miércoles, 23 de junio de 2010

EL VIEJO Y EL MAR de HERNEST HEMINGWAY


Así empieza EL VIEJO Y EL MAR de HERNEST HEMINGWAY

Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical, estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo, y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.
—Santiago —le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar, y el muchacho le tenía cariño.
—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—, y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerlo.
—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.
—Papá no tiene mucha fe.
—No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?
—Si—dijo el muchacho—. ¿Me permite brindarle una cerveza en La Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.
—¿Por qué no? —dijo el viejo—. Entre pescadores.

Se sentaron en La Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a los que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas —dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla— a la pescadería, donde esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.
Cuando el viento soplaba del este, el hedor se extendía a través del puerto, procedente de la fábrica tiburonera; pero hoy no se notaba más que un débil tufo porque el viento había vuelto al norte y luego había dejado de soplar. Era agradable estar allí, al sol, en La Terraza.
—Santiago, —dijo el muchacho.
—¿Qué? —respondió el viejo. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.
—¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
—No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar, y Rogelio tirará la atarraya.
—Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted, me gustaría servirlo de alguna manera.
—Me has pagado una cerveza —dijo el viejo—. Ya eres un hombre.
—¿Qué edad tenía yo cuando usted me llevó por primera vez en un bote?
—Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?
—Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se estremecía, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.
—¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?
—Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.
El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados por el sol.
—Si fueras hijo mío, me arriesgaría a llevarte —dijo—. Pero tú eres de tu padre y de tu madre, y trabajas en un bote que tiene suerte.
—¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé dónde conseguir cuatro carnadas.
—Tengo las mías, que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.
—Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
—Uno —dijo el viejo. Su fe y su esperanza no le habían fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa.
—Dos —dijo el muchacho.
—Dos —aceptó el viejo—. ¿No los has robado?
—Lo hubiera hecho —dijo el muchacho—. Pero éstos los compré.
—Gracias —dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.
—Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día dijo.
—¿A dónde piensa ir? —le preguntó el muchacho.
—Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes que sea de día.
—Voy a hacer que mi patrón salga lejos a trabajar —dijo el muchacho—. Si usted engancha algo realmente grande, podremos ayudarle.
—A tu patrón no le gusta salir demasiado lejos.
—No —dijo el muchacho—, pero yo veré algo que él no podrá ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados.
—¿Tan mala tiene la vista?
—Está casi ciego.
—Es extraño—dijo el viejo—. Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos.
—Pero usted ha ido a la pesca de tortugas durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.
—Yo soy un viejo extraño.
—Pero, ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?
—Creo que sí. Y hay muchos trucos.
—Vamos a llevar las cosas a casa —dijo el muchacho—. Luego cogeré la atarraya y me iré a buscar las sardinas.

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