miércoles, 3 de octubre de 2012

EL FUNERAL

El autobús llegó al pueblo a primera hora de la mañana. Llovía a cántaros y las calles estaban medio inundadas. Yo estaba tan abatido que apenas tuve fuerzas para arrastrarme hasta la parada de taxis que había junto a la estación.
Indiqué mi destino al taxista y me recosté en el asiento trasero. Al poco llegamos a la funeraria. Allí no conocía a nadie y nadie me conocía a mí. Pregunté por los padres de la fallecida. Me señalaron a una señora regordeta que lloraba al final de la sala. Fui a presentarme. Después de saber quién era yo la señora me estrechó fuertemente entre sus brazos. Tuve la sensación de hundirme en las fláccidas carnes de aquella extraña que me estrujaba con un ímpetu exagerado. Por fin, me soltó y pude respirar.

- Ven que te presente a mi marido.

La seguí hasta un rincón donde estaba un hombre que fumaba ausente.

- Mira a quién traigo. Es novio de nuestra pequeña…

Sus ojos se llenaron de lágrimas y no pudo continuar con la frase. Su llanto nos contagió y los tres estuvimos llorando durante unos momentos sin decirnos nada. Por otro lado no había nada que decir, el dolor estaba presente en nuestras caras y se manifestaba sin necesidad de palabras. Algunos asistentes pasaron a nuestro lado y nos dieron el pésame. Yo no terminaba de asumir que el amor de mi vida se hubiese matado en un estúpido accidente de tráfico. Fui a sentarme a un rincón. Necesitaba aislarme. Todo era tan raro, tan irreal, rodeado de todos aquellos desconocidos. De vez en cuando, alguien que se había informado sobre mi identidad se me arrimaba y con voz compungida me decía: "Mi más sentido pésame", a lo cual yo no sabía qué responder.
A media mañana se me acercó un joven de mi misma edad.

- ¿Fumas porros?
- ¿Qué?
- ¿Te apetece uno?

Antes de nada quise saber quién era.

- ¿Tú quién eres?
- Tranquilo soy de la familia.

Una vez más no supe qué decir.

- ¿Te apetece o no?
- Sí. Me apetece.
- Pues sígueme.

El familiar se llamaba Mariano. Montamos en su coche y salimos del pueblo. Mariano condujo por una carretera secundaria. Seguía lloviendo a mares. Las cunetas de ambos lados de la calzada estaban anegadas y los limpia-parabrisas no daban abasto con el aguacero. Al cabo de unos pocos kilómetros encontramos un pequeño promontorio y aparcamos. Desde allí se podía ver toda la dehesa con los prados verdes y las encinas rodeadas de grandes charcas y regatos. Nos fumamos el porro casi sin hablar, eludiendo todo lo que habíamos dejado en la funeraria, de lo poco que hablamos fue del tiempo. El porro me permitió calmarme, dándome el respiro que necesitaba. Me notaba tan vacío que el humo en mis pulmones me aportó cierta consistencia.

Regresamos. Cuando llegamos a la funeraria el padre de la fallecida salió a recibirnos.

- ¿Dónde os habéis metido?
- Me lo he llevado a tomar un café – se apresuró a decir Mariano.
- Daos prisa, que hay que meter el ataúd en el coche.

Cargamos el féretro en el coche fúnebre y seguidos de la comitiva partimos hacia la iglesia. A las puertas del templo me informaron que yo sería unos de los cuatro que iban a cargar con el ataúd, y así lo hice. Me tocó la cabecera. A mi izquierda iba Mariano, detrás de nosotros iba el padre de la fallecida y un tipo que no me habían presentado. La gente se apelotonaba delante de la iglesia dejando una estrecha travesía para cedernos paso. Dentro de la iglesia tomamos el pasillo central hasta llegar a los pies del púlpito, dejamos el féretro sobre un catafalco y nos colocamos en los primeros bancos para recibir otra vez el pésame de los asistentes. Después empezó la ceremonia. Cuando el sacerdote dijo el nombre de la fallecida me quedé pálido. Mi novia no se llamaba así. Confundido pregunté a los presentes. Sus respuestas no me tranquilizaron, todo lo contrario. Me había confundido de funeral. No me paré a dar explicaciones. Me apresuré a salir de la iglesia dejando a todos con la boca abierta.
Corrí hacia la funeraria. El velatorio que yo buscaba se estaría celebrando en la sala contigua a la que en un principio me había presentado. Me sentí estúpido y torpe.
Al cabo de unos minutos de corretear por calles me di cuenta de que me había perdido. Gracias al chaparrón no había nadie para preguntar. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Me senté en un banco y allí me quedé, derrotado bajo la lluvia.

® pepe pereza (Relatos del humo (y hachís))


APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)
En la sala contigua de “ADIOS AMIGOS” que así se llamaba la funeraria, la situación no era mucho mejor. Una mujer de avanzada edad dormía en una butaca al fondo de la salita, y asomados a la ventana que daba al río, dos hombres fumaban las últimas caladas de un cigarro, mientras veían llover.

- Como me encuentre a ese hijodeputa lo mato - dijo el mayor, tirando la colilla por la ventana.
- Tranquilo papá, Quizás él no tuvo la culpa.
- Pero como no la va a tener si iban a mas de ciento cuarenta…
- Había mucha niebla… era de noche…, no sé…
- Si al menos se le hubiera ocurrido aparecer por aquí…
- Estará hecho polvo…
- No ha tenido cojones de venir. Eso es lo que pasa.

La señora de la butaca, se despertó y se acercó a la ventana.
Ellos le dejaron asomada a la ventana y bajaron a la cafetería. La mujer observó que en un banco enfrente un muchacho se dejaba mojar sin moverse. Parecía derrotado.

® Miguel Bergasa (Fifo)

1 comentario:

Jon Alonso dijo...

Una gozada, Pepe. Críptico y cautivador. Abrazos