían un encanto particular, cual si fueran seres de otra naturaleza abierta de súbito para mí, a manera de inmensa flor, a una vida más fragante y lozana... ¡Oh!, yo no niego que hubiese algún sortilegio en esta visión que así mejoraba hombres, luces y paisajes; pero como jamás lo había experimentado hasta entonces, vivía unos días venturosos, en pleno milagro.
En una casa blanca situada junto al mar conocí a cierta persona que durante algún tiempo, poco, por fortuna, había de llenar todas mis ideas. Ahora sólo pienso en ella de raro en raro, y la mayor parte del tiempo su imagen desaparece por completo de mi memoria, mientras otros detalles que entonces creí no observar —los gritos de los pájaros marinos, mis peripecias de cazador, las claras noches profundas, las cálidas horas caniculares— acuden al primer plano de la evocación. Conocí a esa persona por circunstancias fortuitas, merced a lo cual adquirió para mí el singular atractivo que de otro modo no habría tenido nunca.
Desde mi cabaña veía los islotes, los arrecifes costeros, un pedazo de mar y las cimas tenuemente luminosas y azules de las montañas. Detrás ya he dicho que se expandía la inmensa selva. Una alegría, una especie de gratitud hacia la belleza del paisaje, me penetraba el alma con sólo mirar los senderos olorosos de raíces y de hojas; el aroma acre de la resina, pesado como olor de medula, me excitaba a veces, y entonces iba a tranquilizar mis sentidos bajo los árboles inmensos, donde, poco a poco, todo se transformaba dentro de mí en armonía y serena pujanza. Diariamente recorría las frondosas colinas; y en mi espíritu no había otro anhelo que el de que aquellos paseos por entre el barro y la nieve se prolongasen indefinidamente. Mi único compañero en ellas era Esopo; hoy es Cora quien templa mis desvelos de solitario; pero en aquel tiempo iba sólo con Esopo, mi perro, al que maté después.
A menudo, por la noche, de regreso de caza, la tibia quietud de mi casita me envolvía, produciéndome un éxtasis o agitando todo mi ser con vibraciones dulces. Entonces, necesitado de comunicarme con alguien, le decía a mi perro, que me miraba con sus ojos hondos y comprensivos, mi júbilo por aquel bienestar compartido con él: "Eh, ¿qué te parece sí encendiéramos fuego en la chimenea y asáramos un pájaro?" Y en cuanto comíamos, Esopo iba a situarse en su rincón favorito, cerca de la entrada, mientras yo me tendía sobre el lecho a fumar una pipa, con el oído atento a los mil murmullos del bosque, que ya no eran confusos para mí ni turbaban el vasto silencio que sólo de vez en cuando rasgaba el grito agrio de algún ave, después del cual la quietud volvía a ser más inefable, más balsámica.
Muchas veces me sucedió quedarme dormido sin desvestirme siquiera, y despertarme luego de un largo sueño. Al través de la ventana, a lo lejos, blanqueaban las grandes construcciones del puerto, y más cerca precisábase el caserío de Sirilund, la tiendecita en donde yo compraba el pan. El despertar era tan brusco, que durante un momento me sorprendía de encontrarme en aquella cabaña al borde de la selva. Esopo, al verme volver a la vida, sacudía su cuerpo esbelto y elástico, haciendo tintinear los cascabeles del collar, y abría varias veces la boca y movía la cola como diciéndome: "Ya estoy dispuesto." Y yo me levantaba, tras cuatro o cinco horas de sueño reparador, de nuevo ágil y alegre, como si también dentro de mi corazón sonara un cascabel.
¡Cuántas noches transcurrieron así!

2 comentarios:

Javier Belinchón dijo...

Me encanta esto de ofrecer el comienzo de estas novelas.

Abrazo.

Madison dijo...

Recuerdo que tomé el libro un día de verano y no pude dejarlo hasta finalizarlo, era bien entrada la noche, pero es que enteriormente leí Hambre y me entusiasmó.
No deja de extrañarme que no sea más conocido este autor.
Qué bien que hayas puesto esta reseña.

Por cierto, el sábado compré Senda del Perdedor de Charles Bukowski, y lo estoy leyendo. La culpa...tuya
Un beso Pepe