Ilustración de PEDRO ESPINOSA
LA NEGRA
Se preparó para salir, pero antes
se acercó hasta el dormitorio donde convalecía su anciano marido. El pobre
hombre llevaba varias semanas enfermo.
-
Voy a salir. Enseguida vuelvo.
En la calle hacía frío. Se
abrochó el abrigo. Al hacerlo notó que uno de los botones estaba medio suelto y
que el hilo que lo unía al tejido estaba deshilachado. Quiso comprobar su
consistencia y se quedó con él en la mano.
-
¡Porras!
Tiró de los hilos que habían
quedado expuestos y los fue quitando uno a uno para que no quedase huella. Pensó
en cómo iba a coserlo de nuevo. Enhebrar una aguja era tarea imposible, aunque
se pusiese las gafas. Tampoco podía pedir ayuda a ningún vecino. En el edificio
ya no quedaban. Se habían ido muriendo poco a poco, o habían sido trasladados a
asilos y hospitales. Los nuevos ni siquiera se dignaban a devolverle el saludo
cuando coincidían en el ascensor. De haber tenido a alguien de confianza le
habría encargado que vigilase a su marido mientras ella estaba fuera de casa. Estamos
solos, se dijo con resignación. Las bombillas de las farolas se fueron
encendiendo. La luz iluminó unos pocos copos de nieve que, más que caer, flotaban
a media altura mecidos por el viento. El frío se colaba por el hueco sin
abotonar. Tuvo que agarrar la zona y taponarla con la mano. Con su marido
enfermo no se podía permitir resfriarse. Observó la algarabía de gentío y
tráfico. La ciudad crecía y se modernizaba a pasos agigantados, mientras que
ella cada día que pasaba se sentía más vieja e insignificante. No reconocía los
comercios, la mayoría eran tiendas nuevas. Todo era tan distinto. Todo estaba
diseñado para la gente joven. Los cajeros, los electrodomésticos, los mandos
del televisor… todo funcionaba apretando un interruptor, pero de todos ellos
¿cuál era el indicado? Ella nunca lo sabía y se sentía inútil y tonta. No, ya
no había sitio en el mundo para ellos. Su marido pronto moriría, cosas de la edad,
y ella se quedaría más sola que nunca, sin otra cosa que hacer que esperar su
hora. Era triste llegar a esas edades. Se adentró en el casco antiguo. Vio a
los hombres en las tabernas brindando por el fin de la jornada. Siguió calle
abajo sorteando grupos de estudiantes que reían y hablaban subidos de tono. Por
fin llegó a su destino e hizo amago de
entrar en el local. El portero, un tipo corpulento y con el pelo a cepillo, le
dio el alto.
-
¿Dónde va usted?
-
Dentro.
-
¿Sabe dónde está entrando?
-
Claro.
-
¿Está usted segura?
-
Sí señor, esto es un prostíbulo.
-
Perdone mi indiscreción… ¿Le puedo preguntar por qué
quiere entrar en un sitio como éste?
-
Para qué va a ser. Para contratar los servicios de una
prostituta.
El portero la miró extrañado. No
comprendía que una anciana necesitase las atenciones de una puta. De todas
formas él había visto cosas mucho más raras en aquel lugar. Le abrió la puerta
y se dispuso para dejarla pasar. Antes la anciana preguntó:
-
¿Aquí tienen negras?
-
Tenemos una.
-
¿Es guapa?
-
Sí.
-
¿Cómo se llama ella?
-
Yamila.
La anciana entró en el prostíbulo
y avanzó hacia el bar. Apenas había clientes y la mayoría de las putas estaban
sentadas alrededor de la barra. Cuando la anciana irrumpió todas las miradas se
posaron en ella. No era corriente ver a una octogenaria visitando el lugar. Ella
escrutó el garito buscando a Yamila. Al no encontrarla decidió preguntar al
camarero.
-
Joven, ¿sabe usted dónde está Yamila?
-
En estos momentos está ocupada. Si quiere algo con ella
tendrá que esperar.
-
Bien, esperaré.
-
¿Quiere tomar algo mientras tanto?
-
¿Es obligatorio?
-
No.
-
Entonces no.
La anciana esperó. Era la primera
vez que pisaba un prostíbulo. Observó el lupanar con curiosidad. Todo tenía un
aspecto deprimente y oscuro. Se dio cuenta de que las putas la miraban de
reojo. No le importó, era consciente de que estaba fuera de lugar y que allí no
pegaba ni con cola.
Al cuarto de hora Yamila bajó por
las escaleras acompañada de un cliente satisfecho. Se le veía en la estúpida
sonrisa que colgaba de su cara. La anciana esperó a que se despidiera del tipo y
luego la abordó.
-
¿Podría hablar un momento con usted?
-
Usted dirá.
-
Quería saber cuánto me costaría contratar sus
servicios.
Yamila miró a su alrededor
buscando las caras de sus compañeras, creyendo que éstas le estaban gastando
una broma.
-
¿Habla en serio?
-
Totalmente.
Yamila sopesó la oferta
intentando decidir si la rechazaba o no. Finalmente resolvió que si alguien
solicitaba sus servicios, como profesional que era estaba obligada a
ofrecérselos.
-
Por media hora cobro sesenta euros, por una hora cien.
Y le advierto que yo no hago cosas raras.
-
No se preocupe, lo único que tiene que hacer es
desnudarse delante de mi marido.
-
¿Su marido?
-
Sí, el pobre está enfermo en la cama. Hoy es su
cumpleaños. Cumple noventa y dos años.
-
¿Y solo tengo que desnudarme?
-
Como comprenderá el pobre hombre ya no tiene ánimo para
más.
-
Está bien. Acepto.
Yamila recogió su abrigo y se
pusieron en camino. Al salir por la puerta del local el portero se dirigió a
ellas con recochineo.
-
Adiós chicas.
Cuidado con lo que hacéis.
En respuesta Yamila le enseñó el
dedo corazón. La temperatura estaba bajando y al poco se puso a nevar. No había
taxis por la zona. Decidieron hacer el camino a pie.
-
Hija, ¿me permite cogerla del brazo?
-
Claro.
Yamila se sintió conmovida cuando
la anciana se agarró a ella. Por un momento se acordó de su abuela materna. Un alud
de emociones estuvo a punto de humedecerle los ojos. Decidió iniciar una
conversación para alejarse de todas las nostalgias.
-
Debe querer mucho a su marido para hacer esto por él.
-
El pobre, siempre ha tenido obsesión por ver a una
negra desnuda, pero nunca ha podido cumplir su sueño.
-
Con los hombres nunca se sabe.
-
No digo que no haya visto alguna en las películas, pero
al natural estoy segura que no.
-
Insisto en que con los hombres nunca se sabe. Hágame
caso, de esto sé un rato.
-
Mi marido, en todo lo que llevamos de casados, siempre
me ha sido fiel. Lo sé porque es un hombre sin un ápice de malicia. Toda su
vida ha estado pendiente de mí. A su lado nunca me ha faltado de nada, me lo ha
dado todo. Ahora me toca a mí. El pobrecito se muere y antes de que Dios se lo
lleve a su lado quiero que su sueño se haga realidad.
Los copos de nieve eran del
tamaño de pelotas de ping-pong y el viento los impulsaba contra sus caras. Cuando
llegaron la ventisca estaba en pleno apogeo. Al entrar en la casa la anciana se
llevó el índice a sus labios, indicándole a Yamila que guardase silencio. Las
mujeres se dirigieron directamente al dormitorio. La anciana le hizo un gesto
para que esperase en el pasillo. Después ella cruzó la puerta del dormitorio.
-
¡Feliz cumpleaños, mi amor!
El anciano trató de incorporarse
pero solo tuvo fuerzas para un amago de sonrisa. Ella se acercó a la cama y le
acarició la cara.
-
Ya pensabas que me había olvidado ¿eh...? Tengo una
sorpresa para ti.
Él la miró con curiosidad.
-
Ya puedes entrar.
Yamila entró en el dormitorio en
plan seductor.
-
Cariño, te presento a Yamila.
De repente la pesada máscara de
la enfermedad desapareció de la cara del anciano y un brillo vital se reflejó
en sus pupilas.
-
Yamila tiene algo para ti, así que os dejo solos.
Yamila avanzó hasta los pies de
la cama y empezó a desabrocharse la camisa. Mientras tanto la anciana se dirigió
al salón. Se quitó el abrigo, dejó el botón sobre la mesa y sacó la caja de la
costura. Sabía de antemano que era una batalla perdida, aun así se puso las
gafas y trató de enhebrar una aguja. Llevaba más de un cuarto de hora
pretendiendo acertar con el hilo cuando Yamila entró en el salón.
-
¿Ya?
-
Sí.
La anciana sonrió satisfecha mientras
siguió intentando pasar el hilo a través del ojal.
-
Déjeme a mí.
-
Te lo agradezco hija, porque soy incapaz.
-
Su marido quiere verla.
El enfermo sonreía de oreja a
oreja cuando entró su esposa.
-
¿Estás contento?
El anciano asintió sin dejar de
sonreír.
-
Me alegro.
Se inclinó sobre él y le beso en
los labios.
Cuando regresó encontró a Yamila
terminando de coser el botón.
-
No tenías que haberte molestado.
-
No es ninguna molestia, además ya está.
Efectivamente el botón estaba
firmemente zurcido al abrigo.
-
Eres muy amable.
-
No ha sido nada.
-
Lo digo por todo lo que has hecho. Te lo agradezco con
el corazón. Por cierto, tengo que pagarte. Dime cuánto te debo.
La anciana echó mano del monedero
y sacó unos billetes.
-
¿Sabe qué...? No voy a cobrarle.
-
Hija, cómo dices eso. Es tu trabajo…
-
No, esto no ha sido trabajo, se lo aseguro. Esto ha
sido algo muy bonito y agradable de hacer. Por eso no puedo aceptar su dinero.
El gesto conmovió a la anciana.
-
Muchísimas gracias, hija. Hacía mucho tiempo que nadie
se portaba tan bien con nosotros.
-
Gracias a usted por darme la oportunidad de hacer algo
tan… decente.
Las dos mujeres se abrazaron y
permanecieron así durante unos segundos.
-
¿Sabe?... Usted me recuerda a mi abuela. Por eso quisiera
pedirle algo.
-
Claro.
-
Me gustaría darle un beso.
-
A los viejos no nos gusta que nos besen. Estamos llenos
de gérmenes y enfermedades.
-
Aun así, lo voy a hacer.
Se besaron. A continuación se
despidieron, conscientes en todo momento de que su adiós era definitivo.
® pepe pereza